La lucha
La epístola a los Efesios termina con un llamativo pasaje, donde se nos presenta la lucha cristiana. Esta lucha no es el ejercicio de alma que podemos atravesar cuando buscamos comprender y asir la verdad. Se da por sabido que conocemos y apreciamos las maravillosas verdades de la epístola, y la lucha surge del esfuerzo desplegado para guardar y mantener estas verdades frente a todos los poderes opuestos.
En el curso de la epístola, el apóstol desarrolló ante nuestros ojos lo referente a nuestro llamamiento celestial, la herencia de la gloria a la que estamos predestinados, el misterio de la Iglesia y la vida práctica que resulta de estas verdades. Pero cuando nos proponemos penetrar en nuestras bendiciones celestiales y andar de acuerdo con ellas, inmediatamente descubrimos que todo el poder de Satanás se despliega contra nosotros. En su odio contra Cristo, el diablo procura robarnos la verdad y, si no lo logra, trata de que el nombre de Cristo sea deshonrado e intenta desacreditar la verdad, produciendo un derrumbamiento moral en aquellos que la retienen con firmeza. Cuanto más grande sea nuestro conocimiento de la verdad, tanto más deshonraremos el nombre de Cristo si flaqueamos y dejamos que obre la carne. Debemos, pues, estar listos para enfrentar la lucha. Y sepamos que cuanto más nos atengamos a la verdad, más severa será la lucha.
Para que estemos preparados para esta lucha, se nos presentan tres cosas: en primer lugar, la fuente de nuestra fuerza; luego el carácter del enemigo contra quien luchamos; y, finalmente, la armadura que se nos provee para que podamos resistir los asaltos del enemigo.
Versículos 10
El apóstol nos conduce a considerar en primer lugar el poder que obra para con nosotros, y describe en segundo lugar el poder que obra contra nosotros. Para enfrentar esta lucha, siempre debemos recordar que toda nuestra fuerza está en el Señor; por eso Pablo dice: “Fortaleceos en el Señor, y en el poder de su fuerza”. A menudo tenemos dificultad para darnos cuenta de que no tenemos fuerza en nosotros mismos. Por naturaleza, nos gustaría ser fuertes en número, fuertes en dones o fuertes con el poder que se puede ver en algún enérgico líder, pero nuestra única y verdadera fuerza está “en el Señor y en el poder de su fuerza”.
La oración que leemos en el capítulo 1, nos presenta el poder de la fuerza de Dios. Cristo fue resucitado de entre los muertos y colocado a la diestra de Dios en los lugares celestiales, “sobre todo principado y autoridad y poder y señorío, y sobre todo nombre que se nombra, no solo en este siglo, sino también en el venidero” (cap. 1:21). De manera que esa –dice el apóstol– es “la supereminente grandeza de su poder para con nosotros los que creemos” (cap. 1:19). El poder que obra contra nosotros es infinitamente más grande que nuestro propio poder, pero el poder que obra para con nosotros es un poder superior, el cual sobrepasa a todo poder que se nos opone. Además, Aquel que tiene el poder supremo es el que posee “inescrutables riquezas” y quien nos ama con un amor que “excede a todo conocimiento” (cap. 3:8, 19).
En el pasado, a Gedeón se lo preparó para el combate, primeramente con estas palabras: “Jehová está contigo”; luego recibió la exhortación: “Ve con esta tu fuerza”. La familia de Gedeón podía ser la más pobre en Manasés, y él mismo el menor en la casa de su padre; pero, ¿qué importaba la pobreza de Gedeón o su debilidad, si el Señor, que es rico y poderoso, era por él y con él? (Jueces 6:12-15). Así también, más adelante, Jonatán y su paje de armas pudieron enfrentar a un gran ejército, mediante el poder del Señor, porque, dijo Jonatán: “No es difícil para Jehová salvar con muchos o con pocos” (1 Samuel 14:6).
