La obra de Dios para llevar a cabo su propósito
El capítulo 1 nos ha revelado los designios de Dios para Cristo y la Iglesia, y termina con la oración del apóstol, quien desea que conozcamos el poder que opera para con nosotros y por el cual esos designios de amor tendrán cumplimiento.
En el capítulo 2 se nos permite aprender, en primer lugar, cómo opera en nosotros el poder de Dios (v. 1-10); luego, los caminos de Dios para con nosotros, (v. 11-22), para la formación de la Iglesia en el transcurso del tiempo, a fin de cumplir Sus designios para nosotros.
Versículos 1-3
El capítulo comienza presentándonos un solemne cuadro de la posición y de la condición en la que el hombre había caído bajo la antigua creación. Los dos primeros versículos presentan la condición del mundo gentil; el versículo 3 introduce a los judíos en este solemne cuadro. “Nosotros”, judíos, dice el apóstol, “éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás”.
Dios considera a judíos y gentiles como muertos en sus delitos y pecados, pero vivos en cuanto a la corriente de un mundo malo que está bajo el poder del maligno, el príncipe de la potestad del aire. De modo que, para Dios, el hombre es desobediente, haciendo la voluntad de la carne y de los pensamientos; y, por naturaleza, yace bajo el juicio de Dios.
Aunque el judío, de manera externa, estaba en una posición de privilegio, a causa de sus codicias manifestó que tenía una naturaleza pecaminosa y, por lo tanto, que estaba en el mismo terreno que el gentil. Para Dios, tanto los judíos como los gentiles están muertos. En la epístola a los Romanos se nos considera como estando bajo sentencia de muerte a causa de lo que hemos hecho, es decir, de nuestros pecados. Aquí, ya se nos considera como muertos ante los ojos de Dios en razón de lo que somos, es decir, a causa de nuestra naturaleza caída. Sin embargo, este estado de muerte no es un estado de irresponsabilidad, ya que el apóstol describe al hombre con expresiones tales como: “anduvisteis”… “vivimos”… “haciendo la voluntad de la carne”. De manera que, ante los ojos de Dios, el hombre está muerto; pero en lo que concierne a las influencias del mundo, de la carne y del diablo, está activamente vivo. Además, el diablo obtuvo dominio sobre el hombre porque este desobedeció a Dios; y el resultado de esa desobediencia es la naturaleza caída que tenemos. Somos “hijos de desobediencia”.
Versículo 4
Si para Dios, el mundo está totalmente muerto, el hombre no tiene posibilidad de liberarse por sí mismo de tal condición. Un muerto no puede hacer nada en cuanto a Aquel ante quien está muerto. Para un muerto, toda bendición tiene que depender enteramente de Dios. Esto le abre el camino a las actividades del amor de Dios. En la verdad presentada aquí no se trata tanto de que asimilemos estas cosas de manera experimental, sino más bien de la forma en que Dios obra de acuerdo a su amor, para su propia satisfacción.
En los tres primeros versículos contemplamos al hombre obrando según su naturaleza caída, colocándose a sí mismo bajo juicio. En los versículos siguientes hay un contraste absoluto; vemos a Dios obrando de acuerdo a su naturaleza, introduciendo al hombre en la bendición. Cuando el hombre obra según su propia naturaleza, lo hace sin tener en cuenta a Dios, a causa de la concupiscencia de su propio corazón. Cuando Dios obra según su naturaleza, lo hace sin tener en cuenta al hombre, y de acuerdo a los motivos de amor de su corazón. El amor de Dios operó en nosotros cuando estábamos “muertos en pecados”, no cuando comenzamos a tener conciencia de nuestra miseria, ni cuando respondimos a ese amor.
Cuatro caracteres de Dios se despliegan ante nosotros: amor, gracia, misericordia y bondad (v. 4, 7). El amor es la naturaleza de Dios, el móvil de todas sus acciones y la fuente de todas nuestras bendiciones. Si Dios obra según su corazón de amor, la bendición que resulta de ello solo se puede medir mediante Su amor. Entonces, la pregunta que se suscita no es qué medida de bendición responderá a nuestras necesidades, sino cuál es la magnitud de la bendición que satisfará al amor de Dios. La gracia es el amor activo para con objetos indignos y se dirige a todos. La misericordia se manifiesta al pecador individualmente. La bondad es lo que confiere bendiciones al creyente. Dios, pues, obra “por (o a causa de) su gran amor” y de ninguna manera a causa de lo que somos. ¿Quién puede medir su “gran amor”, y quién puede mensurar la bendición que está en concordancia con este amor?
