Capítulo 4
Al día siguiente, llovió durante toda la mañana y parte de la tarde. Entre dos chaparrones, los chicos se divertían saltando los charcos de agua o tirando piedras en el barro. Otros arrancaban hojas de sus cuadernos, hacían barcos de papel y hasta organizaban grandes batallas navales. Las chicas se quedaron debajo del cobertizo, saltando a la comba o platicando en grupos de tres o cuatro.
A pesar del cielo gris, Isabel estaba alegre. Durante toda la semana estuvo pensando en su nueva amiga, preguntándose si acudiría a la escuela dominical. Finalmente, cuando llegó la mañana del domingo, se arregló más temprano que de costumbre, pues debía hacer un gran recorrido para llegar hasta el pasaje del Molino donde vivía Laura. Elena no fue con su hermana, no quería andar al lado de una niña pobre. ¿Qué hubiera pensado su amiga Sofía? ¿o Amelia que era una chismosa?
Isabel se dirigió rápidamente hacia la calle de Valdés y no tardó en llegar al pasaje del Molino. Las casas eran altas y oscuras, el suelo estaba lleno de papeles y objetos sucios. Isabel dio un suspiro de alivio pensando que no tenía que vivir en este barrio. Llamó a la puerta número 3 y le abrieron inmediatamente. Laura la esperaba, ya que la había visto llegar. Estaba preparada para salir; llevaba el mismo vestido de percal, pero sus alpargatas estaban arregladas. Había doblado y echado sobre su espalda un viejo chal de su madre, el cual era demasiado grande para ella.
Las dos niñas se miraron alegremente.
–¿Así que vienes conmigo? –le preguntó Isabel–. ¡Cuánto me alegro!
Luego salió la madre de Laura para agradecer a Isabel el haber invitado a su hija y haberla ayudado el domingo pasado. Era una mujer simpática, aunque sus ojos expresaban tristeza y preocupación. Dos niñas, más pequeñas que Laura y muy pobremente vestidas, se escondían detrás de la madre, asomándose de vez en cuando y mirando con curiosidad a Isabel.
Isabel no se entretuvo mucho tiempo en charlar, porque no quería llegar tarde a la escuela dominical; pero como Laura cojeaba, no pudieron darse suficiente prisa, de modo que cuando llegaron a su destino, ya había empezado la clase. Como en aquel momento Isabel no pudo presentar la nueva alumna a la señorita Vázquez, hizo sentar a Laura a su lado. La pobre se ruborizó viendo todas las miradas fijas en ella; unas expresaban amabilidad mientras que otras reflejaban mera curiosidad.
Por lo general, nadie se atrevía a hablar cuando entonaban un himno; pero Sofía, la amiga de Elena, no pudo resistir la tentación de preguntarle si la niña que acompañaba a Isabel era una parienta suya. Elena hizo una señal negativa y se puso más tiesa, indignada al ver que alguien podía suponer semejante cosa. Olvidaba que la pobreza no es ninguna deshonra.
–Qué estúpida es Isabel haber traído a esa chica –dijo para sus adentros–. ¿Por qué no llegaron a tiempo para que la maestra la hubiera puesto en otro sitio? Supongo que cuando empiece la lectura la llevarán con los más pequeños. Me daría muchísima vergüenza si ella se quedara en nuestro grupo.
Mientras tanto, las chicas entonaban la última estrofa del himno:
Al recordar mi vida
De olvido de Jesús,
No sé por qué quisiera
Morir por mí en la cruz…
Cuando terminó el canto, la señorita Vázquez preguntó:
–Isabel, ¿por qué llegaste tarde?
–Verá usted, señorita, fui a buscar a esta niña que tenía mucho interés en venir y como… como no anda muy aprisa, llegamos tarde.
–Bueno, ¿y cómo te llamas? –preguntó la maestra a la pequeña visitante.
Esta hizo un esfuerzo para ponerse de pie y contestó con voz clara:
Laura Villanueva; para servir a Dios y a usted, señorita.
–Muy bien, Laura; todos te damos la bienvenida. Espero que estés feliz aquí y que puedas aprender muchas cosas del Señor para luego servirle de veras. Te sentarás allí, al lado de Isabel.
–Hoy vamos a leer otra parábola en el evangelio según Lucas, capítulo 15; ¿habéis encontrado la página? Escuchad:
“Un hombre tenía dos hijos; y el menor de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bienes que me corresponde; y les repartió los bienes…”.
Emilio que venía por segunda vez no quería perderse ni una sola palabra. En cambio Ana, quien conocía el relato bíblico, miraba de soslayo a la nueva compañera de Isabel pensando: ¿Adónde habrá encontrado a esa chiquilla?
“No muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus bienes –o sea todo su dinero– viviendo perdidamente”.
Y cuando todo lo hubo gastado, ¿qué creéis que sucedió?
Una docena de dedos se levantó.
–Tú, Sofía.
–Pues… que lo pasó muy mal.
–Sí, la Escritura dice que “comenzó a faltarle”, o sea, que empezó a tener hambre. Mientras llevaba dinero, tenía muchos amigos; pero luego, todos lo abandonaron.
¡Vaya! –pensó Laura–, eso fue lo que nos sucedió.
La señorita Vázquez siguió contando la historia del hijo pródigo:
–Después de mucho buscar, consiguió un empleo como porquero; pero seguía padeciendo hambre, pues no le daban alimento y tampoco ganaba dinero suficiente para comprarlo él mismo.
–¡Eso sí que es horrible! –murmuró Daniel, a quien habían castigado varias veces mandándolo a la cama sin cenar.
