El propósito de Dios en Cristo
En el capítulo 1 se nos presenta la revelación del propósito de Dios respecto a Cristo y su Iglesia. En los capítulos siguientes descubriremos los caminos llenos de la gracia de Dios para formar la Iglesia. Pero primeramente se nos revela el propósito de Dios con miras a la eternidad, a fin de que, mientras permanecemos en el tiempo, podamos penetrar en sus caminos con entendimiento.
Después de los versículos introductorios, leemos, en primer lugar, acerca del llamamiento de Dios, quien revela su propósito a aquellos que componen su Iglesia (v. 3-7). En segundo lugar, tenemos la revelación de la voluntad de Dios para la gloria de Cristo como Cabeza de toda la creación, y la bendición de la Iglesia asociada a Cristo (v. 8-14). En tercer lugar tenemos la oración del apóstol para que comprendamos la grandeza del llamamiento de Dios, la gloria de la herencia, y la supereminente grandeza del poder con que opera el propósito de Dios para introducir a los creyentes en la herencia.
Versículos 1-2
El apóstol está a punto de revelar los grandes secretos de la voluntad y del propósito de Dios, y por ello puntualiza y les recuerda a los santos que él es “apóstol de Jesucristo por la voluntad de Dios”. No es enviado por el hombre, como siervo del hombre, para exponer la voluntad del hombre. Él está divinamente dotado y es enviado por Jesucristo, de acuerdo a la voluntad de Dios, para revelar la voluntad de Dios. Además se dirige a los creyentes de Éfeso llamándolos “santos y fieles en Cristo Jesús”, demostrando con ello que en la asamblea de Éfeso predominaba una condición espiritual, caracterizada por la fidelidad al Señor, que los tenía preparados para recibir estas profundas comunicaciones. Es posible que una compañía de creyentes se caracterice por mostrar mucho celo y actividad; no obstante, puede estar en falta en cuanto a la fidelidad al Señor. De hecho, esta última fue la condición en la que, algunos años después, cayó esta misma asamblea de Éfeso; de manera que a pesar del celo que mostraba y del trabajo que ella realizaba, el Señor tiene que decirle: “Tengo contra ti, que has dejado tu primer amor… has caído” (Apocalipsis 2:4-5). En la época en que el apóstol les escribió, ellos, como compañía, aún se caracterizaban por su fidelidad al Señor.
Si queremos sacar provecho de esta epístola, además de una buena condición del alma, necesitaremos de “gracia” y “paz” de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo; cosas que el apóstol deseaba para estos santos.
Versículo 3
Inmediatamente después de los versículos introductorios, el apóstol se explaya acerca de la bendición de los creyentes conforme al propósito de Dios y, por consiguiente, de sus más elevadas bendiciones. En este magnífico pasaje se nos da a conocer la fuente de todas nuestras bendiciones, el carácter de ellas, su origen y el objetivo que Dios se propuso al bendecirnos tan ricamente. Y, sobre todas las cosas, aprendemos que los propósitos de Dios se cumplen por medio de Cristo.
La fuente de todas nuestras bendiciones se encuentra en el corazón del Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. Dios fue perfectamente revelado en Cristo. Como Hombre, en su andar por este mundo, Él manifestó la infinita santidad y el infinito poder de Dios, así como la perfecta gracia y el perfecto amor del Padre. Cuando buscamos el origen de todas nuestras bendiciones, tenemos el privilegio de hallarlo en el corazón de Dios el Padre, revelado de esta manera.
A continuación se nos instruye respecto al carácter de estas bendiciones. El Padre “nos bendijo con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo”. La pequeña palabra “toda” nos habla de la plenitud de nuestras bendiciones. Ni una sola de las bendiciones que Cristo gozó como Hombre nos han sido rehusadas. Hemos sido bendecidos con “toda” bendición espiritual. A pesar de todas las ventajas exteriores que la cristiandad profesante puede conferir a los hombres, permanece incólume la verdad de que las bendiciones cristianas son espirituales y no materiales, como lo eran las del pueblo de Israel. Nuestras bendiciones no son menos reales por el hecho de que tienen un carácter espiritual. La filiación (calidad, posición de hijos), la aceptación (aceptos en Él), el perdón –algunas de las bendiciones que se destacan en este pasaje son bendiciones espirituales– que rebasan en mucho las riquezas de este mundo, pero que, por medio de Cristo, están aseguradas para el más simple de los que creen en Él.
