El andar del creyente en relación con la Iglesia
Los tres últimos capítulos de la epístola constituyen la parte práctica de ella, en la que el apóstol exhorta a andar de una manera digna de las grandes verdades presentadas en los tres primeros capítulos. Notaremos que, como creyentes, somos exhortados a mantener una conducta que esté en armonía con nuestros privilegios y responsabilidades en tres diferentes relaciones.
1. En primer lugar, nuestro andar debe estar de acuerdo con los privilegios que tenemos en relación con la Iglesia, como miembros del Cuerpo de Cristo y como los que constituyen la morada de Dios en el Espíritu (cap. 4:1-16).
2. En segundo lugar, somos exhortados a manifestar la piedad práctica, como individuos que confiesan el nombre del Señor mientras peregrinamos en este mundo malo (cap. 4:17 a 5:21).
3. Finalmente, se nos exhorta a ser consecuentes en nuestro andar en lo que atañe a la familia y a las relaciones sociales, cosas que conciernen al orden de la creación (cap. 5:22 a 6:9).
Versículo 1
El apóstol había sufrido persecución y prisiones a causa del testimonio que daba acerca de la gracia de Dios para con los gentiles y la gran verdad del misterio de la Iglesia, compuesta por creyentes de origen judío y de origen gentil constituidos en un solo cuerpo y unidos a Cristo como Cabeza. Menciona sus sufrimientos a causa de la verdad, y se sirve de ello como un motivo para exhortar a los creyentes a andar de una manera digna de sus privilegios. Nuestra conducta debe ser coherente con nuestra vocación, es decir, con nuestro llamamiento. Para que estas exhortaciones nos sean provechosas necesitamos comprender claramente qué es nuestro llamamiento. En el primer capítulo de la epístola se nos presenta el llamamiento según los designios de Dios desde antes de la fundación del mundo, sin mencionar en qué medida se cumplió efectivamente en el tiempo o fue hecho realidad en nuestras almas. El propósito de Dios es que los creyentes sean “santos y sin mancha delante de él, en amor” (cap. 1:4), para Su agrado y gloria. En el capítulo 2 vemos cómo obró Dios para producir dicho llamamiento en este mundo actual, teniendo como objetivo su completo cumplimiento en las edades por venir.
El llamamiento de Dios implica dos grandes verdades; una de ellas es que los creyentes constituyen un solo cuerpo, cuya Cabeza es Cristo. La otra es que ellos son “juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu” (cap. 2:22). Además, mediante estas dos grandes verdades, la epístola nos revela el propósito actual de Dios. En relación con la Iglesia, considerada como Cuerpo de Cristo, leemos que tal cuerpo es “la plenitud” de Cristo (cap. 1:23). En el versículo 13 del presente capítulo leemos nuevamente acerca de “la plenitud de Cristo”; y en el versículo 19 del capítulo 3 se menciona “la plenitud de Dios”. Es pues el propósito de Dios que, como Cuerpo de Cristo, la Iglesia manifieste todas las glorias morales que constituyen el maravilloso carácter de Cristo como Hombre; es decir Su plenitud. Luego, como casa de Dios, la Iglesia debe manifestar la santidad, la gracia y el amor de Dios, es decir Su plenitud.
Tal es, pues, el elevado privilegio que tenemos: somos llamados a representar a Cristo, manifestando su perfección, y a dar a conocer a Dios en la plenitud de su gracia.
En el capítulo 3 aprendemos que el estado de alma necesario para comprender y experimentar cabalmente la grandeza de nuestro llamamiento, solo es posible si Cristo habita en nuestros corazones por la fe y si Dios “actúa en nosotros”. Si Cristo tiene el lugar que le corresponde en nuestros corazones, estimaremos como un gran privilegio el hecho de permanecer en esta tierra para manifestar su carácter. Si Dios obra en nosotros, sentiremos la dicha de dar testimonio de la gloria de su gracia.
Cristo está en el cielo como Hombre resucitado, glorificado, como Cabeza del cuerpo; y el Espíritu Santo –Persona divina– está en la tierra, habitando en medio de los creyentes. Cuando tomamos conciencia de la gloria de Cristo y de la grandeza de la Persona que habita en nosotros, sentimos la necesidad de andar de una manera digna.