Versículo 5
Dicho amor se expresa hacia nosotros primeramente en las actividades de la gracia que, individualmente, nos vivifica con Cristo. Si estamos muertos, no puede haber ningún movimiento de nuestra parte hacia a Dios. El primer movimiento debe provenir de Dios. La nueva vida nos ha sido impartida, pero es una vida en asociación con Cristo. Una vida que, de hecho, es la de Aquel con quien hemos sido vivificados. De manera que la condición que hemos recibido por gracia es exactamente la opuesta a la condición que teníamos por naturaleza. A los ojos de Dios, por naturaleza, estábamos muertos con el mundo; pero ahora, por gracia, Él nos dio vida juntamente con Cristo.
Versículo 6
Pero no solo ha cambiado nuestra condición, sino también nuestra posición. La vivificación es la comunicación de la vida; la resurrección introduce al que es vivificado en la posición de los vivientes. Aquí se nos enseña que tenemos esta posición en Cristo. Los creyentes de origen judío, así como los de origen gentil, son resucitados juntos y también están sentados juntos “en los lugares celestiales en Cristo Jesús” (según el texto original en griego). Somos vivificados “con él”, pero resucitados y sentados “en él”. En la actualidad, todavía no hemos sido resucitados y sentados en los lugares celestiales. Sin embargo, ante Dios, estamos en esta nueva posición en la Persona de nuestro representante. Somos representados “en Cristo”.
Versículo 7
Habiendo alcanzado la altura de la posición cristiana, pasamos ahora a conocer el glorioso objetivo que Dios se propuso al obrar así para con nosotros en amor. Esto es “para mostrar en los siglos venideros las abundantes riquezas de su gracia en su bondad para con nosotros en Cristo Jesús”. Es como si Dios dijese: “En los siglos venideros mostraré cuál es el fruto de la obra de Cristo y cuál es el propósito de mi corazón”. Es evidente que, para responder a tan grandes objetivos, nada puede ser más adecuado que la condición y la posición más elevadas en las que un hombre puede encontrarse. Cuando los ángeles y los principados vean a un pobre pecador y a la Iglesia entera en la misma gloria que el Hijo de Dios, comprenderán, en la medida que les sea posible, las inmensas riquezas de la gracia que los colocó allí.
Versículos 8-9
Todo se llevará a cabo por la gracia de Dios, y toda bendición que gozamos es don de Dios. Incluso la fe por medio de la cual recibimos la salvación es don de Dios. Las obras del hombre no hallan cabida para asegurarse esta bendición; todo es de Dios y, por consecuencia, no hay lugar para la vanagloria del hombre.
Versículo 10
Esto nos conduce a otra verdad. No solo que nuestras obras están excluidas –porque Dios lo ha hecho todo– sino que también nosotros somos hechura suya y, como tales, formamos parte de una nueva creación en Cristo Jesús. Las obras de la ley están excluidas como medio de salvación; sin embargo, ello no debe hacernos inferir que las obras no tienen lugar en la vida cristiana. En efecto, hay obras inherentes a la posición de bendición en la que somos introducidos y que Dios preparó de antemano para que anduviésemos en ellas. Dichas obras se describen en la última parte de la epístola, donde somos exhortados a andar como es digno de la vocación con que fuimos llamados, en amor, como hijos de luz y cuidadosamente, como sabios (cap. 4:1; 5:2, 8, 15).
Las “buenas obras” de las que habla este versículo no se limitan al hecho de hacer una buena obra, lo cual podría hacer un hombre natural en cuyo andar se encuentra de todo, menos lo bueno. Aquí, los creyentes son vistos no solo como haciendo buenas obras, sino como andando en ellas. Además, las buenas obras están preparadas por Dios y conducen a un andar piadoso.
Versículos 11-12
El gran tema del capítulo 2 es la formación de la Iglesia en el transcurso del tiempo, considerando los designios de Dios para la eternidad. La primera parte del capítulo nos revela la obra de Dios en nosotros individualmente, sin hacer distinción entre judíos o gentiles; la segunda parte presenta la obra de Dios respecto a los creyentes, tanto judíos como gentiles, para unirlos en “un solo cuerpo” y como una casa edificada para morada de Dios.
