Capítulo 1
Eran pasadas las tres y media cuando Daniel bajó corriendo por la escalera de su casa. Mejor dicho, no resistió la tentación de deslizarse por la barandilla; así que llegó en un instante. En el portal le esperaba Felipe, con un libro debajo del brazo. Tras un breve saludo, echaron a andar a buen paso.
Al poco rato, como solían hacerlo cada domingo, se encontraron con un grupo de chicos y chicas que bajaban por la calle de Torla. Unos iban tranquilamente, dándose la mano, otros saltaban y hablaban animadamente:
–Pedro, ¿sabes el versículo?
–Le di un repaso, ¿y tú?
–¡A las mil maravillas!
–¡Oye, Ana!
–¿Qué crees que nos van a preguntar?
–¡Qué sé yo! Apuesto a que no te sabes la lección, ¿eh?
La respuesta se perdió entre las risas cristalinas de los chicos. Al poco rato, se pararon frente a una casa de dos pisos, con grandes ventanales, la cual tenía en la fachada blanca el número 227 pintado de azul.
–Vamos –dijo Felipe–, o llegaremos tarde; ¡van a ser las cuatro!
Todos se precipitaron por el portal y diez minutos más tarde se los oía cantar a pleno pulmón:
Gozo la Santa Palabra leer
Cosas preciosas allí puedo ver …
Había empezado la escuela dominical. Los mayores subían al primer piso con el señor Martín, un joven sonriente quien lucía un bigote negro. Los demás se reunían en la planta baja con la señorita Vázquez, ella era un poco severa, pero todos la querían mucho y apreciaban sus dotes de narradora.
Aquella hermosa tarde de abril, ella les estaba contando la historia bíblica del Buen Samaritano (Lucas 10:25-37).
–Vamos a ver, ¿quién ha oído hablar de él?
Media docena de chicos levantaron el dedo.
–Tú, Pedro, cuéntame…
Un chico de unos ocho años, rubio como el trigo, de ojos azules y vivarachos se levantó:
–Pues… Había una vez un hombre que se fue de Jerusalén, que era la capital, a un pueblo de provincia, y… y le atacaron unos bandidos… luego… luego…
Sonaron unas leves risas.
–¡Silencio! Y tú, Pedro, siéntate; debes aprendértela mejor. Ahora escuchad con mucha atención:
Una vez, un intérprete de la Ley –religioso judío de aquel entonces– se levantó de entre la multitud y para probar a Jesús, le dijo:
–Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna?
Su pregunta era razonable; este hombre estaba persuadido de que debía hacer muchas cosas para alcanzar la vida eterna.
Entonces, el Señor le preguntó:
–¿Qué está escrito en la Ley de Dios?, o sea: ¿cómo lees en tu Biblia?
Y él respondió correctamente:
–“Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente; y a tu prójimo como a ti mismo”.
–Bien has respondido –le dijo Jesús–, haz esto, y vivirás…
Pero él, queriendo justificarse, preguntó:
–¿Y quién es mi prójimo?
Jesús respondió:
“Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en manos de ladrones, los cuales le despojaron; e hiriéndole, se fueron, dejándole medio muerto”.
¡Vaya! –pensó Emilio, quien asistía a la escuela dominical por primera vez–, ¡esto se pone interesante! ¿Y qué pasó después?
Casualmente un sacerdote descendía por aquel camino, y viéndole…
–¡Fue corriendo a ayudarle –exclamó Ana muy precipitada.
–No, hijos; la Biblia dice que pasó de largo.
–¿Y por qué?, señorita.
–Seguramente tenía miedo de que los ladrones estuvieran aún por los alrededores; o tal vez era egoísta y no quería molestarse. Se marchó aprisa. Igual hizo un levita (ayudante del Templo), después del sacerdote. Figuraos la angustia de aquel pobre hombre, medio muerto pero consciente y revolcándose de dolor en el suelo. Su caso era grave; a no ser que alguien viniese pronto a salvarle, moriría de seguro…
Así es el que no conoce a Cristo como su Salvador; está herido por el pecado y no puede hallar el remedio; no puede curarse a sí mismo…
–¿Y qué pasó luego? señorita.