Versículos 2-3
En estos versículos, el apóstol habla en resumen de lo que es el andar digno de nuestro llamamiento. Si cuando andamos lo hacemos conscientes de nuestros privilegios, como representantes de Cristo y manteniéndonos en la presencia del Espíritu, manifestaremos estos siete caracteres: humildad, mansedumbre, longanimidad, la cualidad de soportar, amor, unidad y paz.
El consciente sentimiento de estar ante el Señor y en la presencia del Espíritu, debe necesariamente conducirnos a la humildad y la mansedumbre. Cuando ante nosotros tenemos a nuestros hermanos, quizá podríamos tratar de darnos importancia a nosotros mismos, pero cuando el que está delante nuestro es Dios, comprobamos nuestra nulidad. En Su presencia, deberían caracterizarnos la humildad, la cual no da lugar al «yo», y la mansedumbre, que cede el lugar a los demás.
La humildad y la mansedumbre, las cuales dejan fuera al «yo», conducen a la longanimidad y a soportar a los demás. A veces quizás experimentemos que los demás no siempre son humildes y mansos; esto demandará la longanimidad de nuestra parte. Quizá lleguemos a sufrir ataques e insultos y tengamos que soportar a los que obran así. Pero, como es posible soportar muchas cosas con un espíritu orgulloso, que trata con desprecio al hermano ofensor, se nos advierte que no debe ser así, sino que debemos soportar ejercitados en amor. Si tenemos que guardar silencio, hagámoslo con el amor que se aflige frente una conducta ofensiva.
Además debemos ser solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz. Es importante distinguir entre la unidad del cuerpo y la unidad del Espíritu. La unidad del cuerpo es un hecho realizado por el Espíritu Santo que une a los creyentes a Cristo, y a su vez entre ellos, como miembros de un solo cuerpo. Esta unidad es intocable. Pero existe también “un (solo) Espíritu” que es la fuente de todo pensamiento recto, palabra y hecho, para que en el cuerpo prevalezca un solo pensamiento: el pensamiento del Espíritu.
Esta es la unidad del Espíritu, la cual debemos ser solícitos en guardar. Alguien dijo con toda razón: «Individualmente podemos andar según el Espíritu, pero la unidad del Espíritu implica un andar colectivo».
Si comprendemos bien que somos miembros de “un (solo) cuerpo”, nos daremos cuenta de que no podemos andar meramente como individuos aislados, sino como unidos unos a otros en un solo cuerpo y, como tales, debemos mostrar solicitud para ser dirigidos por un solo pensamiento: el pensamiento del Espíritu. Esta unidad del Espíritu no es simplemente una uniformidad de pensamiento, ni una unidad que resulta de un acuerdo o de mutuas concesiones. Tales concepciones de la unidad pierden de vista por completo el pensamiento del Espíritu.
Lo que vemos en los primeros días de la Iglesia es el bendito resultado obtenido por los creyentes al tener el pensamiento del Espíritu. Ellos estaban llenos del Espíritu y, por consecuencia, “la multitud de los que habían creído era de un corazón y un alma” (Hechos 4:32). Con toda evidencia esta unidad del Espíritu no fue guardada. Sin embargo, el Espíritu aún está allí y su pensamiento –que es uno solo, una sola mente– no cambia, de manera que subsiste la exhortación: como miembros del único y mismo cuerpo, debemos esforzarnos en guardar la unidad del Espíritu.
El único medio que tiene cada uno de nosotros para mantener esta unidad es juzgar la carne. Si dejamos que la carne se manifieste en nuestros pensamientos, palabras y hechos, introducirá de inmediato un elemento discordante. Alguien dijo: «El principio de la carne es: cada uno por su cuenta. Esto no conduce a la unidad. En la unidad del Espíritu es todo lo contrario, el principio es: cada uno por los demás».
Además, debemos ser solícitos en guardar la unidad del Espíritu “en el vínculo de la paz”. La carne siempre quiere hacer valer sus derechos y está lista para reñir con los que no está de acuerdo. Si no podemos llegar a un mismo sentir en cuanto al pensamiento del Espíritu, escudriñemos pacientemente la Palabra de Dios, bajo la dirección del Espíritu, con un espíritu de paz. Si dos creyentes no tienen el mismo pensamiento, es evidente que uno de ellos, o ambos, carecen del pensamiento del Espíritu y corren el riesgo de involucrarse en una disputa. ¡Cuán necesario es, pues, que el esfuerzo en guardar la unidad del Espíritu sea hecho en el espíritu de paz, que es el vínculo que nos une! Otro hermano dijo: «En lo que proviene del Espíritu siempre hay unanimidad. ¿Por qué nosotros no estamos siempre de acuerdo? Porque obran nuestros propios pensamientos. Si retuviésemos solamente lo que hemos aprendido de las Escrituras, seríamos guardados todos en unanimidad» (J. N. Darby).