Además, la esfera propia de nuestras bendiciones no se halla en la tierra sino en el cielo. Somos bendecidos “en los lugares celestiales”. En la tierra quizá seamos pobres, pero en el cielo somos ricamente bendecidos. Todas estas bendiciones espirituales y celestiales están relacionadas con Cristo, y ninguna de ellas proviene de nuestra relación con Adán. Se encuentran únicamente “en Cristo”. Las bendiciones de los judíos eran temporales, para esta tierra y para la descendencia de Abraham. Las bendiciones cristianas son espirituales, celestiales y en Cristo; y, opuestamente a las bendiciones terrenales, ellas no dependen de la salud, ni de las riquezas o de la posición social, ni de la educación, ni de la nacionalidad. Están fuera de los límites de las cosas terrenales y subsistirán en toda su plenitud cuando el tiempo no exista más para nosotros y nuestra carrera en la tierra haya finalizado.
Versículo 4
A continuación, no solamente aprendemos acerca de la fuente y el carácter de nuestras bendiciones, las cuales vienen del corazón de nuestro Dios y Padre, sino que también encontramos que ellas tuvieron su origen “antes de la fundación del mundo”. Desde entonces, desde la eternidad pasada, fuimos escogidos en Cristo. Esto implica una elección soberana, totalmente independiente de todo lo que somos por nuestra relación con Adán y su mundo, y que nada de lo que acontece en el tiempo puede alterar.
Por otra parte, se nos permite ver no solamente el origen de nuestras bendiciones desde antes de la fundación del mundo, sino también el gran objetivo que Dios se propuso para después que el mundo haya pasado. El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo nos escogió en Cristo antes de la fundación del mundo, para que en los siglos por venir estemos “delante de Él”, para la satisfacción de su corazón; “para que fuésemos santos y sin mancha delante de Él en amor”. Si el propósito de Dios es tener un pueblo delante de Él por toda la eternidad, los que componen ese pueblo deben estar en una condición adecuada, que corresponda absolutamente con Él; y para estar en la condición adecuada ellos deben ser como Él (en su carácter). Solamente lo que es como Dios puede convenirle a Dios. Por ello Dios quiere que seamos “santos y sin mancha” y “en amor”. Esto es lo que Dios realmente es, y lo que fue perfectamente expresado en Cristo como Hombre, cuyo carácter era santo, cuya conducta era irreprensible y cuya naturaleza era amor. Dios también quiere tenernos delante de Él con un carácter que sea perfectamente santo, con una conducta a la que ninguna mancha pueda adherirse y con una naturaleza cuya esencia es amor y que puede responder a su amor. Dios es amor, y el amor no puede sentirse satisfecho si no hay una respuesta de parte de aquellos que son objeto del amor. Dios se rodeará de quienes, al igual que Cristo como Hombre, respondan perfectamente a Su amor, para que Él pueda complacerse en nosotros y nosotros en Él.
Mientras la fe recibe estas grandes verdades y contempla ese glorioso objetivo, encuentra su deleite en todo lo que le ha sido revelado del corazón de Dios y de la eficacia de la obra de Cristo. El amor del Padre es de tal magnitud, y tal la virtud de la obra de Cristo, que nos faculta para estar por toda la eternidad delante de la faz del Padre, santos y sin mancha y, por consiguiente, gozando plenamente y sin obstáculos del amor divino.
Cuando se nos permite que nuestras miradas penetren así en la eternidad y contemplen la vasta perspectiva de las bendiciones que nos están reservadas, este mundo pasajero, que a menudo nos parece tan grande e importante, se convierte en algo insignificante; mientras que el cristianismo, visto en su verdadero carácter según Dios, se convierte en algo extremadamente grande y bendito.
