Los recabitas - la disciplina personal
Una pregunta se impone: ¿Hay que esperar «pasivamente» la disciplina de Dios, sea para prevenir una caída o cuando se ha fallado?
En diversos pasajes la Palabra nos muestra cuán necesario es, en la dependencia del Espíritu de Dios, ser vigilantes y sobrios para ser guardados de la caída. Por otra parte somos llamados a juzgarnos, reconociendo y confesando nuestras faltas, para no ser castigados (disciplinados) por el Señor, sino conducidos al gozo del perdón (Salmo 32).
La disciplina voluntaria preventiva
Quizá por décima vez en su epístola el apóstol declara: “¿No sabéis?”. Esta vez no va a presentar una doctrina, sino un tema totalmente práctico: la necesidad de la disciplina preventiva en la carrera y el combate cristiano. No se trata de una obediencia legal, sino de una disposición de corazón (Daniel 1:8), resultado de una obra de gracia en nosotros, lo cual, sin embargo, no hace que nos consideremos superiores a los demás. El secreto es entregarse a la gracia para que nos forme por la acción del Espíritu de Dios, para hacer “morir las obras de la carne” (Romanos 8:13). No obstante, debemos dar muestra de una constancia personal:
Limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu
(2 Corintios 7:1),
obtener el cilicio moral, protección eficaz.
Correr y combatir implican una perseverante energía espiritual. En Apocalipsis 2 y 3, en cada mensaje el apóstol repite: “Al que venciere”. Exhortación individual y personal, sin esperar que otros emprendan en el mismo camino.
La victoria en la carrera, en el combate, no se logra sin un «régimen»; uno debe ser templado para obtener una corona (1 Corintios 9:25), pero también por miedo a una caída (v. 27).
¿Cuál es este régimen? El apóstol lo había convertido en una experiencia personal: “Así que, yo”. Habla de mortificar su cuerpo, literalmente de someter su cuerpo y esclavizarlo, por temor de que, después de haber predicado a otros, él mismo sea “eliminado”. Como en este pasaje se trata de una competencia deportiva, esta palabra podría ser traducida por «descalificado». ¿Cómo un servicio público podría producir frutos para Dios, si se falta gravemente en lo que se anuncia a los demás?
Este régimen implica sobriedad, es decir, dominio propio. Lo vemos en 1 Tesalonicenses 5, donde los “hijos del día” son puestos en contraste con los “de la noche”. 2 Timoteo 4:5 nos muestra que el evangelista debe ser sobrio. 1 Pedro 2:11 nos ordena abstenernos “de los deseos carnales que batallan contra el alma”. Muy a menudo estas codicias carnales son el origen de todo, cuando un joven se aparta deliberadamente del camino del Señor, invocando como excusa las dudas intelectuales, puro velo para su mala conducta.
El dominio propio compromete al cristiano para no dejarse llevar por todo lo que le rodea y le asedia, incluso aquello que le interesa. Es exhortado a ceñirse “los lomos” (1 Pedro 1:13). Conviene la práctica espiritual del ayuno (abstenerse voluntariamente de algo), muy especialmente en una época en que tantas cosas quieren llamar la atención. No podríamos dar la mano a las vanidades del mundo y a la vez tomar la mano del Señor.
Por amor a él debemos llevar Su yugo (Mateo 11:29). El profeta Jeremías ya lo señalaba: “Bueno le es al hombre llevar el yugo desde su juventud” (Lamentaciones 3:27). Este yugo de amor supone andar en el mismo camino que Él, avanzar al mismo paso que Él. ¡Es un esfuerzo constante reservar diez minutos cada mañana para realizar una gimnasia apropiada que fortalecerá nuestro cuerpo! ¿De igual manera nos esmeramos cada mañana en consagrar un momento suficiente a la lectura de la Palabra de Dios y la oración? Un viejo folleto tenía este título: «Un cuarto de hora de noventa y seis», un cuarto de hora para estar con el Señor al principio del día. ¿Le daremos solamente el 1% de nuestro tiempo? ¿Por qué no el 2%? ¿Emplearíamos más tiempo en escuchar la radio que su Palabra? ¡Esto posiblemente nos conducirá a renunciar a tardes muy largas!
“No dejando de congregarnos, como algunos tienen por costumbre”, dice el apóstol (Hebreos 10:25). En este campo también se requiere energía y un régimen que redima el tiempo necesario.
La parábola del sembrador nos habla de “espinos” (Marcos 4:19): las preocupaciones, las riquezas, las codicias, que entrando asfixian la Palabra. Es imposible no tener preocupaciones, pero debemos aprender a entregárselas al Señor, “echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros” (1 Pedro 5:7). En una sociedad desarrollada como la actual, las facilidades materiales aumentan. Debemos ser sobrios para usar de estos medios según Dios. Él nos da todas las cosas abundantemente para que las disfrutemos, pero para que las disfrutemos con el Señor Jesús. En cuanto a las codicias, tengamos cuidado para que no entren en el corazón y guerreen con él. Ellas nos seducen y nos incitan de muchas maneras, por medio de escenas leídas, oídas o vistas. No podemos abstenernos de ver muchas cosas, pero vigilemos para que estas no vengan a formar parte de nuestro ser interior.