Versículos 4-6
Naturalmente surge una importante pregunta: ¿cuál es el pensamiento del Espíritu, que debemos esforzarnos en guardar? Tenemos la respuesta en los versículos 4 a 6. El pensamiento del Espíritu se nos presenta en estas siete unidades: un cuerpo, un Espíritu, una esperanza, un Señor, una fe, un bautismo y un Dios y Padre de todos. El Espíritu está aquí abajo para establecer y mantener en nuestras almas estas grandes verdades. Si andamos juntos a la luz de estas verdades podremos guardar la unidad del Espíritu. Por el contrario, si las negamos en la práctica o nos desviamos de ellas produciremos una brecha en la unidad del Espíritu. De manera que estos versículos nos presentan los diferentes ámbitos en los que debe manifestarse un andar según el Espíritu. A este andar se lo ve relacionado con tres círculos diferentes de unidad. Se relaciona con el cuerpo, el Espíritu y la esperanza en el círculo de la vida; luego con el Señor en el círculo de la profesión cristiana y por último con Dios en el círculo de la creación.
Es de suma importancia que nuestros pensamientos sean formados por la Palabra de Dios, para que podamos discernir estos tres círculos de unidad que existen actualmente ante los ojos de Dios, de modo que tengamos delante de nosotros no solamente lo que Dios tiene delante de Él, sino también una justa estimación de la gravedad del abandono de la verdad por parte de la cristiandad.
En primer lugar, el apóstol dice que hay “un cuerpo, y un Espíritu”, y agrega, “como fuisteis llamados en una misma esperanza de vuestra vocación”. Aquí todo es real y vital; es el círculo de la vida. Al “un” cuerpo lo forma el “un” Espíritu y lo hace avanzar hacia el único objetivo: la gloria. Dios guarda esta unidad. Nosotros no podemos guardarla con nuestros esfuerzos, ni romperla a causa de nuestras faltas; pero si en la práctica negamos estas grandes verdades podemos perder de vista el pensamiento del Espíritu. Desgraciadamente esto es lo que se produjo en la profesión cristiana, pues a la luz de la gran verdad de que hay “un cuerpo” –uno solo, no muchos– los diferentes cuerpos de creyentes, es decir, las organizaciones religiosas que se formaron en la cristiandad quedan condenadas; mientras que el “un” Espíritu condena a todos los preparativos con que los sistemas humanos ponen de lado al Espíritu. Además la iglesia profesante se instaló en el mundo y se acomodó a él, lo cual es la negación de la esperanza celestial de nuestro llamamiento.
En segundo lugar, existe un círculo más amplio que abarca a todos los que, ya sea de manera real o solo de labios, hacen profesión de Cristo como Señor. Se trata de la profesión cristiana caracterizada por una autoridad, la cual es el Señor y una doctrina, es decir, la fe; un círculo al que somos introducidos mediante el bautismo. La autoridad y la administración están vinculadas con el Señor. El hecho de reconocer que hay un solo Señor debería eliminar la autoridad del hombre y excluir toda acción independiente. Si reconocemos que hay “un Señor”, no podemos admitir que una asamblea ignore la disciplina ejercida verdaderamente en el nombre del Señor en otra asamblea, porque esta actitud no es recta. De modo que también por independencia podemos dejar de lado el pensamiento del Espíritu acerca de la unanimidad y negar en la práctica que hay “un Señor”.
En tercer lugar, existe otro círculo, que es el más amplio y vasto: el círculo de la creación. Hay un Dios y Padre de todos, del cual procede todo. Además, es bueno que sepamos que, cualquiera que sea el poder de las cosas o de los seres creados, Dios “es sobre todos” y sobre todo. Más aún, Dios ejecuta sus planes “por todos” y por todas partes; de manera que puede decir: “Cuando pases por las aguas, yo estaré contigo; y si por los ríos, no te anegarán. Cuando pases por el fuego, no te quemarás, ni la llama arderá en ti” (Isaías 43:2). Por último, Dios obra en el creyente para llevar a cabo Su propósito para con este. El hecho de reconocer estas grandes verdades no solo nos llevará a rechazar las impías teorías evolucionistas de los hombres, sino que también nos alentará a obrar rectamente en todas las circunstancias y relaciones de la vida que se relacionan con el orden de la Creación.