Versículo 5
Además, existen bendiciones especiales a las cuales los creyentes están predestinados. Parece ser que la predestinación siempre tiene como objetivo esas bendiciones especiales. Según la elección soberana, los creyentes, en común con los ángeles, permanecerán delante de Dios, santos y sin mancha. Pero por encima de estas bendiciones, los creyentes fueron predestinados a la particular posición de hijos. En esa posición, se nos coloca en una relación con el Padre igual que la de Cristo como Hombre con el Padre, de manera que puede decir: “Mi Padre y vuestro Padre” (Juan 20:17). Los ángeles son servidores delante de Él; nosotros somos “hijos suyos”. Esta posición especial, esta relación es “según el puro afecto de su voluntad”. Por eso la bendición del versículo 5 supera a la del versículo 4. En este último se trata de la elección soberana que, por gracia, nos coloca en una condición apropiada ante Él; en el versículo 5 se trata del puro afecto (beneplácito, agrado) de su voluntad que predestina a los creyentes a la relación de hijos.
Versículo 6
La manera en que Dios obró predestinándonos a este elevado lugar de bendición redundará en “alabanza de la gloria de su gracia”. Las riquezas de la gracia de Dios nos dan la condición adecuada para estar delante de Él; la gloria de su gracia nos pone en relación con Él, haciéndonos gozar gratuitamente de su favor en el Amado. Si somos aceptos en el Amado, somos aceptos (es decir, agradables) como el Amado; con todo el regocijo con que el Amado fue recibido en la gloria.
Versículo 7
Los versículos precedentes nos han presentado el propósito de Dios para los creyentes; en este versículo se nos recuerda el medio que Dios empleó para que pudiésemos participar de estas bendiciones. Hemos sido redimidos por la sangre de Cristo, y nuestros pecados han sido perdonados según las riquezas de su gracia. Las riquezas de su gracia responden a todas las necesidades que tenemos como pecadores; la gloria de su gracia responde al puro afecto (beneplácito, agrado) de Dios, para bendecirnos en calidad de santos. Un hombre rico podría colmar a un mendigo con la abundancia de sus riquezas, con lo cual manifestaría abundante gracia; pero si el rico fuera más lejos e introdujese al pobre en su casa y le diese la posición de hijo, ello no solamente sería manifestar gracia hacia el pobre, sino que, además, redundaría en honra y gloria para el rico. Las riquezas de la gracia respondieron a las necesidades del hijo pródigo y lo vistieron con la ropa que provenía de la casa de su padre; la gloria de la gracia le dio el lugar de hijo en la casa. La gloria de la gracia de Dios hizo que los creyentes sean hijos y no sirvientes.
Versículos 8-9
Aquí vemos no solamente que Dios nos ha destinado para la bendición en la que seremos introducidos en el futuro; y no solamente que poseemos la redención de nuestras almas y el perdón de los pecados según las riquezas de su gracia, sino también que esta misma gracia abundó para con nosotros a fin de que en el presente podamos tener el conocimiento de Su propósito. Dios nos ha dado a conocer el misterio de su voluntad para que tengamos noción del beneplácito que se había propuesto en Sí mismo.
Es la voluntad de Dios que mientras la Iglesia esté en la tierra, ella sea la depositaria de Sus consejos. Dios nos quiere hacer sabios e inteligentes respecto a todo lo que hace y lo que aún hará para Su beneplácito, para la gloria de Cristo y para la bendición de la Iglesia. Si tenemos el pensamiento de Dios seremos guardados en calma en medio de la agitación del mundo y ello nos elevará por encima de una escena de aflicción y de pecado, porque conocemos el fin de todas las cosas.
En las Escrituras, un “misterio” no supone necesariamente una cosa misteriosa, oculta, sino más bien un secreto revelado a los creyentes antes de que sea declarado públicamente al mundo. En el mundo, vemos que el hombre hace su propia voluntad, según su propio placer, y como consecuencia de ello todo es aflicción y confusión. Pero el creyente tiene el privilegio de conocer los secretos de Dios y de saber, por lo tanto, que Dios va a obrar todas las cosas según su beneplácito (o agrado) y que, finalmente, Sus propósitos prevalecerán.
Versículos 10-12
Los versículos siguientes nos declaran el misterio de Dios. Por medio de ellos aprendemos que este misterio consta de dos partes: primero, el propósito de Dios para Cristo; segundo, lo que Dios se propone para la Iglesia asociada con Cristo.