Es igual en nuestros días. Con las faltas que arrastramos, la debilidad entre nosotros y la corrupción que nos rodea, necesitamos sentir de manera fresca y renovada la gloria del Señor, el poder del Señor, las riquezas del Señor, el amor del Señor, para avanzar “en el poder de su fuerza”, con el Señor delante de nosotros.
Fuera de Cristo, no tenemos ningún poder. El Señor dice: “Separados de mí nada podéis hacer”; pero el apóstol declara: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Filipenses 4:13). Sólo si nuestras almas permanecen en secreta comunión con Cristo, podremos servirnos del poder que está en Él. Siendo así, todo el poder de Satanás intentará desviar nuestras almas de Cristo y tratará de impedir que nos alimentemos de Él y que andemos en comunión con Él. Quizás intente privarnos de la comunión con Cristo, entrometiéndose en nuestros quehaceres y obligaciones diarias, o a través de la enfermedad y la debilidad del cuerpo. Puede aprovecharse de las dificultades que se presentan en nuestro camino, de las disputas entre los hijos de Dios o de los mezquinos insultos que tenemos que soportar, para deprimir nuestros espíritus o inquietar nuestras almas. Pero si en lugar de permitir que estas cosas se interpongan entre nuestra alma y el Señor, aprovechamos esas ocasiones para acercarnos a Él, aprenderemos lo que es ser fuertes en el Señor, recordando a la vez nuestra propia debilidad; y descubriremos la bienaventuranza de estas palabras: “Echa sobre Jehová tu carga, y él te sustentará” (Salmo 55:22).
Versículos 11-12
Primeramente somos exhortados a recordar que nuestra lucha no es contra carne y sangre. El diablo ciertamente puede servirse de hombres y mujeres para oponerse al creyente y negar la verdad, pero nosotros debemos mirar más allá de los instrumentos y discernir quién los utiliza. En Filipos, una mujer, en carne y sangre, se opuso a Pablo, pero él pudo discernir el mal espíritu que animaba a la mujer y, en el poder del nombre de Jesucristo, trabó una lucha contra el poder espiritual de maldad y dirigiéndose al espíritu le mandó que saliera de ella (Hechos 16:16-18).
También un verdadero discípulo, en carne y sangre, se opuso al Señor. Se trata de Pedro, quien, frente a los sufrimientos del Señor, dijo: “Señor, ten compasión de ti; en ninguna manera esto te acontezca”; pero el Señor, sabiendo que detrás del instrumento obraba el poder de Satanás, pudo decir: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!” (Mateo 16:22-23).
La lucha, pues, es contra Satanás y sus huestes, cualesquiera que sean los instrumentos que utilice. Los principados y potestades son seres espirituales que tienen una posición de dominio, con poder para ejecutar su propia voluntad. Estos seres pueden ser buenos o malos; aquí son seres malos y parece ser que su maldad toma una doble dirección. En cuanto al mundo, ellos son los “gobernadores de las tinieblas de este siglo (o mundo)”; en lo que respecta a los cristianos, son las “huestes espirituales de maldad en las regiones celestes”.
El mundo está en tinieblas e ignora a Dios; y estos seres espirituales gobiernan y dirigen las tinieblas del paganismo, la filosofía, la falsamente llamada ciencia y la incredulidad, así como las supersticiones, las corrupciones y el modernismo de la cristiandad. El creyente es llevado a la luz y bendecido con toda bendición espiritual en los lugares celestiales. De manera que se enfrenta a una oposición de carácter religioso dirigida por seres espirituales que tratan de arrebatarle la verdad de su llamamiento celestial, intentan seducirlo para arrastrarlo a un camino que lo lleve a negar la verdad o para que tome una conducta que no concuerda con ella.