En Proverbios 24:33-34 está dicho: “Un poco de sueño, cabeceando otro poco, poniendo mano sobre mano otro poco para dormir; así vendrá como caminante tu necesidad, y tu pobreza como hombre armado”. ¡Qué trampa en este “un poco”! Es necesario poner en práctica la sobriedad, la templanza. Pero el apóstol Pedro nos invita a añadir a ello la paciencia (2 Pedro 1:6), es decir, la perseverancia en ser sobrio. No dejarse tentar «por una vez» cuando se nos ofrece; no entregarse “un poco” al sueño espiritual que nos acecha. El enemigo sabe cómo sacar provecho de ello para introducirse en nuestra vida y empobrecerla.
Qué consuelo en la afirmación del apóstol, hablando del siervo de Dios: “Para su propio señor está en pie, o cae; pero estará firme, porque poderoso es el Señor para hacerle estar firme” (Romanos 14:4).
Los recabitas
Los descendientes de Jonadab, hijo de Recab, habían recibido de su padre la orden terminante de no beber vino, ni construir casas, ni sembrar campos, ni plantar viñas. Así, eran señalados como peregrinos, extranjeros en la tierra. Acordémonos de las palabras de ese siervo que podía decir: «El tesoro que encontré en Su amor me hizo ser un peregrino en este mundo».
Las circunstancias se habían vuelto difíciles; la guerra había empujado a la pequeña tribu a la ciudad de Jerusalén; Jeremías recibió de Dios la orden de llamar a los hombres al templo y darles a beber vino. Era una puesta a prueba. Pero los recabitas se mantuvieron firmes. En sí no era malo beber vino, pero ellos querían obedecer a su padre y renunciaban voluntariamente, como él se los había ordenado. En varios versículos se repite: “hemos obedecido” su voz. En cambio, el pueblo, lejos de seguir su ejemplo, no obedeció la palabra de Dios y atrajo sobre sí mismo la disciplina y el castigo (v. 17).
Es fácil aplicar espiritualmente la enseñanza de Jonadab, hijo de Recab. El vino quita el discernimiento: ¡cuántas cosas son aptas para quitarnos el discernimiento espiritual, si nos dejamos seducir por ellas! Las tiendas, en contraste con las casas, demuestran que uno no se establece en este mundo, que allí no encuentra su patria y su satisfacción. No sembrar los campos, no plantar viñas es no esperar una cosecha espiritual del mundo, sino encontrar su alegría en las cosas invisibles que permanecen.
Con el fin de ser separado para Dios, antiguamente el nazareo (Números 6), por un tiempo limitado (Hechos 18:18) o para toda la vida (Jueces 13:5), se abstenía de beber vino, símbolo de goces mundanos, dejaba crecer sus cabellos, renunciando a su dignidad personal y a su reputación, y se apartaba de toda persona muerta, alejándose de toda corrupción. Una práctica así no era obligatoria para nadie, pero el que por amor a Dios deseaba apartarse del mal, se cuidaba de estas cosas.
Examinarse a sí mismo
1 Corintios 11:31-32 nos enseña un principio de mucha importancia.
En relación con la cena del Señor, se nos dice:
Pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan (v. 28).
¿Qué significa probarse a sí mismo? ¿Es juzgar solamente nuestras faltas? El apóstol Pablo lo explica un poco más adelante, invitándonos a juzgarnos a nosotros mismos para no ser juzgados. El juicio del yo implica el acuerdo con Dios contra mí mismo, discernir en su luz las causas profundas de mis pecados. En primer lugar, según 1 Juan 1:9, hay que confesarlos, decirle a Dios claramente el mal que hicimos, y reconocerlo también ante aquellos a quienes hemos ofendido. Luego, buscar en su presencia los motivos o móviles secretos de nuestra culpa. Así evitaremos que esta disciplina sea ejercida de otro modo por el Señor: “Mas siendo juzgados, somos castigados por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo”. Además podremos decir como David: “Bienaventurado aquel cuya transgresión ha sido perdonada, y cubierto su pecado” (Salmo 32:1).
Este ejercicio no nos conducirá a una apreciación sombría de las cosas; al contrario, afirmará en nosotros el sentimiento de la gracia que nos permite, pese a todo, acercarnos a la cena del Señor y anunciar su muerte, por medio de la cual nuestros pecados fueron borrados. No debemos decir: Esta semana no he hecho nada malo, puedo participar de la cena del Señor. Al contrario, es necesario probarse a sí mismo, juzgarse y tomarla por la fe, sabiendo que esos pecados presentes que muy fácilmente cometemos a diario fueron expiados en la cruz por el Señor Jesús, lavados por su sangre preciosa. Él es la propiciación por nuestros pecados. Entonces, seguros del perdón y conscientes del precio que pagó para expiar nuestras culpas, venimos al memorial con el sentimiento profundo de la gracia inmensa que nos ha sido hecha.
¡Oh gracia infinita! Fuiste inmolado,
Diste tu vida. Tu sangre derramada
para que en el santuario, por todos honrado,
Nuestro Dios tu Padre pudiera ser adorado.
Traducido del francés (Hymnes & Cantiques N° 44)
El Salmo 130:4 nos dice: “En ti hay perdón, para que seas reverenciado”. La conciencia de la gracia no nos hace volver ligeramente a nuestras faltas; por el contrario, tememos desagradar nuevamente al Señor. Proverbios 28:13 precisa: “El que encubre sus pecados no prosperará; mas el que los confiesa y se aparta alcanzará misericordia”. ¿No exige esto una seria disciplina personal, con el santo deseo, por el poder que Dios da, de no recaer?