–¿Lo que pasó? Escuchadlo bien:
“Pero un samaritano –alguien profundamente despreciado por los judíos– que iba de camino, vino cerca de él, y viéndole, fue movido a misericordia; y acercándose, vendó sus heridas, echándoles aceite y vino…”.
–¿Por qué aceite y vino? –preguntó Daniel.
–Es lo que tenía a mano; el aceite como bálsamo para suavizar, y el alcohol del vino para desinfectar sus heridas.
Luego “poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al mesón y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamelo; y todo lo que gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese…”.
¡Vaya! –siguió pensando Emilio–, no imaginé que la historia terminaría de este modo. ¿O no ha terminado aún?
–Y ahora –prosiguió la señorita Vázquez–, el Señor Jesús preguntó al intérprete de la Ley:
¿Quién, pues, de estos tres (el sacerdote, el levita o el samaritano) te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones? Él dijo: ¡El que usó de misericordia con él! Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú lo mismo…
Había llegado el momento de hacer preguntas, porque la maestra deseaba que todos comprendiesen muy bien la enseñanza del Señor. Todas las miradas se clavaron en ella; menos la de Emilio quien temía que le preguntara algo.
–Isabel, ¿puedes decirme quién es tu prójimo?
–Sí, señorita –contestó la niña sin reflexionar demasiado–, es la señora Tomasa.
Una carcajada general siguió a esta respuesta y Elena, la hermana mayor de Isabel, dio un codazo a su hermana diciéndole:
–¡Qué tontería! ¿A quién se le ocurre?
–Bueno, Isabel no ha contestado tan mal como os parece –observó la señorita Vázquez–. En cierto modo, su respuesta es exacta, porque solemos llamar así a nuestros vecinos, a los que viven cerca de nosotros. Pero la Palabra de Dios nos enseña que cualquier persona puede ser nuestro prójimo. ¿Recordáis que, cuando el Señor Jesús terminó su parábola, preguntó algo al intérprete de la Ley?
–¡Sí!
–Pues bien, ¿qué era?
Todos los chicos levantaron el dedo; hasta Emilio, quien se dejaba ganar por el interés general.
–Tú, Antonia.
–Le preguntó: “¿Quién, pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que cayó en manos de los ladrones?”.
–¡Muy bien!, Isabel, puedes decirme ahora ¿quién es tu prójimo?
Volvieron a levantarse los dedos.
–¡Lo sé! –exclamó Elena.
–¡Yo, yo, señorita!
–¡Yo también! –gritaron cuatro o cinco voces al mismo tiempo.
–No, chicos; quiero que Isabel misma me dé una buena respuesta.
La niña, de pie, se puso algo colorada, y dijo:
–Es alguien que… que nos ayuda cuando estamos en apuros.
–¡Lo ves! Ya sabía que darías una buena respuesta en cuanto lo hubieras pensado un poco.
La señorita Vázquez explicó a los niños que no solo nuestros vecinos, sino todos los hombres son nuestros prójimos, sea cual sea su lengua o raza. Todos necesitamos ayuda y comprensión; mayormente si estamos pasando por pruebas y dificultades. Y es nuestro privilegio ayudar a los demás, haciendo bien en todo tiempo.
Los niños escuchaban atentamente, y cuando la maestra les hacía preguntas, se alegraban de poder responder correctamente. En el grupo, había una niña que se distinguía por sus respuestas claras y exactas: era Elena, la hermana mayor de Isabel. Esta, en cambio, raras veces contestaba y, si la interrogaban, se ponía nerviosa y no respondía bien.
–¡Qué diferentes son estas dos hermanas! –pensaba la señorita Vázquez. Elena solo tiene unos dos años más que su hermana y, sin embargo, es mucho más inteligente. ¡Cuánto me gustaría que todos los niños fuesen como ella!
Pero Dios considera las cosas de modo muy distinto al nuestro; Sus pensamientos no son nuestros pensamientos. Nosotros solemos juzgar según la apariencia, de aquello que vemos u oímos; pero Dios se fija en el corazón, en los pensamientos más escondidos. A menudo, nos engañamos en nuestras apreciaciones sobre los demás; pero Dios nunca se engaña.