El beneplácito, el agrado de Dios, para la dispensación (administración) del cumplimiento de los tiempos, es reunir todas las cosas en Cristo. Es difícil que la expresión “el cumplimiento (o plenitud) de los tiempos” pueda referirse al estado eterno, donde Dios será todo en todos. Ella parecería indicar el mundo por venir –el día milenario– cuando el pleno resultado de los caminos gubernativos de Dios será visto en su perfección. Todos los principios de gobierno que fueron confiados a los hombres en las diferentes épocas y en los cuales ellos fracasaron completamente, serán vistos en perfección bajo la administración de Cristo. Bajo el gobierno del hombre se vio la ruina de los tiempos; cuando Cristo reine se verá el “cumplimiento”, la “plenitud” o perfección de los tiempos. Entonces, toda cosa creada, todo ser, en los cielos y en la tierra, estarán sometidos a su autoridad y dirección. Como resultado de ello prevalecerán la unidad la armonía y la paz. Tal es el secreto o el misterio de la voluntad de Dios para la gloria de Cristo.
Además, es el beneplácito (agrado) de Dios que la Iglesia, asociada a Cristo, participe de esa gran herencia sobre la cual Cristo será la Cabeza. En el versículo 11 el apóstol dice: “En quien también nosotros obtuvimos herencia” (V. M.), refiriéndose, sin duda, a los creyentes de origen judío. La nación judía había perdido su herencia terrenal al rechazar a Cristo y persistir en su propia voluntad. El remanente de los judíos, que creyó en Cristo, obtuvo una herencia más gloriosa en el mundo por venir, “según el propósito de Aquel que obra todas las cosas conforme al consejo de su misma voluntad” (V. M.) Asociados a Cristo en su reino, los creyentes manifestarán Su gloria. En aquel día Él será “glorificado” y “admirado” en todos los que creyeron (2 Tesalonicenses 1:10). El mundo y la creación entera serán bendecidos bajo Su reinado. La Iglesia tendrá su parte con Él. Esos creyentes de origen judío eran los que podían decir: “los que primeramente (previamente) esperábamos” en Cristo; ellos habían esperado en Cristo durante el día de su rechazo. La nación restaurada creerá en Él en el día de Su gloria.
Versículo 13
La expresión “vosotros”, en este versículo, introduce a los creyentes de origen gentil en la bendición de esta gloriosa herencia. Ellos habían creído en el evangelio de su salvación, y habían sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa.
Versículo 14
En este versículo, la expresión “nuestra” une a los creyentes de origen judío con los creyentes de origen gentil. Ambos participan en común de esta gloriosa herencia. Por el Espíritu, gozamos anticipadamente de las bendiciones de la herencia. Esta herencia es una “posesión adquirida”. El precio de ella fue la preciosa sangre de Cristo. Toda la creación es de Él y para Él, porque él es el Creador; y todo es Suyo por derecho de adquisición. Aunque ya todo fue adquirido, no todo ha sido redimido aún. Él adquirió la herencia por su sangre, y redimirá la herencia por su poder. Cuando, por su poder, haya libertado del enemigo a toda la creación, ello será para la alabanza de la gloria de Dios.
Versículo 15
Las expresiones que introducen la oración, nos hacen ver la condición espiritual en la que estaban los santos en Éfeso: una condición que estimulaba al apóstol a dar gracias y a orar sin cesar por ellos. Dichosamente, ellos se caracterizaban por su “fe en el Señor Jesús y amor para con todos los santos”. Como Cristo era el objeto de su fe, los santos venían a ser objeto de su amor. No puede haber prueba más grande de una viviente fe en Cristo que el amor práctico por los santos. La fe pone al alma en relación con Cristo y, estando en contacto con Él, el corazón va al encuentro de aquellos a quienes Él ama. Cuanto más cerca de Cristo estemos, tanto más se desarrollarán nuestros afectos hacia los que le pertenecen.