Además, se nos instruye en cuanto al carácter de esta oposición. Esta no se manifiesta simplemente mediante la persecución o la directa negación de la verdad; se trata de una oposición mucho más sutil y peligrosa, descrita como “las asechanzas (o artimañas) del diablo”. Una artimaña es algo que parece atractivo e inocente; sin embargo, desvía al alma del sendero de la obediencia. ¡Cuán a menudo, en estos días de confusión, el diablo trata de arrastrar a los que poseen la verdad a alguna senda equivocada, pero que al principio parece tan poco desviada del verdadero camino, que permite que a cualquiera que quisiera objetar algo contra tal desvío se lo tome por alguien demasiado quisquilloso! Podemos formularnos a nosotros mismos una simple pregunta, mediante la cual puede ser detectada toda artimaña del diablo: «Si sigo este camino, ¿a dónde me llevará?»
Cuando el diablo le sugirió al Señor que saciara su hambre convirtiendo las piedras en pan; dicha sugerencia parecía algo muy inocente; sin embargo, era una artimaña que lo habría conducido fuera del sendero de la obediencia a Dios y a una negación de la palabra que dice: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4).
Para desviar de la verdad del Evangelio a los creyentes de Galacia, el diablo se sirvió de la ley y la usó como una artimaña para enredarlos en la trampa de la autosuficiencia legalista. Para desviar de la verdad referente a la Iglesia a los santos de Corinto, el diablo empleó al mundo como una artimaña para que sintiesen una carnal complacencia de sí mismos. Para desviar de la verdad acerca del misterio a los santos de Colosas, el diablo recurrió a las artimañas de las “palabras persuasivas”, las “filosofías” y la superstición, para atraparlos en el lazo de la exaltación religiosa. Estas son las mismas artimañas con las cuales tenemos que enfrentarnos nosotros.
Versículo 13
En esta lucha, una armadura humana no sirve para nada. Sólo “la armadura de Dios” hará que podamos resistir al diablo. En esta lucha no sirven ni los recursos humanos, ni las capacidades naturales, ni la fuerza del carácter natural. La confianza en tal armadura puede conducirnos a reñir combate al enemigo, pero solamente para sufrir una derrota. El apóstol Pedro lo experimentó cuando, al confiar en su propia fuerza, trabó una lucha, solo para caer, negando al Señor frente a una criada. Es cierto que Dios puede servirse de las capacidades y la erudición humanas; aquí, sin embargo, no se trata de lo que Dios emplea para su servicio, sino más bien de lo que Dios nos ha dado como armas para la lucha contra las artimañas del enemigo. El enemigo contra quien tenemos que luchar no es carne y sangre, y “las armas de nuestra milicia no son carnales” (2 Corintios 10:4).
Además, en esta lucha, necesitamos “toda la armadura de Dios”. Si falta una pieza, muy pronto Satanás sabrá detectar su ausencia y nos atacará en el punto vulnerable.
Finalmente, debemos “tomar” la armadura, es decir, revestirnos con ella. El hecho de que seamos creyentes, de ningún modo quiere decir que, simplemente por ello, estemos revestidos de la armadura. La armadura está preparada para el creyente, pero este tiene que revestirse de ella. No basta con mirar la armadura, admirarla o ser capaces de describirla; es necesario que nos revistamos de “toda la armadura de Dios”.
A continuación aprendemos que la armadura nos es necesaria para resistir en “el día malo”. En un sentido general, para el creyente, todo el período de la ausencia de Cristo es un “día malo”. Sin embargo, hay ocasiones en que el enemigo lanza ataques especiales contra los hijos de Dios, tratando de despojarlos de verdades substanciales. Para los hijos de Dios, tales ataques constituyen un “día malo”. Para resistir, necesitamos estar revestidos de toda la armadura de Dios. Sería demasiado tarde si quisiéramos hacerlo en medio de la lucha.