Antes de hablar acerca de la posición actual de los creyentes, es decir, en Cristo, el apóstol recuerda la antigua posición que tenían los gentiles en la carne y la pone en contraste con la nueva posición que tienen ahora. La Iglesia está lejos de ser el conjunto de todos los creyentes desde la creación del mundo; al contrario, en los tiempos pasados (el tiempo precedente a la cruz), existía una distinción establecida por Dios entre los judíos y los gentiles, lo cual hacía imposible la formación de la Iglesia mientras subsistiese dicha distinción. El apóstol recuerda a los creyentes gentiles que en aquel tiempo existían muy rigurosas distinciones entre los judíos y ellos. En los caminos que Dios señaló para los judíos en la tierra, estos gozaban, como nación, de una posición que abarcaba privilegios en el aspecto externo, una posición totalmente ajena para los gentiles. Israel constituía un pueblo terrenal, con promesas y esperanzas terrenales, y tenía relaciones con Dios de manera externa. Su culto, su organización política, sus relaciones sociales, todo, desde el más elevado acto de adoración hasta el más pequeño detalle de la vida, estaba regulado por las ordenanzas de Dios. Era un inmenso privilegio, en el que los gentiles, como tales, no tenían parte. No porque los judíos fueran mejores que los gentiles, ya que a los ojos de Dios, la gran masa de los judíos era tan mala como los gentiles, y algunos hasta peores que estos. Por otra parte, individualmente entre los gentiles, había hombres que, como Job, eran verdaderos convertidos. Sin embargo, en sus designios para con la tierra, Dios separó a Israel de los gentiles y lo colocó en una posición especialmente privilegiada, pues aun cuando muchos de los de este pueblo no fuesen convertidos (como el caso de la masa), era un inmenso privilegio tener todos sus asuntos regulados según la perfecta sabiduría de Dios. Los gentiles no gozaban de esta posición en el mundo, ni eran públicamente reconocidos por Dios, ni tenían sus asuntos regulados mediante ordenanzas divinas. De hecho, las ordenanzas que regulaban la vida de los judíos mantenían una absoluta separación entre ellos y los gentiles. Por consecuencia, los judíos, mediante formas externas, tenían un lugar de proximidad a Dios, mientras que los gentiles, de manera externa, estaban lejos.
Pero Israel dejó de responder por completo a sus privilegios, volviéndose de Jehová a los ídolos. Menospreció totalmente los mandamientos y las ordenanzas de Dios, los cuales le habían conferido esa posición única. Lapidó a los profetas por quienes Dios procuraba hablar a su conciencia. Crucificó a su propio Mesías, quien se había manifestado en medio de su pueblo con gracia y humildad; y luego resistió al Espíritu Santo que daba testimonio del Cristo resucitado y glorificado. Como consecuencias de todo esto, perdió, para el tiempo actual, su especial posición de privilegio en la tierra y fue dispersado entre las naciones.
Versículo 13
El hecho de poner de lado a Israel preparó el camino para que tuviera lugar un gran cambio en los propósitos de Dios en la tierra. El breve recuerdo del pasado, dado por el Espíritu de Dios en los versículos 11 y 12, hace que, por contraste, la posición de los creyentes en el presente sea tanto más llamativa. Después del rechazo de Israel, Dios prosiguió sus caminos sacando a la luz la Iglesia, y de esa manera estableció una esfera de bendición enteramente nueva, completamente fuera tanto del círculo formado por los judíos como del que componen los gentiles.
En esta nueva posición se ve al creyente como alguien que no está más en la carne, sino en Cristo. Por eso el apóstol comienza a hablar de dicha nueva posición diciendo: “Pero ahora en Cristo”, y prosigue señalando el contraste con la antigua posición en la carne. En relación con la carne, el gentil, de manera externa, estaba lejos de Dios; y el judío, aunque era cercano mediante formas externas, moralmente estaba tan alejado como el gentil. El Señor, hablándoles a los judíos, tuvo que decir: “Este pueblo de labios me honra; mas su corazón está lejos de mí” (Mateo 15:8).
