¿Quién es mi prójimo?

Capítulo 5

–¡Isabel, mira lo que te he comprado!

La niña acudió presurosa y recibió agradecida el regalo de su madre. Era un Nuevo Testamento pequeño con Salmos, encuadernado en piel negra, de canto dorado.

–¿Te gusta?

–¡Oh, muchísimo! ¡Hace tiempo que deseaba tener uno así! ¡Muchas gracias!

 

E Isabel dio dos sonoros besos en las mejillas de su madre. Después de hojear el libro, la niña pensó: ¿A quién daré el Nuevo Testamento que he usado hasta hoy? Ese era de tela azul, con láminas de colores, y se hallaba en buen estado todavía. En seguida le vino a la mente que podría regalarlo a su nueva amiga.

 

Como no tenía clase el jueves por la tarde, pidió permiso a su madre para ir a casa de Laura. La señora de Robles aceptó gustosa y, además, llenó el bolsillo de su hija con higos secos y galletas. Alegre de poder llevar estas cosas a Laura y sus hermanas, Isabel se encaminó con paso ligero hacia el pasaje del Molino. El camino le pareció ahora mucho más corto. Cuando llegó, encontró a sus amigas solas; la madre estaba trabajando, como de costumbre, y el padre había ido a buscar sus medicinas al hospital.

Laura estaba sentada en una silla de paja, medio rota, mientras que Regina y Sara, sus hermanitas, con la cara y las manos sucias, tiradas en el suelo, jugaban con unos muñecos de trapo llenos de polvo y manchas de barro. Laura advirtió en seguida que Isabel, con su vestido tan limpio, no podría hallarse a gusto en semejante casa. Por eso procuró excusarse diciendo:

–Mi madre se fue hoy muy temprano y no tuvo tiempo de arreglar la casa; además, esta noche llegará muy cansada y sin fuerzas para nada.

A pesar de los argumentos de Laura, Isabel pensó que la señora de Villanueva podría tener su hogar mejor cuidado y, con la franqueza que caracteriza a los niños cuando hablan entre sí, dijo:

–Dime Laura, ¿no podrías ayudar a tu madre poniendo en orden este cuarto?

–Es que… no sé; y si lo hago mal…

–Pero, ¿has probado?

–No…

–Estoy segura de que podrás –dijo Isabel–, yo lo hago en casa; y no es difícil, fijándose un poco. Sé limpiar, planchar, sacar las cenizas del carbón de la cocina… ¡Ah! y hago mi cama tan bien como lo hace mamá. Bueno, casi tan bien. ¿Por qué no lo pruebas? Con el tiempo lo harás bien, ya verás.

–Bueno, tu casa está mejor arreglada que la nuestra –objetó Laura echando una mirada disgustada alrededor de sí.

–Es verdad, pero no creas que se limpia sola. Mamá dice que siempre se puede hacer una habitación agradable, si uno se lo propone. Si estuviera en tu lugar, ya sé lo que haría, Laura.

Así, poco a poco, le fue mostrando lo que se podía hacer. Isabel era una mujercita de casa, muy experta y activa para su edad; la madre repetía a menudo que no podría arreglárselas sin su ayuda. Ahora mismo le hubiera gustado meter mano a la obra, limpiar la cocina, la mesa, el piso y quitar el polvo a la cómoda; sin embargo, temió que a la señora le disgustara que una niña desconocida se metiera en sus asuntos. Por este motivo, renunció; pero animó mucho a Laura a que ella misma lo hiciera. ¿Por qué no ayudar a su pobre madre que estaba agobiada con tanto trabajo?

No obstante, había otras cosas más importantes para las que había venido Isabel. Quería hablar con Laura de lo que habían escuchado en la escuela dominical, regalarle su Nuevo Testamento de tela azul y repartir a Regina y Sara los higos secos y las galletas. Así pasó alegremente una hora. Por último, Isabel leyó las estrofas del coro que debían aprender para el domingo siguiente, después cantó la melodía que Laura acompañó en voz baja pero clara:

 

Quiere Jesús que yo brille
Mientras que viva acá,
Y que le complazca siempre
En clase, juego, hogar.

¡Brillando, brillando!
Jesús quiere que yo brille;
¡Brillando, brillando!
Yo brillaré para él.

 

Cantaban las últimas palabras cuando entró Juan Villanueva. No miró siquiera a las niñas y se metió en su habitación. Parecía agotado. Temiendo que su presencia resultase desagradable para ese hombre enfermo, Isabel se despidió rápidamente.

