El andar del creyente con relación a los afectos naturales
Esta parte nos exhorta acerca de la conducta conveniente que deben adoptar los creyentes en sus relaciones terrenales. En primer lugar, el apóstol habla de la más íntima de estas relaciones, es decir del matrimonio (v. 22-23); luego, de los hijos y de los padres (cap. 6:1-4); y finalmente de los siervos y de los amos terrenales (cap. 6:5-9).
Individualmente reconocemos a Cristo como Señor, y las responsabilidades vinculadas a cada una de estas relaciones deben verificarse en el temor del Señor. La mujer debe estar sujeta a su propio marido “como al Señor” (v. 22); los hijos deben obedecer a sus padres “en el Señor” (cap. 6:1); los padres deben enseñar a sus hijos “en disciplina y amonestación del Señor” (cap. 6:4); los siervos deben servir “de buena voluntad, como al Señor” (cap. 6:7); y los amos deben recordar que tienen un Amo y Señor en los cielos.
Versículos 22-25
A la mujer creyente se la exhorta a permanecer sujeta en todo a su marido, y al marido creyente a amar a su mujer. Las exhortaciones especiales siempre tienen por objeto señalarle al individuo que las recibe la cualidad particular que no debe olvidar y que suele flaquear en él. La mujer es propensa a perder la sujeción a su marido y, por consecuencia, se le recuerda que él es “cabeza de la mujer”, por lo tanto ella debe estarle sujeta. El hombre es más propenso que la mujer a olvidar el afecto, por ello la exhortación a los maridos es: “Amad a vuestras mujeres”.
Para hacer énfasis respecto a la sujeción que se le requiere a la mujer y al afecto que se le demanda al marido, el apóstol es conducido a hablar de Cristo y la Iglesia, y así aprendemos la gran verdad que nos enseña que las relaciones terrenales están establecidas de acuerdo al modelo de las relaciones celestiales. Cuando en el principio Dios instituyó la relación de marido y mujer, lo hizo según el modelo de lo que solo existía en sus designios, es decir, de Cristo y la Iglesia. De manera que, por una parte, la relación entre Adán y Eva, como marido y mujer, presenta en las Escrituras la primera figura de Cristo y la Iglesia; y, por otra, Cristo y la Iglesia sirven para ilustrar la verdadera actitud que deben asumir entre ellos el marido y la mujer. La mujer debe estar sujeta a su marido considerándolo como cabeza, de la misma manera que Cristo es la Cabeza de la Iglesia y el Salvador de estos cuerpos mortales. De igual modo, si el marido es exhortado a amar a su mujer, encuentra el ejemplo de ello en Cristo y la Iglesia, porque debe amarla “así como Cristo amó a la Iglesia”.
Se puede pensar que el nivel propuesto es muy elevado, y que estas exhortaciones que requieren que la mujer esté sujeta a su marido en todo, y que el marido ame a su mujer como Cristo amó a la Iglesia son demasiado fuertes. Pero, ¿qué mujer objetaría sujetarse a un marido que la amase como Cristo amó a la Iglesia? ¿Y qué marido podría dejar de amar a una mujer que siempre le estuviese sujeta, como la Iglesia debería estar sujeta a Cristo?
El corazón del apóstol está tan lleno de Cristo y la Iglesia, que aprovecha la ocasión que le dan estas exhortaciones prácticas para exponer de manera muy vívida las relaciones eternas de Cristo y su Iglesia, lo cual nos conviene considerar.
Nos recuerda que “Cristo es cabeza de la iglesia”; que “Cristo amó a la iglesia”, y que la sustenta y la cuida con ternura. Él es la Cabeza para guiarla, tiene el corazón para amarla y la mano para suplir todas sus necesidades. En medio de todas las dificultades que debemos enfrentar, nuestro infalible recurso es mirar a Cristo, nuestra Cabeza, para obtener sabiduría y ser dirigidos por Él. Cuando sentimos todas nuestras penas y el fracaso del amor humano, podemos recurrir al inmutable amor de Cristo, que excede a todo conocimiento; y en todas nuestras necesidades, podemos contar con sus cuidados y recursos.
Además, el amor de Cristo se nos presenta de tres maneras: lo que su amor hizo en el pasado, lo que hace en el presente y lo que aún hará en el porvenir. En el pasado, Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella. No solo se trata de que haya renunciado a una corona real, a las glorias del reino y las comodidades terrenales, para seguir un camino de humillación y dolor, sino que al final de ese camino “se entregó a sí mismo”. ¿Qué más podría dar?
No se trata solamente de que en el pasado Él haya muerto por nosotros, sino de que en el presente vive por nosotros. Actualmente santifica y purifica a la Iglesia mediante “el lavamiento del agua por la palabra”. Él se ocupa diariamente de nosotros, separándonos de este mundo malo y purificándonos de las prácticas de la carne. Este bendito trabajo se realiza mediante la aplicación de la Palabra a nuestros pensamientos, palabras y caminos.
