¿Quién es mi prójimo?

Capítulo 6

Pasaron algunas semanas y, lejos de mejorar, el estado del enfermo empeoraba cada día. Un domingo, antes de empezar la clase de la señorita Vázquez, Laura entró toda llorosa.

–Chica, ¿qué te pasa? –le preguntaron varios niños, rodeándola con interés y cariño.

–¡Ay! mi papá está muy enfermo. El médico dijo que, de no irse inmediatamente a vivir a la Sierra, no durará mucho tiempo.

–¿Y tiene que estar todo el día en la cama? –inquirió Isabel con simpatía.

–No; está sentado en su viejo sillón; pero casi no come, adelgaza y tose muchísimo.

–Sin embargo, puede mejorar, ¿no crees? Yo conozco a varios enfermos que sanaron.

Laura se quedó silenciosa, con una mirada triste y algo incrédula.

–¿Has orado por él? –inquirió Daniel–. Todos debemos orar para que el Señor lo sane.

–Sí, esto haremos –prometieron todos. Y como el reloj marcaba las cuatro, empezaron la clase.

A la salida, después de que Isabel y Antonia se fueron acompañando a Laura, se formó un grupo de chicos y chicas que hablaban animadamente. Parecía una peña de conspiradores:

–¿Qué os parece mi idea? –preguntó Felipe.

–¡Formidable! –exclamaron varias voces a la vez.

–Mirad lo que tendríamos que hacer… entre los que estamos aquí tal vez sea posible; dicen que la unión hace la fuerza. Ana se pondrá en contacto con los de la clase del señor Martín. Allí está su primo Pepe. Ella le explicará el asunto y estoy seguro de que todos nos ayudarán.

–Ahora, veamos lo que podemos hacer –sugirió Daniel:

1.   Vaciar las alcancías.

2.   Recoger por las casas todos los periódicos viejos y venderlos.

3.   Reunir los muebles y trastos viejos que nos den (las antigüedades se venden muy caras) y venderlos en el baratillo del mercado viejo.

–¿Quién tiene más ideas?

–Yo podría hacer recados para el tendero, por la tarde –apuntó Emilio–, y entre lo que me dé y las propinas…

–¡Muy bien, chico! –dijo Daniel–. Y las chicas ¿no se os ocurre algo?

–Mi padre tiene muchas flores en el jardín –dijo Aurelia–; las que me dé, intentaré venderlas a la entrada del mercado de abastos.

–¿Qué os parece?

–¡Estupendo!

–Nosotras podríamos coser muñecos de trapo, con trajes típicos. A los turistas les gustan mucho; a ver si nos los compran.

–¡Magnífico! –agregó Daniel.

–¿Quién será el tesorero?

La reunión se prolongó así por más de media hora, al final de la cual todos salieron con caras alegres y llenos de entusiasmo.

Cuando, de vuelta a casa, Isabel contó a su madre lo que sucedía con la familia de Laura, la señora de Robles le dijo:

–¿Sabes qué? Mañana irás y llevarás para el enfermo alimento ligero y nutritivo, porque me figuro que su esposa, con el trabajo que tiene y con tan pocos recursos, no podrá prepararle platos especiales. Luego, veremos cómo mandarle al doctor López, especialista eminente. Y por lo demás…

La madre de Isabel no terminó la frase y se quedó pensativa.

–¿Puedo ir con Antonia?

–Si ella está dispuesta a acompañarte, por supuesto.

–Al día siguiente, muy alegres de ser útiles en algo, las dos amigas se encaminaron hacia el pasaje del Molino. Para no tener que decir un «no» rotundo, Elena argumentó que no podía acompañarlas a causa de sus deberes escolares.

Cuando llegaron, solo encontraron a Juan Villanueva; Laura estaba en la farmacia con Regina y Sara. Antonia e Isabel vencieron su timidez y dijeron al enfermo:

 

–Mire usted lo que le hemos traído; estamos seguras de que le gustará.

Y mientras el enfermo contemplaba, casi con apetito, ese platillo tan sabroso, Antonia le acercó la mesa sobre la cual extendió un mantel limpio de cuadros blancos y amarillos.

–Ande, señor Villanueva, coma esto que han preparado especialmente para usted –le suplicó Antonia.

–Sí –añadió Isabel–, lo hizo mi mamá con mucho esmero.

Para no desairar a las chicas, el enfermo empezó a probar algo cuando un terrible acceso de tos le impidió continuar.

–Ah, esta tos… esta tos… si pudiera quitármela de encima –gimió el pobre enfermo.

Isabel lo miró con simpatía y le dijo cariñosamente:

–Usted no la tendrá más cuando esté en el cielo; allí “ya no habrá… llanto, ni clamor, ni dolor”.

El enfermo pareció sorprendido por esta observación y permaneció silencioso largo rato. Luego murmuró:

–¿En el cielo? Ah, hija mía, todo el mundo no puede ir al cielo.

–Oh sí, todos pueden ir: pequeños, grandes, blancos, negros, ricos y pobres –aseguró la niña.

–¿Y de dónde sabes eso?

