¿Quién es mi prójimo?

Capítulo 7

Aquella semana trajo gratas sorpresas para Juan Villanueva. Primero, recibió una carta de la casa de reposo, situada en la Sierra de Valdelaguna, anunciándole que, debido a las diligencias del doctor López, le otorgaban una estancia gratuita durante un mes. El enfermo, profundamente conmovido, se alegró mucho; pero pensaba: «¿Y cómo hallaré el dinero para trasladarme y para comprar el mínimo de ropa que necesito?».

Por la tarde del mismo día, cuando aún seguía meditando en ese problema, llamaron a la puerta. Laura abrió y se quedó sorprendida:

–¡Hola, Felipe y Daniel! ¿Qué os trae por aquí?

–¡Hola! ¿Se puede?

–¡Claro que sí! ¿qué queréis?

–Ver a tu padre.

Fueron presentados ante el enfermo; pero, tras saludarle y preguntar por su salud, se quedaron sin añadir palabra alguna. Después de un largo silencio el más joven se atrevió a decir:

–¡Habla tú, Felipe!

–No, mejor que lo hagas tú…

Juan Villanueva los miraba con una sonrisa entre divertida e interrogativa.

–Mire, somos compañeros de la escuela dominical de Laura y nos enteramos de que usted estaba muy malo.

–Sí, y hemos orado mucho por usted –interrumpió Daniel.

–Se los agradezco mucho.

 

–Pensamos que seguramente usted estaría mejor en la Sierra –continuó Felipe–, respirando el aire puro de los pinos, y… le hemos traído esto.

 

Esto era un grueso sobre blanco escrito con letra infantil: «Para el señor Villanueva».

–Pero… –quiso objetar el enfermo–, muchachos, yo…

Pero no le dieron la ocasión de seguir, ni de darles las gracias, y se despidieron rápidamente. Laura los acompañó hasta la puerta, mientras Juan Villanueva daba vueltas al sobre sin atreverse a abrirlo. Por fin lo hizo. Contenía unos billetes grandes, muchos pequeños y bastantes monedas; lo suficiente para pasar otro mes en la Sierra y pagarse el viaje de ida y vuelta. Era el dinero que, entre todos los chicos, con mucho esfuerzo habían logrado reunir.

Tres días más tarde, don Juan salió para Valdelaguna, en busca de una curación definitiva y con el alma impresionada por la bondad del Dios que tanto tiempo había ignorado. Entre la ropa de su maletín, llevaba un Nuevo Testamento de letra grande, el cual leía a diario.

Pasaron los días y las semanas; pronto llegó el verano y con él las ansiadas vacaciones. A causa del calor y sobre todo debido a que muchos se marchaban al campo, a la montaña o al mar, se suspendió la escuela dominical, desde fines de junio hasta los primeros días de septiembre.

Aunque en toda despedida hay algo de tristeza, la última clase resultó muy interesante y animada. Leyeron la historia de Naamán, general del ejército de Siria. Era todo un personaje: rico, poderoso, valiente, temido por sus enemigos y respetado por todos. Pero tenía una enfermedad incurable: era leproso. La señorita Vázquez habló a los niños de ese terrible mal, la lepra –figura del pecado– y les relató cómo, por el claro testimonio de una muchacha del pueblo de Dios, Naamán halló una curación milagrosa. Antes, quiso curarse con medios equivocados, buscando las recomendaciones de quienes no podían salvarle. Pero cuando creyó la palabra de Eliseo, varón de Dios, y obedeció sumergiéndose siete veces en el río Jordán, “su carne se volvió como la carne de un niño, y quedó limpio” (2 Reyes 5:1-14). Así, cuando uno obedece la Palabra de Dios y acude arrepentido al Señor, la sangre de Cristo lo limpia de todo pecado.

–¿Veis lo que puede hacer un niño o una niña? –concluyó la maestra–. Recordad a aquel muchacho que trajo a Jesús cinco panes y dos peces para que alimentara a la multitud, así como el limpio testimonio de José y del profeta Daniel desde que eran jóvenes. Vosotros no sois capaces de enseñar, pero podéis llevar a la gente a los pies del único Maestro.

–¡Ah! eso es lo que hizo Isabel conmigo –pensó Laura–, y ¡cuán bueno fue!

–Tal vez no lográis explicar muchas cosas, pero podéis convidar a las almas sedientas para que vengan a oír las Buenas Nuevas de salvación.

Después de un último coro y de la oración todos se despidieron de la señorita Vázquez, a quien entregaron un pequeño obsequio en señal de afecto y gratitud.

–¡Lástima que eso termina! –dijo Emilio.

–Sí, pero… ¡vamos a tener vacaciones!

–¿A dónde vas tú, Felipe?

–A Quintanilla, un pueblo de la Sierra donde hay mucha agua y truchas.

–¿Y tú, Daniel?

–Pues… a Quintanilla también.

–¡Claro! ¡si sois inseparables!

Y así, todos se separaron. Ana y Antonia se iban al mar, como cada año. Emilio pasaría un mes en el campo, en casa de sus abuelos, mientras que Sofía y Amelia marchaban con sus padres a las playas de Levante.

También había quienes se quedaban en casa, como por ejemplo Pedro; debía ayudar a sus padres en la tienda de comestibles; Laura tenía que cuidar a Regina y a Sara. En cuanto a Elena e Isabel, tal vez pasarían un mes en casa del abuelo Pedro, quien las había invitado expresamente.