Necesitamos la armadura para “resistir” y para “estar firmes”. Después de haber resistido la ofensiva del enemigo, manifestada en un ataque particular, aún necesitamos la armadura para permanecer a la defensiva. “Habiendo acabado todo”, todavía necesitamos nuestra armadura para “estar firmes”. A menudo estamos expuestos a un mayor peligro cuando alcanzamos alguna notable victoria, porque es más fácil ganar una posición que retenerla. Una vez que nos hemos revestido de la armadura, no podemos desvestirnos de ella y estar seguros, mientras las huestes espirituales de maldad estén en las regiones celestes y nosotros estemos en la escena donde Satanás despliega sus asechanzas.
Si contamos la oración como una parte de la armadura, encontramos que esta está compuesta por siete piezas distintas.
Versículo 14
Tenemos que estar firmes, habiendo ceñido nuestros lomos con la verdad. Espiritualmente, esto nos enseña que nuestros pensamientos y afectos deben mantenerse sujetos, afirmados, mediante la verdad, es decir, gobernados por ella. Al aplicarnos la verdad a nosotros mismos y juzgar por ella todos los pensamientos y movimientos del corazón, no solamente seremos librados de las internas aspiraciones de la carne, sino que también nuestros afectos estarán modelados de acuerdo a la verdad; de esta manera, tendremos un espíritu humilde y nuestros afectos puestos en las cosas de lo alto.
La primera pieza de la armadura fortalece al hombre interior y regula nuestros pensamientos y afectos más bien que nuestra conducta, nuestras palabras y caminos. A menudo hacemos grandes esfuerzos para guardar un correcto comportamiento exterior hacia los demás, mientras que, al mismo tiempo, no prestamos atención a nuestros pensamientos y afectos. Si queremos resistir las artimañas del enemigo, necesitamos comenzar siendo rectos interiormente. El Predicador nos advierte acerca de lo que decimos con nuestros labios, lo que miran nuestros ojos y el camino que transitan nuestros pies; pero, en primer lugar, dice: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón” (Proverbios 4:23-27). Santiago nos dice: “Si tenéis celos amargos y contención en vuestro corazón, no os jactéis, ni mintáis contra la verdad” (Santiago 3:14). Las contiendas entre hermanos empiezan en el corazón y tienen su raíz en los “celos amargos”. Cuando la verdad gobierna los afectos, se pueden juzgar las contiendas, los celos amargos y otras tristes manifestaciones de la carne, y si juzgamos estas cosas, seremos capaces de resistir las artimañas del diablo en el día malo.
Por desgracia, muy a menudo el día malo nos sorprende sin que estemos preparados. Nos olvidamos de ponernos el cinturón de la verdad, de manera que, si surge una repentina provocación, obramos según la carne; y cuando somos agraviados, devolvemos el agravio; amenazamos, en lugar de sufrir con paciencia. Tomemos la precaución de ceñirnos con el cinturón de la verdad, para que de manera habitual podamos andar con los pensamientos y afectos gobernados por ella.
Con la segunda pieza de la armadura, pasamos a considerar nuestra conducta práctica. La justicia práctica en un creyente se expresa mediante un andar coherente con la posición y las relaciones en que se encuentra establecido. No podemos resistir al enemigo con una conciencia que nos acuse de un mal no juzgado en nuestros caminos y asociaciones. No podemos defender la verdad si la negamos en la práctica. Habiéndonos vestido con la coraza y, por lo tanto, manifestando la justicia práctica en nuestro andar, no tendremos temor cuando seamos llamados a enfrentar al enemigo en el día malo.
Versículo 15
El resultado de la justicia práctica es un andar en paz. El evangelio de la paz que hemos recibido nos prepara para andar en paz en medio del desasosiego del mundo. Si la verdad gobierna nuestro corazón y en la práctica nuestros caminos están en armonía con la verdad, podremos andar en este mundo con paz en el alma y lograremos afrontar el día malo con un espíritu de paz y serenidad. No seremos indiferentes a los disturbios que se ven en este mundo, pero tales acontecimientos no nos afectarán, ni nos llenarán de ansiedad. Cuando la Escritura habla del hombre natural, lo hace con los siguientes términos: “Y no conocieron camino de paz” (Romanos 3:17), pero los que tienen “calzados los pies con el apresto del evangelio de la paz”, se caracterizan por la paz, incluso en medio de la lucha.