Desgraciadamente, vemos que la gran profesión cristiana actual niega en la práctica cada uno de estos círculos. Deja de lado al Espíritu suplantándolo mediante preparativos humanos, se olvida del Señor pues practica la independencia, y se aparta de Dios por medio de razonamientos incrédulos.
En los versículos siguientes, las exhortaciones parecen referirse especialmente a cada uno de estos círculos. En primer lugar, en los versículos 7 a 16, somos exhortados como miembros del solo cuerpo; luego, en los versículos 17 a 32, se nos exhorta en cuanto a nuestra conducta como habiendo reconocido al único Señor; y, finalmente, desde el capítulo 5 hasta el capítulo 6, versículo 9, se nos dirige la exhortación referente a las relaciones de la vida en lo tocante al círculo de la Creación.
Versículo 7
Después de haber colocado, por medio de estos versículos introductorios, el fundamento para un andar digno del llamamiento, el apóstol comienza a hablar de los recursos con que cuenta el creyente para que su andar sea fiel en relación con el primer círculo, es decir, con el solo cuerpo, y para crecer a la semejanza de Cristo, la Cabeza.
En primer lugar, el apóstol habla del don de gracia: “A cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. En contraste con lo que nos es común a todos, de lo cual el apóstol ya nos habló, existe lo que le es concedido a “cada uno”. Las expresiones “un Espíritu” y “un Señor” mencionadas en los versículos 4 y 5, respectivamente, excluyen la independencia; la expresión “cada uno” del versículo 7 mantiene nuestra individualidad. Mientras que cada miembro tiene su función especial, todos obran para la unidad y el bien de todo el cuerpo. En el cuerpo físico, las funciones del ojo y de la mano son diferentes, pero ambos actúan en común para el bien y la unidad del cuerpo. La “gracia” es el servicio especial que cada uno ha recibido. No se trata necesariamente de un don diferente, sino que a cada uno le es dada una medida de gracia para que cada uno pueda servir a los demás en amor. Esta gracia es según la medida que Cristo ha dado.
Versículo 8
En segundo lugar, para promover el progreso y el crecimiento espiritual, el apóstol menciona los diferentes dones. Introduce el tema presentando a Cristo elevado en lo alto, porque estos dones provienen del Cristo triunfante y exaltado. Parece que para ilustrar el soberano poder de Cristo dando los dones, se hace una alusión a la historia de Barac (Jueces 5:12). Cuando Barac liberó a Israel de su cautividad, llevó cautivos a los que habían llevado a la cautividad al pueblo de Israel. Así es como Cristo triunfó sobre todo el poder de Satanás y, habiendo librado a su pueblo del poder del enemigo, subió a lo alto, donde está exaltado y desde donde da dones a los suyos.
Versículos 9-10
Estos dos versículos son parentéticos y se introducen para demostrar la grandeza de la victoria de Cristo. En la cruz Él descendió hasta el lugar más bajo en que el pecado puede colocar a un hombre. Y desde ese abismo donde, como Sustituto, fue hecho pecado, subió al lugar más elevado en el que un hombre puede ser colocado: la diestra de Dios.
Versículo 11
Como Cristo destruyó el poder del enemigo que nos mantenía en la esclavitud, y llevó cautiva la cautividad, obra con poder y se sirve de los hombres como instrumentos de Su poder. Esto no quiere decir simplemente que Él da los dones y nos deje repartirlos entre nosotros, sino que da ciertos hombres para ejercer los dones. No es que dé el apostolado, sino que da apóstoles, y lo mismo sucede con todos los dones. Aquí, pues, no se trata más de la gracia dada a “cada uno”, sino de “unos” y “otros”, es decir, las personas dadas para ejercer los dones. En primer lugar dio apóstoles y profetas, y la Iglesia se edifica sobre el fundamento de los apóstoles y profetas. El fundamento ya fue puesto y ellos no están más, aunque aún tenemos el beneficio de estos dones en los escritos del Nuevo Testamento.