Versículo 16
Habiendo oído de su fe y de su amor, el apóstol se siente constreñido a dar gracias y a orar sin cesar por todos ellos. Si solo nos ocupamos de los defectos y las faltas de nuestros hermanos, nos sentiremos abrumados y constantemente nos quejaremos de los santos. Pero si miramos lo que la gracia de Dios produjo en ellos y nos ocupamos de esto, tendremos suficientes motivos para dar gracias y, al mismo tiempo, no seremos indiferentes a lo que necesite ser corregido. El apóstol jamás dejó de apreciar todo rasgo de Cristo que fuera visible en los santos, y al mismo tiempo jamás fue indiferente a lo que caracteriza a la carne. Los santos de Corinto tenían muchas cosas que merecían ser reprendidas, pero aun así él puede dar gracias por lo que veía de Dios en ellos. A causa de nuestra debilidad tenemos inclinación a caer en un extremo u otro. En nuestra ansiedad por manifestar el amor podemos llegar a tratar el mal con mucha liviandad o, por el contrario, en nuestra oposición al mal quizá pasamos por alto lo que es de Dios.
El apóstol les había revelado a estos santos los designios de Dios, y el hecho mismo de que se sienta constreñido a orar da testimonio de la inmensidad de esos designios. Estos están por encima de lo que el poder del mero lenguaje humano pueda expresar y más allá de lo que la capacidad de la mente humana puede asimilar. El apóstol comprende que para que esas grandes verdades hagan efecto en nosotros no basta con enunciarlas. Escribiéndole a Timoteo, dice: “Considera lo que digo, y el Señor te dé entendimiento” (2 Timoteo 2:7). De manera que en la epístola que estamos considerando, Pablo, guiado por el Espíritu, puede revelarnos los designios de Dios, pero sabe que solo Dios puede dar el entendimiento. Por ello se vuelve a Dios en oración.
Versículo 17
El apóstol se dirige al “Dios de nuestro Señor Jesucristo”, pues en esta oración el Señor Jesús es visto como Hombre. En la oración del capítulo 3 se dirige al Padre de nuestro Señor Jesucristo, porque allí el Señor está considerado como Hijo. Quizás otro motivo para que el apóstol emplee estos diferentes nombres en las dos oraciones sea su deseo de que, por medio de la primera oración, conozcamos el poder con que se ejecutan los designios de Dios, pues el nombre de Dios, con toda razón, está ligado al poder, y mediante la segunda oración, que concierne al amor, notemos que está dirigida de manera muy apropiada al Padre.
En esta oración Dios también es mencionado como “el Padre de gloria”, presentando el pensamiento de que la escena de gloria hacia la cual nos dirigimos toma su carácter del Padre, en quien ella tiene su fuente. Su amor y Su santidad llenarán de gloria este mundo en el cual Dios será perfectamente manifestado. Mientras que el Padre es el origen y la fuente de la gloria, el Señor Jesús, como Hombre, es el centro y el objeto de la gloria. En Él está desplegado todo el poder de Dios; su nombre es sobre todo nombre y Él fue dado por Cabeza sobre todas las cosas a la Iglesia.
Para discernir las verdades que encierra el tema de la oración del apóstol, necesitamos el espíritu de sabiduría y de revelación en el pleno conocimiento de Cristo. Toda la sabiduría de Dios y toda la revelación de la voluntad de Dios son dadas a conocer en Cristo. Por lo tanto, para comprender la sabiduría de Dios y la revelación que Dios hizo de sí mismo y de sus consejos, necesitamos el pleno conocimiento de Cristo.
Versículo 18
Además, en cuanto al conocimiento de Cristo –objetivo de la oración del apóstol– no se trata de un mero conocimiento intelectual, sino de un corazón que conozca familiarmente a una Persona, por lo cual dice: “Alumbrando los ojos de vuestro corazón” (corazón es el vocablo que literalmente se lee en el texto griego). En la Escritura y también lo sabemos por experiencia vemos que muchas veces Dios enseña por medio de los afectos. Así fue en el caso de la mujer pecadora de Lucas 7, quien “amó mucho” y aprendió rápidamente. También lo fue en el caso de María Magdalena, esa santa y devota mujer mencionada en Juan 20. En el día de la resurrección, su afecto por Cristo era aparentemente más activo que el de Pedro y el de Juan; el Señor se reveló a este amante corazón y le dio la maravillosa revelación de la nueva posición de Sus hermanos en relación con el Padre.