Versículo 16
Por necesarios que sean el cinturón de la verdad para controlar nuestros pensamientos y afectos, la coraza de justicia para mantener nuestra conducta en la justicia práctica, y el calzado para caminar en paz a través de este mundo, para la lucha nos hace falta aún algo más. “Sobre todo”, necesitamos el escudo de la fe, para protegernos de los dardos de fuego del maligno. Aquí, la fe no es la recepción del testimonio de Dios acerca de Cristo, para que seamos salvos, sino la cotidiana fe y confianza en Dios, que nos dan la seguridad de que Dios está de nuestra parte. Bajo el peso de las diversas pruebas que nos abruman, ya se trate de circunstancias, enfermedad, duelo o de las numerosas dificultades que constantemente surgen entre el pueblo de Dios, el enemigo tratará de ensombrecer nuestras almas con la horrible insinuación de que, después de todo, Dios es indiferente y que no podemos contar con Él. En la obscura noche en que los discípulos tuvieron que afrontar la tempestad en el lago cuyas olas batían sobre la barca, Jesús estaba con ellos, aunque dormía como si fuese indiferente al peligro que los amenazaba. Fue una prueba para la fe de ellos. Por desgracia, no habían tomado el escudo de la fe, un dardo de fuego traspasó su armadura y les sobrevino el horrible pensamiento de que, después de todo, el Señor no se preocupaba por ellos; por eso lo despertaron y le dijeron: “Maestro, ¿no tienes cuidado que perecemos?” (Marcos 4:37-38).
Un dardo de fuego no es un repentino deseo de satisfacer alguna codicia que proviene de nuestra carne; más bien es una insinuación diabólica que viene de afuera y que suscita una duda en cuanto a la bondad de Dios. Satanás lanzó un dardo de fuego contra Job cuando, en su terrible prueba, su mujer le insinuó: “Maldice a Dios, y muérete”. Job apagó este dardo inflamado, mediante el escudo de la fe, cuando dijo: “¿Recibiremos de Dios el bien, y el mal no lo recibiremos?” (Job 2:9-10). El diablo se sirve aún de las circunstancias difíciles de la vida en su intento por quebrantar nuestra confianza en Dios y apartarnos de Él. La fe se vale de esas mismas circunstancias para acercarse a Dios y, de ese modo, triunfar sobre el diablo. Satanás también puede tratar de infiltrar en nuestra mente algún pensamiento abominable, alguna infiel insinuación que arde en el alma y obscurece la mente. Tales pensamientos no pueden extinguirse mediante razonamientos humanos o apoyándose en “sentimientos” o “experiencias”, sino mediante la simple fe en Dios y en su Palabra.
Versículo 17
Con el yelmo colocado, el creyente puede levantar osadamente la cabeza frente al enemigo. Al resistir por la fe los dardos de fuego del maligno, en nuestras circunstancias difíciles descubrimos que Dios está de nuestra parte y que nos libra, no solo de las pruebas, sino también, como a los discípulos en la tempestad, a través de las pruebas. Esto nos animará a avanzar con coraje y energía, conscientes de que Dios es el Dios de nuestra salvación, y que Cristo puede salvarnos perpetuamente, a pesar de nuestra propia debilidad (Hebreos 7:25).
