Capítulo 3
Cuando llegó a casa, Elena tuvo la grata sorpresa de encontrar a su abuelo Pedro. Este vivía a unas tres horas de viaje en tren y había venido a pasar unos días con su hija, la señora de Robles, quien era viuda. Elena lo abrazó cariñosamente. Después de saludarse, la madre preguntó a Elena dónde se había quedado Isabel.
–Vendrá en seguida, mamá. Fue a acompañar a una pobre chica que encontramos extraviada en la calle. Estoy segura de que habría encontrado sola el camino de vuelta a su casa; pero Isabel es tan ingenua y piensa que debe satisfacer los ruegos de cualquiera.
–¿Y no crees que, al contrario, Isabel ha sido muy amable por acompañarla? –le preguntó su abuelo, algo disgustado por la expresión de Elena.
–Sí, claro –respondió Elena con desenfado–. Pero aquella niña tenía un aspecto tan miserable que no hubiera querido caminar a su lado. A Isabel no le importa en absoluto; puede hacerse amiga de las personas más vulgares.
–¡Elena, hablas demasiado. Quítate el abrigo y pon la mesa para la merienda!
Elena salió para hacer lo que su mamá le había dicho.
–¿Verdad que está muy alta para su edad? –observó la señora de Robles cuando su hija hubo salido de la habitación.
–Sí, está muy alta –respondió el abuelo–; pero me parece que tiene demasiada buena opinión de sí misma, y eso no está bien.
–Es verdad –confesó la madre–, ya empiezan a gustarle los trapitos; pero es una niña dotada y muy inteligente. Estudiar no le cuesta el menor trabajo, capta las cosas al vuelo; antes que Isabel empiece a darse cuenta de lo que acaba de oír, Elena ya está dándole la explicación.
–Muy bien, no obstante, es precisamente esa facilidad la que le hace sentirse orgullosa, y la inteligencia no es lo más esencial para una persona –observó el anciano.
–En efecto, Isabel es menos despierta que Elena; sin embargo, es muy buena y amable; siempre está dispuesta para ayudar a quien la necesite. ¡Es una lástima que le cueste tanto trabajo estudiar!
Después de estas palabras, la señora de Robles pasó a la cocina a buscar el café y Elena volvió a sentarse al lado de su abuelo. Este le hizo varias preguntas sobre lo que había oído en la escuela dominical y sus respuestas revelaron que había escuchado con mucha atención. No solo repitió la parábola, sino que añadió también las explicaciones que había retenido, haciéndolo tan bien que su abuelo no pudo menos que alegrarse de la buena memoria y del espíritu reflexivo de su nieta.
–¿Y no te gustaría hacer como el Buen Samaritano?
A Elena no le agradó la pregunta, porque su conciencia le mostró que no se preocupaba mucho por los demás; al considerar las cosas de más cerca, se parecía más bien al levita o al sacerdote, quienes pasaron de largo sin preocuparse por ese pobre hombre medio muerto. Sin embargo, en vez de escuchar la voz de su conciencia, contestó rápidamente:
–No creo que pueda hacer muchas cosas, abuelo; si fuese mayor y más rica, entonces sí que podría ser útil.
–Pero una niña puede, muy bien, ayudar a los demás niños –replicó el abuelo Pedro–; puede servir de ejemplo a sus compañeros o hacer un favor a un niño menesteroso. Supongo que sabrás este versículo:
El que es fiel en lo muy poco, también en lo más es fiel
(Lucas 16:10).
Lo que eres ahora, lo serás más tarde cuando seas mayor, y por eso es necesario que pidas al Señor que no solo te ayude a escuchar su Palabra con atención, a fin de comprenderla, sino también a ponerla en práctica. ¿Recuerdas lo que nos dice el apóstol Santiago: “No siendo oidor olvidadizo, sino hacedor de la obra” (cap. 1:25)?
Me alegro mucho de que sepas tantas cosas; sin embargo, estaría más contento aún si pusieras en práctica lo que aprendes tan bien en la escuela dominical.
Elena sintió un gran alivio cuando su hermana entró en la habitación. Isabel tenía mucho calor porque había regresado corriendo. Abuelo Pedro la tomó en sus brazos y le dijo bondadosamente:
–¿Qué es lo que me han contado? ¿Has ido a acompañar a una niña desconocida en vez de venir directamente a casa para abrazarme?
Isabel se sonrojó; pero en seguida le respondió con una clara sonrisa:
–¿Y cómo podía yo adivinar que tú estabas aquí, abuelo? Además, aquella niña estaba tan angustiada que no podía hacer otra cosa sino acompañarla. Nunca hubiera encontrado el camino sola. Te aseguro que no podía hacer menos por ella…
–Has hecho muy bien –interrumpió abuelo Pedro–; debemos prestar favores según esté a nuestro alcance hacerlo, tanto en lo mucho como en lo poco. Dime, ¿es verdad que esa niña parecía ser muy pobre?
–Bastante –dijo Isabel–, llevaba un vestido viejo y descolorido, y unas alpargatas rotas en la punta; pero ella misma estaba limpia. Me contó que, antes, habían estado mejor.
Y acto seguido, Isabel contó al abuelo Pedro todo lo que sabía acerca de Laura y de sus padres.
–Incluso me prometió venir con nosotras a la escuela dominical el próximo domingo –añadió Isabel con una sonrisa luminosa.
–¿Con nosotras? –murmuró Elena de modo tan suave que nadie la oyó–. Yo no iré con una chica que lleve un vestido tan horrible. Amelia y Sofía a lo mejor creerán que se trata de alguna pariente nuestra. ¡Pasaría vergüenza delante de todos!
–Oye, Isabel –dijo el abuelo–; Elena me contó la parábola que os enseñaron esta mañana en la escuela dominical, ¿la comprendiste bien?
–Sí, la señorita Vázquez nos la explicó de tal modo que no me quedó la menor duda. Además, me gustó mucho –respondió alegremente la niña.
–¿Ya has pensado que tú podrías ser el prójimo de aquella pobre niña?
En ese momento, entró la madre trayendo consigo la merienda e invitando a todos a tomar asiento en la mesa. Isabel no pudo contestar a su abuelo; pero una feliz sonrisa iluminó su cara, así que el anciano llegó a la conclusión de que su pregunta había recibido una acertada respuesta.