“Y volviendo en sí, (arrepintiéndose) dijo: ¡Cuántos jornaleros en casa de mi padre tienen abundancia de pan, y yo aquí perezco de hambre! Me levantaré e iré a mi padre, y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo…”.
Aunque Laura no sabía leer muy bien, escuchó con atención y pudo aprender, como los demás, el versículo de Oseas 6:1 que debían memorizar: “Venid y volvamos al Señor”. Incluso aprendió el texto de la lección anterior.
Es verdad que Laura no sabía gran cosa de la Biblia; pero su pálido rostro se iluminaba oyendo el relato, y se alegró sobremanera escuchando la escena del perdón: “Cuando aún estaba lejos (el hijo), lo vio su padre, y fue movido a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le besó”.
Laura no estaba acostumbrada a oír relatos así; sus padres nunca le habían hablado de Jesús; porque para poder hablar de alguien, hace falta conocerle. Tampoco cantaban esos hermosos coros.
En realidad, no era muy feliz en su casa. Si bien sus padres eran buenos con ella, estaban tan agobiados por las preocupaciones que sus pensamientos no iban más allá de sus problemas y de las necesidades de la vida cotidiana. Más de una vez, las niñas se habían acostado sin cenar, otras veces solo habían comido patatas hervidas y pan seco.
Cuando aún vivían en el campo, en el pueblo de Valseco, su padre pasaba la mayor parte del tiempo en la taberna. Al principio, solo iba allí después de la comida para jugar al «mus» con sus amigos; luego se dejó arrastrar por malas compañías y bebió cada vez más. De vez en cuando, Juan Villanueva se proponía cambiar de vida y no aparecía por la taberna durante dos o tres días, pero esas resoluciones tomadas contando con sus propias fuerzas no duraban mucho tiempo. Al comprender que este género de vida no podía seguir así, don Juan decidió irse a vivir con su familia a la ciudad. Su esposa se alegró mucho, esperando que al dejar a sus amigos, dejaría también su mala vida.
En efecto, una vez en la capital, Juan Villanueva empezó a cumplir con su obligación de padre y esposo. Desde luego, no era mucho lo que ganaba, pero por lo menos, no pasaba hambre, ni él ni su familia. Así iban las cosas, cuando de repente una desgracia cayó sobre la familia. Una mañana de octubre particularmente lluviosa, don Juan resbaló en un andamio donde trabajaba y cayó desde el tercer piso. Gravemente herido, fue llevado al Hospital Provincial donde estuvo cerca de dos semanas debatiéndose entre la vida y la muerte, hasta que por fin mejoró y pudo volver a casa. Estaba tan débil que no pudo reanudar su trabajo. En vez de mejorar, el pobre hombre empezó a decaer de día en día, hasta el punto que ya no pudo salir de su habitación. De haber podido respirar el aire puro del campo –al cual estaba acostumbrado desde su infancia– y de haber tenido una alimentación adecuada, seguramente se hubiera mejorado; sin embargo, su pobreza le mantenía clavado en esa casa sombría y malsana. En Valseco, ya no tenían familia; además habían vendido todos sus bienes para saldar las deudas. El poco dinero que les quedaba pronto desapareció, pagando servicios, médicos y medicinas.
Por suerte, la madre de Laura encontró trabajo en el barrio; como era muy activa, pronto estuvo ocupada toda la semana limpiando pisos y lavando ropa. Pero, aún así, sus ganancias no eran suficientes para mantener a toda la familia y pagar las medicinas de su esposo. Por eso, no era de extrañar que Laura llevase vestidos viejos y alpargatas rotas.
A la salida de la clase, Isabel acompañó a su amiga durante una parte del camino y Laura observó atentamente por donde iban, a fin de poder venir sola el siguiente domingo. La niña volvió a casa con una sonrisa en los labios. Estaba feliz de haber recibido ese trato afectuoso de Isabel; además, el local claro y alegre de la casa, la voz amable de la maestra y la simpatía de los chicos contrastaba con el callejón oscuro, el piso maloliente y la voz irritada de su padre, a quien la enfermedad y el angustiado porvenir habían vuelto agriado y malhumorado. El pensar que no podía hacer nada para su esposa e hijas y que su estado empeoraba le amargaba cada vez más. Aún no había aprendido a considerar esa prueba como algo que era permitido por Dios para tocar su corazón, y murmuraba contra su destino. ¿Por qué le ocurrían estas cosas a él y no a los demás? Ahora que había cambiado de vida, parecía como si la mala suerte le perseguía.
Cuando llegó a casa, Laura contó a su madre y a sus hermanas lo que había visto y, sobre todo, lo que había oído.
–Mamá, hasta he aprendido dos versículos. ¡Son tan fáciles y hermosos! Mira, uno es:
Venid y volvamos al Señor…
y el otro… ¡ah, sí!:
La bendición de Dios es la que enriquece.
–¿Verdad que son bonitos?
La señora de Villanueva estuvo pensativa por unos momentos y después de suspirar profundamente contestó:
–¡Muy bonitos! Laura; son muy bonitos.
La pequeña no se dio cuenta del efecto que aquellas palabras produjeron en su madre. Esta suspiró de ese modo al recordar los días, ya muy lejanos, en que ella también iba a la escuela dominical y ganaba premios por saberse de memoria muchos pasajes. Pero luego, transcurrido el tiempo, se fue a vivir a otro sitio donde no había reuniones cristianas. Al principio, aún leía el precioso Nuevo Testamento que le habían regalado; sin embargo, se dejó atraer por el mundo y las costumbres de la gente que no conoce al Dios vivo y verdadero. Pasaron los años, y ahora que atravesaba duras pruebas y aflicciones, desconocía al Único que podía consolarla y ayudarla eficazmente.