Los demás dones –evangelistas, pastores y maestros– son para la edificación de la Iglesia, después de haber sido colocado el fundamento. Estos dones subsistirán durante todo el período de la historia de la Iglesia en la tierra. Primero se menciona al evangelista, como el don por el que las almas son llevadas al círculo de la bendición. Una vez introducidos en la Iglesia, los creyentes son beneficiados mediante los dones de pastor y maestro. Los evangelistas presentan a Cristo ante el mundo. Los pastores y los maestros presentan a Cristo ante el creyente. Los pastores se ocupan de las almas individualmente; los maestros les exponen las Escrituras. Alguien dijo: «Una persona puede enseñar sin ser pastor, pero si usted es un pastor no podrá dejar de enseñar en alguna manera. Las dos cosas están estrechamente ligadas; sin embargo, no se podría decir que ambas son lo mismo. El pastor no solo da alimento, como el maestro, sino que apacienta o pastorea las ovejas, las conduce aquí y allá, y cuida de ellas».
Notaremos que en estos versículos no se menciona ningún don milagroso. Ello no estaría en su lugar en un pasaje donde se habla de los recursos con que el Señor provee a la Iglesia. Los milagros y las señales fueron dados al principio para fijar la atención de los judíos sobre la gloria y la exaltación de Cristo y sobre el poder de su Nombre. Los judíos rechazaron este testimonio y las señales y milagros cesaron. Pero el amor del Señor por su Iglesia jamás puede cesar y los dones que dan testimonio de su amor continúan, según está escrito: “Porque nadie aborreció jamás a su propia carne, sino que la sustenta y la cuida, como también Cristo a la iglesia” (Efesios 5:29).
Versículo 12
Después de haber hablado de los dones, el apóstol coloca ante nosotros los tres grandes objetos para los que fueron dados estos dones. En primer lugar, son concedidos para “perfeccionar a los santos”, es decir, para que cada creyente individualmente sea establecido en la verdad. En segundo lugar, son dados “para la obra del ministerio”, lo que abarca toda forma de servicio. En tercer lugar, son otorgados “para la edificación del Cuerpo de Cristo”. Las bendiciones que reciben los individuos y la obra del ministerio tienen por objeto la edificación del Cuerpo de Cristo. Todo don, sea el de evangelista, el de pastor o el de maestro, solo se ejerce como conviene cuando el objetivo es la edificación del Cuerpo de Cristo.
Versículo 13
Los versículos siguientes nos enseñan con mayor precisión lo que el apóstol entiende por “perfeccionar a los santos”. No habla de la perfección que será la parte del creyente en la gloria de la resurrección, sino del progreso espiritual en la verdad y en el conocimiento del Hijo de Dios, lo que conduce a la unidad y a hacer de nosotros creyentes completamente desarrollados y maduros aquí abajo.
La fe de la que el apóstol habla aquí es el conjunto de la verdad cristiana. La unidad no es una unidad obtenida por medio de un común acuerdo de muchos, como en un credo, ni una alianza o asociación creada mediante procedimientos humanos, sino una unidad de mente y de corazón producida por la recepción de la verdad tal como la enseña Dios en su Palabra. La fe se vincula con el conocimiento del Hijo de Dios, pues, en Él, Dios se revela plenamente y la verdad se expone de manera viviente. Todo lo que ataque a la fe o menosprecie de alguna manera la gloria del Hijo de Dios, impedirá el perfeccionamiento de los santos. El conocimiento de la fe, tal como se revela en la Palabra y se manifiesta en el Hijo de Dios, conduce al estado de “varón perfecto”, es decir, a la madurez, tal como se presenta en toda su plenitud y perfección en Cristo como Hombre. La imagen nos muestra a creyentes plenamente desarrollados y con todo su vigor. Parece que el pasaje abarca a todos los santos, porque no habla de hombres perfectos, sino de que “lleguemos… a un varón perfecto”, es decir, al estado de un hombre maduro, lo que implica la idea de que todos los creyentes en su unidad manifiestan a un hombre enteramente nuevo. La medida de la estatura del varón perfecto no es nada menos que la medida de la estatura de la plenitud de Cristo. “La plenitud” presenta la idea de un estado completo. El “varón perfecto” no es nada menos que la manifestación de todas las glorias morales de Cristo en los creyentes. Todo el pasaje considera a los creyentes como constituidos en un cuerpo destinado a manifestar la plenitud de Cristo. Además, en cuanto a la medida que se coloca ante nosotros, no se trata tan solo de que todos los rasgos de Cristo deberían ser vistos en los santos, sino de que ellos deberían ser vistos en perfección. Uno puede argumentar que aquí abajo los santos jamás alcanzarán esto. Es cierto, pero Dios no puede presentarnos una medida inferior a la perfección que se ve en Cristo. Tengamos cuidado, no tratemos de evadir lo que Dios pone ante nosotros y no intentemos excusar nuestras faltas, diciendo que la medida de Dios es imposible de alcanzar.