¿Y Juan Villanueva? ¿Qué había sido de él? Huelga decir que al cabo de seis semanas en Valdelaguna había experimentado una notable mejoría. Había engordado bastante, tenía buenos colores y la mirada más alegre. Así pudieron comprobarlo el abuelo Pedro e Isabel cuando fueron a visitarlo (Elena prefirió quedarse con su abuela).

Pero don Juan no solo había mejorado físicamente, sino que también había cambiado interiormente. La paciente lectura de la Palabra de Dios, meditada diariamente frente a las maravillas de la naturaleza, había producido su fruto: el señor Villanueva era otro hombre; había confesado sus pecados al Señor Jesús y creía en su obra.

–Mire, don Pedro –le decía a la visita–, al leer el evangelio según Juan por tercera vez fue cuando vi la luz. Antes de venir a Valdelaguna, ya estaba convencido de ser pecador y merecedor del justo juicio de Dios. ¡Ah, cuántas veces habré ofendido al Señor santo! Pero, si bien es cierto que el peso de mis pecados me abrumaba, tampoco encontraba alivio; no tenía paz, ni sosiego. Hasta que mis ojos se fijaron en este pasaje:

De cierto, de cierto os digo: El que oye mi palabra, y cree al que me envió, tiene vida eterna; y no vendrá a condenación, mas ha pasado de muerte a vida
(Juan 5:24).

Miré al Señor crucificado por mis pecados, clavado por mis rebeliones, y hallé la paz. ¡Sea su nombre bendito para siempre!

Como todas las cosas, el verano acabó. La vida volvió a su rutina habitual y el otoño se presentó lluvioso y desapacible.

Ya había vuelto a empezar la escuela dominical cuando una tarde Laura se extrañó mucho de no ver a Isabel, ni a Elena. Las hermanas Robles nunca faltaban; aunque lloviera o hiciera mucho frío, se las veía llegar riéndose debajo de un gran paraguas negro, o con abrigo y bufanda de lana y la nariz colorada como un pimiento. Siempre llegaban; mientras que esta vez…

–Oye, Ana, ¿sabes qué ha pasado a Isabel y Elena? –inquirió Laura.

–Me parece que están en cama con la famosa gripe.

Efectivamente, la peligrosa gripe asiática había atacado a las dos hermanas; se extendía por toda la ciudad, y ya había dejado numerosas víctimas.

El estado de Isabel preocupaba mucho a su madre. Se sentía agotada; además de su trabajo de costura, debía atender día y noche a las enfermas. Angustiada, la señora de Robles se preguntaba si podría aguantarlo mucho tiempo aún. De nada le valía pedir ayuda a las vecinas, porque unas tenían a sus propios hijos enfermos, otras no querían hacerlo por temor al contagio. Y como si fuera poco, sentía en su cansado cuerpo los primeros síntomas de la terrible gripe. ¿Qué hacer? Entonces se acordó de aquel pasaje bíblico:

Por nada estéis afanosos, sino sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias
(Filipenses 4:6).

Lo que no pudo pedir a los hombres, estuvo suplicándolo a Dios en oración.

Ignorando todo eso y muy afectada por la enfermedad de su amiga, Laura no descansó hasta que su madre la acompañó a casa de Isabel. Llamaron, pero nadie abrió. ¿Qué habría sucedido? Con las dos niñas postradas en cama, no podían haber salido. Volvieron a llamar. Laura estaba inquieta. Finalmente, la puerta se abrió y la señora de Robles las hizo pasar.

Enterada de la situación, la mamá de Laura –deseosa de devolver cualquier favor a esa familia que les había hecho tanto bien –se ofreció para velar a las enfermas por la noche, mientras que Laura pasaría el día con ellas para darles las medicinas y ayudar en los trabajos caseros. Como ella ya había pasado la gripe, no había ningún temor de contagio.

Al principio, la señora de Robles no quiso aceptarlo. Pero luego, pensándolo mejor, vio en esa oferta desinteresada la respuesta a sus oraciones.

–Pero, ¿no está usted agotada por su trabajo diario?

–¡De ningún modo, señora! Gracias a Dios, he encontrado un puesto en un almacén, y ahora, me canso menos y gano algo más –contestó la madre de Laura–. Juan, quien volvió curado de la Sierra, si bien no puede trabajar en la construcción aún, se ocupa en casa, haciendo muñecos de trapo. Se venden bastante bien. ¡Ah! Es un hombre nuevo; no sabe usted cuán agradecida le estoy.

Laura, muy agradecida también, cumplió perfectamente su papel de enfermera. Cuando cuidaba de las dos enfermas, era tan dulce y amable que Elena, presa de remordimientos, se volvía a menudo intranquila e irritable. Pero aquella niña lisiada, a quien había humillado y despreciado tantas veces acabó ganándola con tanta bondad. Hasta que un día, ya mejoradas ambas hermanas, Elena, tras un duro combate consigo misma, le pidió perdón.

–Anda, eso no tiene importancia –le contestó Laura–, ¿no dice la Biblia que debemos perdonarnos, así como Cristo perdonó todos nuestros pecados?

Elena e Isabel tuvieron que convalecer durante cierto tiempo; sin embargo, la enfermedad había producido fruto en el alma de la mayor.

–Oye, Isabel.

–¿Qué?

–¿Sabes que solamente ahora he comprendido esa pregunta?

–¿Cuál?

–Pues… la que el intérprete de la Ley hizo a Jesús:

 

¿Y quién es mi prójimo?