A continuación, el apóstol muestra cómo obró Dios para formar la Iglesia. Primero, los creyentes fueron “hechos cercanos por la sangre de Cristo”, trayendo a los gentiles del lugar alejado en que se encontraban, a causa del pecado, al lugar de cercanía en Cristo. Esta no es una simple cercanía de formas externas, lograda mediante ordenanzas y ceremonias, sino una cercanía vital, manifestada en Cristo mismo, quien resucitó de entre los muertos y se presentó ante la faz de Dios por nosotros. Por eso está escrito: “En Cristo Jesús… habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo”. Nuestros pecados nos mantenían alejados; la preciosa sangre de Cristo lava nuestros pecados y nos hace cercanos. La sangre de Cristo da testimonio de la enormidad del pecado que exigía tal precio para que fuese quitado; ello proclama la santidad de Dios, que no podía ser satisfecha por un precio menor, y revela el amor que podía pagar ese precio. No solo se trata de que el creyente puede acercarse a Dios, sino de que, en Cristo, ha sido hecho cercano.
Versículo 14
En segundo lugar, en este versículo leemos que de los creyentes de ambos pueblos, es decir, judíos y gentiles, “hizo uno”. Nadie puede sobrestimar la importancia de haber sido hechos cercanos por la sangre, pero para la formación de la Iglesia se necesita algo más. La Iglesia no está constituida simplemente por un número de creyentes que fueron “hechos cercanos”, pues esto es una verdad que se aplica a los santos de todos los tiempos, rescatados por la sangre de Cristo; sino que está formada por creyentes de entre los judíos y gentiles, dos pueblos de los cuales “hizo uno”. Cristo hizo esto mediante su muerte. “Él es nuestra paz” en un doble sentido: es nuestra paz entre Dios y el creyente, y es nuestra paz entre los creyentes de origen judío y los de origen gentil.
Versículo 15
Mediante su muerte, Cristo abolió “la ley de los mandamientos”, la cual era la causa de la distancia entre Dios y el hombre, y entre los judíos y los gentiles. Aunque la ley prometía la vida a los que la guardaran, condenaba a los que la transgredían. Y como todos transgredieron la ley, la misma condenaba inevitablemente a todos los que estaban sometidos a ella y de esa manera mantenía a los hombres lejos de Dios. Además levantaba una infranqueable barrera –una pared intermedia de separación– entre judíos y gentiles. No podía haber paz entre Dios y los hombres; y, mientras existiese esa barrera, tampoco entre judíos y gentiles. La condenación, que era el fruto de la transgresión de la ley, fue impuesta en la cruz, y así fue abolida la enemistad entre los hombres y Dios, y entre judíos y gentiles. La paz que resulta de ello se manifiesta en Cristo; Él es nuestra paz. Volvamos la vista hacia la cruz, y veremos que todo lo que había entre Dios y nuestra alma –el pecado, los pecados, la maldición a causa de la transgresión de la ley y el juicio– estuvo allí entre Dios y Cristo, nuestro substituto. Levantemos los ojos para ver a Cristo en la gloria y contemplaremos que no hay nada entre Dios y Cristo, sino la paz eterna que ha sido hecha y, por consecuencia, nada, ninguna enemistad, entre Dios y el creyente. Nuestra paz se manifiesta en Cristo, quien es “nuestra paz”.
Además, Cristo representa a los creyentes, tanto a los de origen judío como a los de origen gentil; por lo tanto es nuestra paz entre unos y otros; nos “hizo uno”. En la cruz, Cristo abolió por completo la ley de los mandamientos expresados en ordenanzas, como medio para acercarse a Dios y abrió un nuevo camino de acceso mediante su sangre. El judío que se acerca a Dios basándose en la sangre de Cristo ha terminado con las ordenanzas judías. Al gentil se lo toma de su posición de alejamiento de Dios, al judío se lo aparta de su proximidad dispensacional, y ambos son llevados a un único terreno, a ser uno, para gozar de una común bendición delante de Dios, bendición que jamás poseyó ninguno de los dos. Los creyentes de origen gentil no son elevados al nivel de los privilegios judíos, y los de origen judío no son rebajados al nivel de los gentiles; ambos son introducidos en un terreno enteramente nuevo, a un plano infinitamente más elevado.