Isabel esperó unos instantes mientras él terminaba otro acceso de tos, luego contestó:

–Está escrito en la Biblia:

 

El que tiene sed, venga; y el que quiera, tome del agua de la vida gratuitamente.
Apocalipsis 22:17

 

También sé otro pasaje en donde Cristo dice:

Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.
Mateo 11:28

 

¿No es una maravillosa invitación? Nuestra maestra dice que el Señor Jesús quiere que todos vayamos a Él. Por eso dijo Cristo: “Al que a mí viene, no le echo fuera”. ¡No sabe usted cuán bueno es el Señor! Quien desea ir al cielo puede hacerlo, pues la puerta aún está abierta. Lo dice la Biblia, y ella es la Palabra de Dios.

–¡Ay! ¿Y qué sabes tú de eso? –repuso el enfermo dudoso. Pero luego, tras meditarlo, añadió–: A lo mejor ese libro dice verdad, porque, eso sí ha cambiado por completo a mi pequeña Laura. Ya no está como antes, triste y amargada por su desgracia; es como un rayo de sol que entró en esta casa tan sombría.

–Y también puede ser como un rayo de sol en su corazón –le dijo Antonia.

El enfermo sorprendido reconoció:

–Sí, a lo mejor; pero… –No quiso terminar su frase, pero pensó para sí: «Soy un pecador, he quebrantado tantas veces los mandamientos».

Desde hacía algún tiempo, viendo que sus fuerzas iban declinando día tras día, Juan Villanueva se inquietaba. El pensamiento de la muerte y de la eternidad lo turbaba terriblemente. Al principio, no quiso reconocerlo; pero ahora se daba cuenta de que, en realidad, no se había preocupado nunca por el estado de su alma. El pecado endurece, y la conciencia que uno manda callar continuamente acaba por enmudecer. Ahora, le parecía como si empezara a despertar de un largo sueño de indiferencia mortal. Se sentía tan pecador, tan ignorante, tan incapaz de hacer el menor bien, que a veces estaba casi desesperado.

Era evidente que Juan Villanueva no podía descubrir el estado de su alma a esas niñas; pero Dios se valió de ellas para despertarle a la realidad. Terminada la sabrosa comida, las dos amigas se marcharon, pero sus palabras seguían hallando eco en el corazón del atribulado hombre.

Al día siguiente Isabel volvió con su madre. Esta era una mujer sensata y muy amable; había tenido a su marido enfermo durante mucho tiempo y, por lo tanto, tenía bastante experiencia en estas cosas. Habló afectuosamente con Juan Villanueva; le recomendó al excelente médico, el doctor López, y le dijo que este vendría a visitarle. Además, aprovechó para hablarle de otro Médico, quien no solo podía curar su cuerpo, sino sanarle espiritualmente y limpiarle de todo pecado. Hablaron largo rato; luego, cuando la señora de Robles se despidió, Juan Villanueva le suplicó que dejara un poco más a Isabel para que con Laura le leyesen unos pasajes de la Palabra de Dios.

Así lo hicieron con alegría y experimentaron cuán dulce es hablar de Jesús a un alma que le busca.

–¿Quiere que le leamos un Salmo muy hermoso? –preguntó Isabel–; escuche este:

 

Bendice, alma mía, al Señor, y bendiga todo mi ser su santo nombre. Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus beneficios. Él es quien perdona todas tus iniquidades, el que sana todas tus dolencias….
Salmo 103:1-3

 

El enfermo escuchaba con creciente atención y las palabras que oía iban penetrando en lo más hondo de su alma.

“Misericordioso y clemente es el Señor; lento para la ira, y grande en misericordia… no ha hecho con nosotros conforme a nuestras iniquidades, ni nos ha pagado conforme a nuestros pecados. Porque como la altura de los cielos sobre la tierra, engrandeció su misericordia sobre los que le temen…”. La semilla iba cayendo en buena tierra.

Al día siguiente, qué sorpresa se llevó Juan Villanueva al ver llegar al doctor López. El gran especialista lo examinó detenidamente, luego le recetó unas medicinas nuevas y añadió:

–Siga este tratamiento durante quince días; luego, si se siente bastante fuerte, venga a mi consultorio. Aquí tiene la dirección. ¡Ah! y de ser posible, le convendría pasar una temporada fuera, en un clima de altitud. ¡Hasta pronto, señor Villanueva!

El enfermo no paraba de agradecerle, y el médico se despidió con una sonrisa.

Pasaron los quince días y, entre los cuidados de unos y las nuevas medicinas de otros, Juan Villanueva experimentó cierta mejoría que se fue afianzando lentamente. Su tos desaparecía poco a poco y él iba recobrando las fuerzas.

–Madre –exclamó Isabel–, vi al padre de Laura bastante mejorado. El médico dice que si se cuida, podría sanarse completamente… ¡Cuánto me alegro!

La señora de Robles compartía la alegría de su hija.

–Aún no es todo, mamá; escucha esto: ¡el padre de Laura está aprendiendo a leer! De pequeño no pudo ir a la escuela y más tarde tuvo que trabajar. ¡Pero si vieras cómo se esfuerza para descifrar algunas palabras del Nuevo Testamento! Laura le ayuda en lo que puede y hay un vecino, un maestro de escuela retirado, que pasa de vez en cuando para ver cómo adelanta. Sí que es raro ver a un hombre mayor deletrear, ¿verdad? Además, Laura dice que es mucho más amable y cariñoso que antes y que ya no dice palabras feas.

–Ya ves, nunca hay que cansarse de hacer el bien –repuso la señora de Robles.