Recordemos que Él no hizo que primero la Iglesia fuese digna de ser amada, para luego amarla y entregarse por ella. Él la amó tal como era ella y, seguidamente, se entregó a sí mismo por ella, y ahora trabaja para hacerla apta para Él. Dios obró de manera muy dichosa para con Israel, según este mismo principio. Jehová pudo decir a este pueblo: “Yo pasé junto a ti, y te vi sucia en tus sangres… estabas desnuda y descubierta. Y pasé yo otra vez junto a ti, y te miré, y he aquí que tu tiempo era tiempo de amores; y extendí mi manto sobre ti, y cubrí tu desnudez… y entré en pacto contigo… Te atavié con adornos, y puse brazaletes en tus brazos y collar a tu cuello… y una hermosa diadema en tu cabeza… Y fuiste hermoseada en extremo… Y salió tu renombre entre las naciones a causa de tu hermosura; porque era perfecta, a causa de mi hermosura que yo puse sobre ti” (Ezequiel 16:6-14). Lo que para Israel era el tiempo de necesidad, para Dios era el tiempo de amar. Así amó Cristo a la Iglesia profundamente necesitada y se entregó a sí mismo por ella; luego, habiéndola adquirido, la purifica y la hace apta para Él. Nosotros no podemos sentirnos satisfechos si el objeto de nuestro amor no responde a nuestros gustos, y Cristo no se sentirá satisfecho hasta que la Iglesia esté perfectamente adaptada y conformada a Él.
Versículos 26-27
Él obra, en su amor, a fin de presentarse a sí mismo, muy pronto, “una iglesia que no tuviese mancha ni arruga ni cosa semejante, sino que fuese santa y sin mancha”. La santificación actual, señalada en el versículo 26, está vinculada con la presentación en gloria de la que nos habla el versículo 27; es decir, la condición en que seremos presentados a Cristo en gloria: santos y sin mancha; esta es la medida de nuestra santificación, incluso ahora. Mientras estemos aquí abajo, no podremos alcanzar la medida de la gloria, pero no existe otra medida. Además, la condición en la gloria no solo es la medida de nuestra santificación, sino que, tal como se manifiesta perfectamente en Cristo, es el poder de nuestra santificación.
“La palabra”, que nos revela lo que somos y hace que nos ocupemos de Cristo glorificado, es el poder purificador. Vemos que la Palabra y el efecto santificante que produce Cristo glorificado se encuentran unidos en la oración del Señor: “Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad”, luego agrega: “Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad” (Juan 17:17, 19). Vemos que el Señor en la gloria se puso aparte para ser el objeto de su pueblo en la tierra, y al ocuparnos de él somos transformados de gloria en gloria en su misma imagen.
Por desgracia, la cristiandad fracasó completamente al no andar a la luz de estas grandes verdades concernientes a Cristo y la Iglesia. En la práctica, dejó de dar a Cristo el lugar que le pertenece como Cabeza y, por consecuencia, no se mantuvo sujeta a Él. De manera que no nos sorprende ver el abandono de estas relaciones vitales, formadas según el modelo de Cristo y la Iglesia; abandono que condujo a las mujeres a rechazar de manera generalizada la sujeción a sus maridos, y a los maridos a la infidelidad y falta de amor por sus mujeres. La ruina de la cristiandad y la dispersión de los creyentes que la cristiandad dividió en una multitud de sectas, son acontecimientos que pueden ser atribuidos a dos males: al hecho de que los cristianos profesantes hayan abandonado el lugar que le pertenece a la Iglesia, es decir, el de sujeción a Cristo, y que hayan usurpado el lugar de autoridad que le pertenece a la Cabeza.
El principio de estos males lo encontramos en la asamblea de Corinto. Allí, los creyentes establecieron conductores en el lugar que le correspondía a Cristo, y seguidamente se agruparon en partidos sujetos a los conductores que ellos mismos habían elegido. El mal que comenzó en Corinto halló pleno desarrollo en la cristiandad, donde el clericalismo prácticamente puso de lado al señorío de Cristo y donde la independencia reemplazó a la sujeción a Cristo.