Versículo 14
Como resultado de este pleno crecimiento ya no seremos más niños fluctuantes en el conocimiento espiritual, expuestos, por ignorancia, a ser “llevados por doquiera de todo viento de doctrina, por estratagema de hombres que para engañar emplean con astucia las artimañas del error”. Desgraciadamente, en la cristiandad profesante se encuentran aquellos que, con estratagemas y astucias, están listos para engañar a los que no están bien afirmados en la verdad; y para engañar, por lo general, esconden su falsa doctrina mediante “las artimañas del error”. Cada vez que en la historia del pueblo de Dios surge una negación precisa de alguna gran verdad o que se abre camino una herejía respecto a la Persona de Cristo, se descubrirá que tras esa particular falsa doctrina se esconde todo un sistema de artificios del error.
Versículo 15
Cuando surgen las controversias, existe el gran peligro de ser “llevados por doquiera” al escuchar a fulano o a mengano. Si miramos lo que nos rodea, veremos un cristianismo mezclado, sin vida e impotente contra el engaño. Nuestra única salvaguardia contra todo error reside, no en el conocimiento del error, sino en mantenernos en “la verdad en amor”, y en tener a un Cristo viviente ante nuestras almas. Si Cristo es el objeto de nuestros afectos, toda verdad que se refiera a Él será mantenida en amor; y el resultado que obtendremos de ello será nuestro crecimiento en Cristo en todas las cosas, y llegaremos a ser moralmente semejantes a Aquel que ocupa nuestros afectos.
Además, Aquel a cuya semejanza y en el conocimiento del cual crecemos es la Cabeza del cuerpo. Toda sabiduría, poder y fidelidad están en la Cabeza. Todo podrá estar en desorden en la escena que nos rodea, pero si conocemos a Cristo como Cabeza comprobaremos que ni el poder del enemigo ni las faltas de los santos podrán causar un perjuicio a la sabiduría y el poder de la Cabeza.
Versículo 16
En este versículo, pasamos de lo que el Señor, en su gracia, obra por medio de los dones a lo que Él mismo hace como Cabeza del cuerpo. Cuando menciona que todas las coyunturas se ayudan mutuamente no se refiere al ejercicio específico de un don, porque los dones no son dados a todos, pero todo verdadero creyente ha recibido algo de la Cabeza para beneficio de los demás miembros del cuerpo. En el cuerpo humano, si cada miembro está bajo el directo control de la cabeza, todos ellos funcionarán juntos para el bien de todos. De igual manera, si cada miembro del Cuerpo de Cristo se somete al directo control de Cristo, el cuerpo crecerá edificándose a sí mismo en amor.
De modo que, en el curso de este pasaje, vemos la gracia que es dada a cada uno, los dones especiales, y lo que la Cabeza concede a cada miembro para la bendición de todo el cuerpo (v. 7, 11, 16).
También podemos advertir cuán amplio y destacable lugar ocupa el amor en el ámbito cristiano. Debemos soportarnos unos a otros en amor; tenemos que mantenernos en la verdad, siguiéndola en amor y la edificación del cuerpo debe realizarse en amor (v. 2, 15-16).
Todo el pasaje presenta un magnífico cuadro de lo que la Iglesia debería ser aquí abajo, según el pensamiento del Señor. Si miramos la cristiandad o lo que se hace en la tierra usando fraudulentamente el nombre de Cristo, no podremos tener una verdadera concepción del cristianismo o de la Iglesia. Para tener la verdadera noción de la Iglesia según la mente del Señor, nuestros pensamientos tienen que abstraerse de todo lo que nos rodea y debemos tener frente a nosotros la verdad tal como se presenta en la Palabra y se manifiesta en el Hijo de Dios.