En tercer lugar, los creyentes de ambos orígenes son tomados para crear “un solo y nuevo hombre”. Ya hemos visto que de ambos pueblos “hizo uno”, pero esto no expresa totalmente la verdad de la Iglesia. Si el apóstol se hubiese detenido allí, ciertamente habríamos visto que los creyentes fueron hechos cercanos por la sangre y que, habiendo abolido toda enemistad, fueron hechos uno; pero habríamos podido quedarnos con el pensamiento de que solo hemos sido constituidos como un grupo en feliz unidad. Esto es una bendita verdad, pero está muy lejos de ser la plena verdad en cuanto a la Iglesia. De manera que el apóstol continúa, diciéndonos que no solamente hemos “sido hechos cercanos” y que nos “hizo uno”, sino que somos hechos “un solo y nuevo hombre”. La expresión “nuevo hombre” nos habla de un nuevo orden en el hombre, caracterizado por la belleza y las gracias celestiales de Cristo. Ningún cristiano puede manifestar individualmente las gracias de Cristo; para hacer visible al nuevo hombre es necesaria la Iglesia entera.
Versículo 16
En cuarto lugar, se nos da a conocer otra verdad más: que los creyentes son reunidos para formar “un solo cuerpo”. Los creyentes de origen judío así como de los gentiles, se encuentran unidos no solo para manifestar las gracias del nuevo hombre, esto es, Cristo señaladamente en todas sus glorias morales, sino que también forman un solo cuerpo. Esto significa que se trata de algo más que de un grupo de personas en unidad; es un conjunto de personas en unión. Están unidas unas a otras mediante el Espíritu, para ser un cuerpo en la tierra, a fin de manifestar al nuevo hombre. De manera que los creyentes de origen judío y los de origen gentil no solo fueron reconciliados entre ellos, sino que al haber sido formados en un solo cuerpo están reconciliados con Dios. No estaría en consonancia con el corazón de Dios que los gentiles estén alejados, ni que los judíos estén cerca solo de manera externa; pero Dios puede reposar deliciosamente al haber formado, con los creyentes de ambos orígenes, un solo cuerpo; y esto mediante la cruz, que no solo quitó toda causa de enemistad entre ellos, sino también toda enemistad con Dios.
Versículo 17
Esta bendita verdad nos fue suministrada por las buenas nuevas de paz anunciadas a los que estaban lejos –los gentiles– y a los que, dispensacionalmente, estaban cerca –los judíos–. Podemos comprender por qué el anuncio de las buenas nuevas se introduce en este punto, en un pasaje que habla de la formación de la Iglesia. El apóstol acaba de hablar acerca de la cruz, porque sin ella no podría haber predicación, y sin predicación la Iglesia no podría ser formada. Aquí, a Cristo se lo considera como el Predicador, aunque el Evangelio que él anuncia sea proclamado por medio de otros.
Versículo 18
Aquí encontramos una bendita verdad más: por un mismo Espíritu, judíos y gentiles tienen acceso al Padre. Ya no existe distancia, ni del lado de Dios ni de nuestro lado. Mediante la obra de Cristo en la cruz, Dios puede acercarse a nosotros y anunciarnos la paz; y por la obra del Espíritu en nosotros, podemos acercarnos al Padre. La cruz nos da el derecho de acercarnos; el Espíritu nos faculta para hacer uso de nuestro derecho y para acercarnos de manera práctica al Padre. Si la entrada es por el Espíritu, entonces, evidentemente, no hay lugar para la carne. El Espíritu excluye a la carne bajo todas sus formas. La entrada al Padre no se obtiene ni levantando edificios, ni mediante rituales, órganos, coros, ni por intermedio de una clase especial de hombres. Se obtiene mediante el Espíritu, sí, “por un mismo Espíritu”, y de esta manera, en la presencia del Padre todo está en armonía.
En este magnífico pasaje vemos, pues, en primer lugar las dos clases de gentes que componen la Iglesia: los que antes estaban cerca mediante formas externas y los que antes estaban lejos. En segundo lugar, vemos que Dios ha hecho cercanos a Él a creyentes de los dos orígenes señalados; de ellos hizo un solo y nuevo hombre, y reconcilió a unos y otros en un solo cuerpo. Finalmente, aprendemos de qué manera Dios realizó esta gran obra: por la sangre de Cristo, “mediante la cruz”, por la predicación y por el Espíritu.