No tardó en volver a casa, su madre escuchó con gran interés todo lo que Isabel le contó de su visita. Luego le dijo:

–Invita a Laura a comer con nosotros mañana. Veremos si tu vestido azul le va bien; has crecido tanto que ya no te sirve y como está casi nuevo, le vendrá muy bien a Laura para los domingos, pues ella es más pequeña que tú.

¡Qué contenta se puso Isabel al pensar que Laura ya no tendría que llevar aquel vestido descolorido y remendado! Y, al día siguiente por la tarde, ¡qué alegría sentía Laura al comprobar que el vestido le quedaba estupendo! Además, la señora de Robles le regaló un abrigo de Elena y un par de zapatos. Laura no cabía en sí de contenta; ¡cómo le brillaban los ojos cuando, en su casa, desenvolvía sus tesoros! En esos momentos, se sentía la niña más feliz del mundo.

Elena no se interesaba para nada en Laura, ¡como si ella tuviera la culpa de ser pobre y vivir en una casa mísera! Se avergonzaba de la presencia de Laura en su casa y sus visitas le resultaban insoportables; en cambio, para Laura, eran un inmenso gozo. El salón tan agradable, cuyas ventanas se abrían a un hermoso jardín, y sobre todo el cariño con que la trataban Isabel y su madre hicieron desaparecer poco a poco de su cara esa expresión de tristeza y cansancio, y la ayudaron a soportar mejor su penosa vida. Le parecía como si un rayo de luz hubiese disipado esos densos nubarrones.

Ahora, Laura se tomaba el tiempo necesario para tener las pequeñas habitaciones de su casa limpias y en orden. Al principio, esto le había fatigado bastante; sin embargo, se fue acostumbrando, y ella misma se extrañó del cambio.

Hacía algún tiempo que Isabel no había vuelto a casa de su amiga. El domingo anterior, Laura tampoco había ido a la clase de la señorita Vázquez. ¿Qué pasaría con Laura?

Aquel jueves por la tarde, cuando las niñas no tenían escuela, se presentó Antonia en casa de los Robles, e Isabel se alegró mucho. Elena había salido con sus amigas y las dos niñas lo pasaron muy bien en casa. La señora de Robles les regaló un gran trozo de tela de muselina, para que hicieran un vestido a sus muñecas.

–Oye, Isabel, ¿cómo lo vamos a cortar?

–¡Espera, Antonia! que tengo una idea.

–¿Cuál?

–Mira, si me quisieras dejar un trozo, te daría otro de seda azul…

–¿Por qué?

Isabel recordó que la ventana del cuarto exterior de Laura carecía de cortinas y se imaginaba lo agradable que sería hacer unas para que tapasen la vista de la casa de enfrente, tan fea. Antonia, siempre generosa, aprobó el proyecto, y ambas expusieron su idea a la mamá de Isabel.

–Me parece muy bien; yo misma os ayudaré a cortarla y a coserla.

 

Poco tiempo después, las cortinas eran cuidadosamente envueltas en un hermoso papel y las dos amigas se encaminaron hacia el pasaje del Molino.

¡Qué sorpresa más agradable se llevaron al entrar en la casa! Los bancos, la mesa, el piso relucían de limpios y en algunos sitios habían puesto papeles de colores para disimular las grietas en la pared. Incluso colgaban unos cuadros de fabricación casera, hechos con una lámina pegada sobre un cartón; alegraban un poco la habitación. Uno representaba la escena bíblica de Rebeca dando de beber a Eliezer y a sus camellos; los otros exhibían paisajes suizos, con lagos y montañas nevadas. Habían sido hechos por el padre de Laura, quien se animó al ver los esfuerzos de su hija para tener una casa limpia y –dentro de lo posible– algo más alegre.

Cuando entraron las dos niñas, Juan Villanueva estaba sentado en un viejo sillón de mimbre, con la cabeza apoyada en un cojín. Se incorporó al verlas e hizo un esfuerzo para saludarlas. Pareció contento al oír la exclamación de alegría de Isabel al ver todos estos cambios y mejoras. Los ojos de Laura brillaban de felicidad. El paquete fue desenvuelto y las cortinas fueron admiradas por todos; luego las pusieron en la ventana. Ahora sí que era otra cosa. Juan Villanueva se levantó y quiso poner los clavos; pero un terrible acceso de tos le obligó a sentarse de nuevo. A Isabel se le oprimió el corazón viendo cómo este pequeño esfuerzo le había agotado.