Con estos deseos preliminares, el apóstol expone los tres grandes pedidos de su oración:
1. Que sepamos cuál es la esperanza del llamamiento de Dios;
2. Que sepamos cuáles son las riquezas de la gloria de la herencia de Dios en los santos;
3. Que conozcamos el poder que operará para consumar el propósito del llamamiento e introducirá a los santos en la herencia.
El llamamiento es de lo alto, relacionado con las Personas divinas en los cielos. La herencia está aquí en la tierra, relacionada con las cosas creadas. Como en Filipenses 3:14 (donde las palabras traducidas “supremo llamamiento”, en el texto griego significan literalmente: “llamamiento arriba”) se nos enseña que el llamamiento es celestial, de Dios y en Cristo.
La fuente del llamamiento es Dios, por consiguiente aquí se lo menciona como “su llamamiento” (literalmente el texto griego dice: “la esperanza del llamamiento de él”), cuyo desarrollo encontramos expuesto en los versículos 3 a 6 de este capítulo. De acuerdo al llamamiento divino, somos bendecidos con toda bendición espiritual en los lugares celestiales en Cristo, hemos sido escogidos en Cristo, por el Padre, “para que fuésemos santos y sin mancha delante de él en amor”, es decir, para que tuviésemos una condición digna y apropiada delante de Dios, para el gozo y la satisfacción de su corazón.
Además, el llamamiento nos expresa que estaremos delante de Dios, no como servidores, tal como los ángeles, sino como hijos delante de su faz. Asimismo, el llamamiento nos declara que, aceptos (o agraciados, hechos agradables, favorecidos) en el Amado, gozaremos del eterno favor de Dios. Finalmente, el llamamiento afirma que seremos para la eterna alabanza de la gloria de la gracia de Dios.
Para resumir, el llamamiento, tal como se presenta en estos magníficos versículos, significa que somos escogidos y llamados arriba en los cielos para una bendición celestial, para estar como Cristo y con Cristo delante del Padre, en relación con el Padre, favorecidos por el Padre para siempre, y para alabanza eterna de la gloria de su gracia.
Tal es el llamamiento respecto al cual ora el apóstol, y nosotros también podemos orar para que se nos conceda el disfrute de esa bendición y que conozcamos cuál es la esperanza de Su llamamiento. Aquí, la esperanza no se refiere a la venida del Señor. En esta epístola los santos son contemplados como sentados en los lugares celestiales, por lo tanto no hay alusión a la venida del Señor. Como alguien ha dicho, «la esperanza es la plena revelación en la gloria eterna de todo aquello a lo que Dios nos ha llamado en Cristo, como fruto de Sus designios desde la eternidad pasada».
En segundo lugar, el apóstol ora para que conozcamos cuales son “las riquezas de la gloria de su herencia en los santos”. Se ha dicho que «en Su llamamiento miramos hacia arriba; la herencia, por decirlo así, se extiende por debajo de nuestros pies». Los versículos 10 y 11 de este capítulo nos hablan de la herencia. Por medio de ellos aprendemos que la herencia abarca todas las cosas creadas en los cielos y en la tierra, sobre las cuales Cristo será la gloriosa Cabeza. En Él, la Iglesia obtendrá una herencia, pues reinaremos con Él. En la oración, la herencia es llamada “su herencia en los santos”. Un reino no solo consiste en un rey y su territorio, sino también en un rey y sus súbditos. Además, “las riquezas de la gloria de su herencia” serán desplegadas en los santos. En aquel día Él será “glorificado en sus santos” y “admirado en todos los que creyeron” (2 Tesalonicenses 1:10).
Versículo 19
En tercer lugar, el apóstol ruega para que sepamos cuál es el poder que operará estas grandes cosas para con nosotros. Menciona el “poder de su fuerza” y de su “operación”. Ese poder, pues, opera para con nosotros en el tiempo presente. Es “la supereminente grandeza de su poder”.