Versículos 28-30
Después de haber presentado de manera tan bendita la verdad referente a Cristo y la Iglesia, el apóstol vuelve a dar exhortaciones prácticas. Los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos, porque ambos están unidos en uno de manera tan real, que el marido puede considerar a su mujer como si fuera él mismo. Como tal, el marido tendrá el gozo de sustentar a su mujer, respondiendo a todas sus necesidades y cuidándola con ternura, como a algo muy precioso. De nuevo, el apóstol presenta a Cristo y los cuidados que le brinda a la Iglesia, como el modelo perfecto de los cuidados que el marido debe brindarle a su mujer. No se trata solamente de que en el pasado Cristo haya muerto por nosotros y que en el presente se ocupa de nosotros teniendo como meta la eternidad, sino que, durante nuestro peregrinaje, Él vela por nosotros y nos cuida tratándonos como a sí mismo. “Porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos”. Él pudo decirle a Saulo de Tarso, cuando este respiraba aún amenazas y muerte contra los santos: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Alguien dijo muy acertadamente: «La carne de un hombre es él mismo, y Cristo cuida de sí mismo al cuidar a la Iglesia». Y también: «Cristo no falla jamás, y no puede haber una necesidad en la Iglesia de Cristo, que no encuentre respuesta en el corazón de Cristo».
Versículos 31-32
El marido que ama a su mujer se ama a sí mismo y dejará otras relaciones para unirse a su mujer. El apóstol cita el Génesis, pero establece expresamente que es un gran misterio “respecto de Cristo y de la iglesia”. Cristo, como Hombre, abandonó toda clase de relación con Israel según la carne para adquirir a su Iglesia.
Versículo 33
Por lo demás, dice el apóstol a cada uno individualmente –mientras tratamos de penetrar en estas verdades eternas del gran misterio de Cristo y de la Iglesia–, que el marido ame a su mujer como a sí mismo, y que la mujer respete a su marido.
Capítulo 6, versículos 1-3
Se ha señalado que en la epístola a los Efesios las exhortaciones siempre se dirigen en primer lugar a aquellos a quienes se les demanda sujeción. A las exhortaciones especiales les precede una exhortación de orden general a someterse unos a otros (cap. 5:21).
Las exhortaciones acerca de la sujeción se dirigen particularmente a las mujeres, a los hijos y a los siervos; y vemos que las mujeres son exhortadas antes que los maridos, los hijos antes que los padres y los siervos antes que los amos. Este orden parece atribuir gran importancia al principio de sujeción. Alguien dijo: «El principio de sujeción y obediencia es el principio curativo de la humanidad».
El pecado es desobediencia, y entró en el mundo por la desobediencia. Desde entonces, la esencia del pecado es la propia voluntad que manifiesta el hombre y su rechazo a someterse a Dios. Una mujer insumisa hará que un hogar sea miserable; un hijo desobediente será un hijo infeliz; y un mundo no sujeto a Dios, solo puede ser un mundo desdichado y miserable. Los sufrimientos del mundo solo cesarán cuando sea llevado a sujetarse a Dios, bajo el reinado de Cristo. El cristianismo enseña esta sujeción, y el hogar cristiano debería anticipar en alguna medida la felicidad de un mundo sujeto al cetro de Cristo.
En cuanto a la obediencia de los hijos, no hay que olvidar que debe ser “en el Señor”. Esto supone un hogar gobernado por el temor del Señor y, por consecuencia, según el Señor. La cita del Antiguo Testamento, que vincula la promesa de bendición con la obediencia a los padres, demuestra que Dios estimaba muy grandemente la obediencia bajo la ley. En el cristianismo las bendiciones son de orden celestial, sin embargo, en los caminos gubernamentales de Dios, queda confirmado el principio que afirma que el hecho de honrar a los padres es causa de bendición.
Versículo 4
Los padres no deben educar a sus hijos según el principio de la ley, que podría conducirlos a decirles: «Si no te comportas bien, Dios te castigará». Tampoco deben educarlos según los principios del mundo, que no tienen en cuenta a Dios. Si los educamos simplemente con motivaciones mundanas, dotándolos así de una preparación para vivir en el mundo, no debemos sorprendernos si más tarde los vemos desviarse hacia el mundo. Además, los padres tienen que velar para no provocarlos a ira, ya que, de lo contrario, pueden perder el afecto de sus hijos y destruir la buena influencia que deben tener sobre ellos. Conservaremos su afecto y serán guardados del mundo, solo si son criados “en disciplina y amonestación del Señor”. Ellos deben ser enseñados como para el Señor, y como el Señor lo haría.
Versículos 5-9
Para que el siervo cristiano obedezca a un amo terrenal, es necesario que tenga un corazón recto para con Cristo. Podrá servir “de buena voluntad” a su amo terrenal, únicamente si lo hace como siervo de Cristo, buscando de corazón hacer la voluntad de Dios. Lo que haga de buena voluntad para el Señor, tendrá su recompensa.
Los amos cristianos deben regirse por los mismos principios que los siervos cristianos. En todas sus relaciones con sus siervos, el amo debe recordar que él mismo tiene un Amo, un Señor en los cielos. Debe tratar a sus siervos con la misma “buena voluntad” que espera de ellos. Además, debe renunciar a las amenazas, y no servirse de su posición de autoridad para proferirlas.