Se dice claramente que esta pieza de la armadura es la Palabra de Dios; y, sin embargo, no se trata de la Palabra sola, sino de la Palabra utilizada en el poder del Espíritu. Es el arma ofensiva por excelencia. Si no nos hemos revestido de la armadura que regula nuestros pensamientos interiores y nuestro andar exterior, y que nos afirma en la confianza en Dios, no estaremos en buena condición para manejar la espada del Espíritu. Cuando la Palabra de Dios se emplea en el poder del Espíritu contra el enemigo, es irresistible. El Señor resistió mediante la Palabra de Dios, utilizada en el poder del Espíritu, cada ocasión en que fue tentado por las artimañas diablo. “Escrito está”, desenmascaró y venció al diablo. Si la Palabra de Dios permanece en nosotros, ella es nuestra fuerza. Por eso el apóstol Juan puede decir de los jóvenes: “Sois fuertes, y la palabra de Dios permanece en vosotros, y habéis vencido al maligno (1 Juan 2:14).
Alguien dijo: «Nuestro deber es obrar según la Palabra, pase lo que pase; el resultado demostrará que la sabiduría de Dios estaba en ello». El que usa la Palabra puede ser débil y tener poca inteligencia natural, pero comprobará que la Palabra de Dios es viva y eficaz, y que mediante ella se descubre toda estratagema del enemigo.
Versículos 18-20
Después de describir la armadura y habernos advertido que nos revistamos de ella, el apóstol concluye exhortándonos a orar. Aunque la armadura es perfecta, no se nos ofrece para que seamos independientes de Dios. Puede usarse correctamente solo si lo hacemos con un espíritu de dependencia hacia Aquel que la proveyó.
El Señor nos exhorta a “orar siempre, y no desmayar” (Lucas 18:1); y Pablo quiere que “los hombres oren en todo lugar” (1 Timoteo 2:8). Aquí se nos exhorta a orar “en todo tiempo”. La oración es la constante actitud de nuestra dependencia de Dios. Debemos orar en todas las circunstancias y en todo lugar. Pero la oración puede llegar a convertirse en una mera expresión formal de necesidad; por ello está ligada a la “súplica”, que es el fervoroso clamor del alma consciente de su necesidad. Además, la oración debe ser hecha bajo la dirección del Espíritu y estar acompañada con la fe que espera la respuesta de Dios. Cuando Pedro estaba en la cárcel, “la iglesia hacía sin cesar oración a Dios por él”, pero aparentemente no estuvo “velando en ello con toda perseverancia”, porque cuando Dios respondió a sus oraciones, tuvieron dificultad para creer que Pedro estaba libre. Además, la oración en el Espíritu abarcará a “todos los santos”; y, con todo, también se ofrecerá por la necesidad de un siervo en especial. De modo que el apóstol exhorta a los santos en Éfeso, no solo a orar “por todos los santos”, sino también por él.
A través de todos los siglos, los santos necesitaron la armadura de Dios, pero en estos postreros días, cuando “las tinieblas de este siglo (mundo)” se hacen más densas, las “asechanzas del diablo” se multiplican y la cristiandad se vuelve al paganismo y a la filosofía, cuán importante es tomar toda la armadura de Dios, para poder “resistir en el día malo, y habiendo acabado todo, estar firmes”.
Permanezcamos, pues, firmes:
Con nuestros lomos ceñidos con la verdad, para ser guardados interiormente en rectitud de pensamiento y afecto.
Vestidos con la coraza de justicia, para ser consecuentes en toda nuestra vida práctica.
Calzados nuestros pies con el apresto del evangelio de la paz, para andar en paz en medio de un mundo lleno de discordias, luchas y confusión.
Embrazando el escudo de la fe, para andar cada día con confianza en Dios.
Tomando el yelmo de la salvación, para experimentar que Dios hace que todas las cosas obren para nuestro bien y nuestra salvación.
Empuñando la espada del Espíritu, por medio de la cual podremos repeler todos los sutiles ataques del enemigo.
Finalmente, “orando en todo tiempo”, para poder servirnos de la armadura con un espíritu de constante dependencia de nuestro Dios.
H. Smith