En el universo existen otros y grandes poderes, pero el poder que opera para con nosotros es superior a cualquier otro, sea esta el poder de la carne en nosotros o el poder del diablo contra nosotros. ¡Qué confortante es saber que, a pesar de todas nuestras debilidades, existe un poder superior y operante para con nosotros!
Versículos 20-21
Además, es un poder que no solo nos ha sido revelado en una declaración, sino que se puso de manifiesto en la resurrección de Cristo. El mundo y Satanás pudieron exhibir el más grande despliegue de su poder –el poder de la muerte– cuando clavaron a Cristo en la cruz. Después, una vez que el diablo y el mundo hubieron expresado su poder en el más alto grado, Dios manifestó la supereminente grandeza de su poder al resucitar a Cristo de entre los muertos y colocarlo, como Hombre, en la más elevada posición en el universo, incluso a Su misma diestra. En esta posición de exaltación, Cristo fue establecido por encima de todo otro poder, se trate de principados y autoridades espirituales o de poderes y señoríos temporales. “Todo nombre que se nombra”, indica que existen nombres (es decir, títulos) designados para el gobierno de este mundo y del mundo por venir; pero Cristo tiene un Nombre que es sobre todo nombre: él es Rey de reyes y Señor de señores.
Versículo 22
Más aún, vemos que Cristo no solo está por encima de todo poder, sino que todo mal será puesto bajo sus pies. Tal es la suprema expresión del poder que no solamente nos llevará a participar con Cristo de este elevado lugar de gloria, sino que nos acompaña mientras caminamos hacia la gloria.
Seguidamente aprendemos otra gran verdad: el Único en quien fue manifestado todo el poder, y el cual fue colocado en una posición por encima de todo otro poder, y el que tiene el poder de sujetar todo el mal es Aquel que fue dado “por cabeza sobre todas las cosas a la iglesia”.
Con relación a todos los poderes del universo, Él fue colocado “sobre” todo poder. En lo que se refiere al mal, todo está sometido bajo Sus pies. En cuanto a la Iglesia –su cuerpo– él es Cabeza, y Cabeza para dirigir en todas las cosas. De manera que es el privilegio de la Iglesia acudir a Cristo, para ser guiada y dirigida en relación con todas las cosas.
Ante la presencia de todo poder opositor y de todo mal, tenemos un recurso en Cristo nuestra Cabeza. Ciertamente Él puede servirse de los dones y de los conductores para instruirnos y guiarnos, pero siempre deberíamos mirar a la Cabeza y no simplemente a los pobres y débiles vasos que, en su gracia, Él puede juzgar útil emplear.
Versículo 23
En el versículo 22, aprendemos lo que Cristo es para la Iglesia, lo que la Cabeza es para el cuerpo. En el versículo 23, aprendemos lo que la Iglesia es para Cristo, lo que el cuerpo es para la Cabeza. La Iglesia es la plenitud de Aquel que todo lo llena en todo. La Iglesia, como cuerpo Suyo, sirve para poner de manifiesto toda la plenitud de la Cabeza. Cristo debe ser manifestado en la Iglesia. Nada podría ser más maravilloso que el lugar que tiene la Iglesia en relación con Cristo. Alguien ha dicho que es Su cuerpo «lleno de Su amor, de la energía de Su mente, ejecutando Sus pensamientos, así como nuestro cuerpo lleva a cabo nuestros pensamientos y los propósitos de nuestra mente». Pero, ¡ay!, hemos fracasado, no le hemos dado a Cristo el lugar que le pertenece como Cabeza de la Iglesia sobre todas las cosas y, como necesaria consecuencia de ese fracaso, no hemos manifestado la plenitud de Cristo.
En esta magnífica oración, se ve que el apóstol busca obtener un efecto presente sobre la vida de los santos. El llamamiento y la herencia nos están aseguradas, por lo tanto el apóstol no pide para que tengamos la esperanza y la herencia, sino para que sepamos lo que ellas son. De manera que el conocimiento del porvenir debe tener un efecto actual sobre nuestras vidas y nuestra conducta; llevándonos, por el poder de vida de la resurrección, a librarnos de la carne y de todo poder opositor, y a separarnos, en espíritu, del presente mundo.