Versículos 19-22
Hasta aquí hemos contemplado a la Iglesia como Cuerpo de Cristo, pero en los caminos de Dios en la tierra también se la considera bajo otros aspectos, dos de los cuales se nos presentan en los últimos versículos de este capítulo. En primer lugar, la Iglesia es vista como un edificio que va creciendo para ser “un templo santo en el Señor”; seguidamente como “morada de Dios”.
Bajo el primero de estos dos aspectos, se compara a la Iglesia con un edificio en construcción, que crece para ser un templo santo en el Señor. Los apóstoles y profetas constituyen el fundamento, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo. Durante la dispensación cristiana, los creyentes son añadidos allí piedra por piedra, hasta que el último creyente haya sido agregado y el edificio completamente terminado sea manifestado en gloria. Este es el edificio que el Señor menciona en Mateo 16:18, cuando dice: “Edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella”. El que la edifica no es el hombre, sino Cristo; por lo tanto todo es perfecto y solo piedras vivas forman parte de esta santa estructura. Pedro nos explica el significado espiritual de esto, cuando dice que las piedras vivas son edificadas como casa espiritual, para ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios y anunciar las virtudes de Dios (1 Pedro 2:5, 9). En Apocalipsis 21, Juan tiene la visión del edificio terminado; lo ve descender del cielo, de Dios, resplandeciendo con la gloria de Dios. Entonces, por cierto, desde ese glorioso edificio se elevarán a Dios incesantes sacrificios de alabanza y se presentará al hombre un perfecto testimonio de las glorias de Dios.
Luego, empleando siempre la figura de un edificio, el apóstol Pablo presenta otro aspecto de la Iglesia (v. 22). Después de haber considerado que los santos se encuentran edificados y creciendo para ser un templo, ahora los ve constituidos como una casa ya terminada, para morada de Dios por el Espíritu. A todos los creyentes de la tierra que viven en cualquier momento dado se los considera como constituyendo la morada de Dios. Los creyentes de origen judío y los de origen gentil son “juntamente edificados” para ser esa habitación. La morada de Dios se caracteriza por la luz y el amor; por eso, cuando el apóstol llega a la parte práctica de la epístola, nos exhorta con estas palabras: “Andad en amor… andad como hijos de luz” (cap. 5:2, 8). La casa de Dios es, pues, un lugar de bendición y de testimonio, un lugar donde los santos son bendecidos con el favor y el amor de Dios; y, siendo bendecidos, se convierten en un testimonio hacia el mundo que los rodea. En Efesios, la morada de Dios se presenta de acuerdo a la mente de Dios y, por consecuencia, en esta epístola solo se considera lo que es real. Otros pasajes de las Escrituras nos mostrarán que, por desgracia, en manos de los hombres, la morada fue corrompida; hasta que finalmente leemos: “es tiempo de que el juicio comience por la casa de Dios” (1 Pedro 4:17).
Así que, este capítulo presenta a la Iglesia bajo tres aspectos. En primer lugar, la considera como el Cuerpo de Cristo, compuesto por creyentes tanto de origen judío como gentil, unidos a Cristo en gloria, formando así un nuevo hombre para manifestar todo lo que Cristo es como Hombre resucitado, Cabeza sobre todas las cosas. Recordemos que la Iglesia no solo es “un cuerpo”, sino que es “su cuerpo”, pues leemos: “La iglesia, la cual es su cuerpo” (cap. 1:22-23; 5:23). Al ser su cuerpo, la Iglesia es su plenitud, llena de todo lo que Él es, para expresar todo lo que Él es. La Iglesia, su cuerpo, debe ser la expresión de su mente, precisamente como nuestros cuerpos expresan lo que hay en nuestras mentes.
Seguidamente, presenta a la Iglesia como un edificio que va creciendo para ser un templo compuesto por todos los santos de todo el período cristiano, un templo donde los sacrificios de alabanza suben a Dios y donde Sus glorias se manifiestan a los hombres.
Finalmente, contempla a la Iglesia como un edificio completo en la tierra, compuesto por todos los santos que viven en cualquier momento dado, formando la morada de Dios para la bendición de los suyos y para testimonio al mundo.