Más fruto

Job

Job - la disciplina para conocer su propio corazón

Uno de los motivos del camino por el desierto era conducir al pueblo a “saber lo que había” en su corazón (Deuteronomio 8:2), ese corazón que solo Dios puede sondear verdaderamente:

Engañoso es el corazón más que todas las cosas, y perverso; ¿quién lo conocerá? Yo Jehová, que escudriño la mente, que pruebo el corazón, para dar a cada uno según su camino, según el fruto de sus obras
(Jeremías 17:9-10).

El salmista oraba para que Dios sondeara su corazón, para que conociera sus pensamientos, a fin de que al encontrarse en el camino del dolor, lo condujera a la vida eterna (Salmo 139).

Fue la experiencia de Ezequías cuando en la cumbre de su carrera “Dios lo dejó, para probarle, para hacer conocer todo lo que estaba en su corazón” (2 Crónicas 32:31); y sobre todo tenemos la experiencia de Job. La Palabra de Dios dedica todo un libro para enseñarnos que la satisfacción del yo (leer Job 33:9) debe enjuiciarse y remitirse a la gracia: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza” (cap. 42:6).

De entrada señalemos que el objeto de la disciplina de Job no fue para castigarle, como sus amigos lo creían sin razón. Dios la empleó para poner en evidencia la justicia propia escondida en su corazón; era el único medio para conducirlo a la verdadera bendición. Hablando de Job, Santiago nos dice: “Habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo”.

Job bendecido

La Palabra nos dice que Job era un hombre perfecto y recto, que temía a Dios y se apartaba del mal. Dios mismo lo llama “mi siervo”. Fue bendecido en su familia: parece que sus siete hijos y sus tres hijas tenían buena armonía entre ellos. Tenía éxito en sus empresas: su ganado se multiplicaba, sus cultivos prosperaban. Su vida moral era ejemplar: era fiel; se ocupaba del huérfano y de la viuda; era hospitalario. Además era respetado entre sus conocidos (cap. 29:7 y sig.).

Entonces, ¿qué le faltaba a este patriarca? Ni siquiera en la prueba le atribuía nada inconveniente a Dios, no pecó en absoluto con sus labios; mantuvo la “perfección”, pero… estaba muy consciente de ella: ¡“Mi justicia tengo asida, y no la cederé; no me reprochará mi corazón en todos mis días”! (cap. 27:6), o aun: “Yo soy limpio y sin defecto; soy inocente, y no hay maldad en mí” (cap. 33:9).

De sus hijos, Job decía: “Quizás habrán pecado mis hijos, y habrán blasfemado contra Dios en sus corazones” (cap. 1:5). Pero no le vino a la mente el hecho de que él mismo hubiera podido hablar contra Dios.

Entonces, ¿cómo podía el Señor conducir a Job para que conociera su propio corazón? Es el tema total del libro, 39 capítulos, ¡mucho más que para presentarnos la vida de Abraham o de José!

Job probado

Las pruebas iban a caer sobre Job. Sería despojado de sus bienes y profundamente tocado en sus afectos por medio de la muerte de sus diez hijos. Pero su actitud permanecería intachable: “Jehová dio, y Jehová quitó; sea el nombre de Jehová bendito”. Luego fue tocado en su cuerpo, la enfermedad cayó sobre él, “una sarna maligna desde la planta del pie hasta la coronilla de la cabeza”. El enemigo se sirvió de su mujer para incitarlo a maldecir a Dios. Pero Job se mantuvo firme y no pecó con sus labios.

No se trata de una sucesión de desgracias. No, la Palabra nos muestra que Dios gobierna todo. En los versículos 6 a 12 vislumbramos algo de lo que sucede entre Dios y los ángeles. Vemos que fue Dios quien llamó la atención de Satanás sobre Job, ¡poniendo límites al poder del enemigo! (1 Corintios 10:13). A pesar de todo lo que sería manifestado en su ser interior, Job glorificaría a Dios frente a Satanás. En 1 Corintios 4:9 los apóstoles son ofrecidos igualmente en espectáculo para los ángeles, testimonio de su fe para la gloria de Dios, como lo fueron también los tres jóvenes hebreos en el horno de fuego.

Satanás es “el acusador de nuestros hermanos” (Apocalipsis 12:10). Es nuestro “adversario” (1 Pedro 5:8). Instó a Dios en contra de Job (cap. 1:9-11; 2:4-5). “Incitó” a David a contar al pueblo (1 Crónicas 21:1). Se opuso a Josué, sumo sacerdote (Zacarías 3:1); pidió zarandear a Simón Pedro (Lucas 22:31). Sin embargo, solo es un agente en las manos del Señor; desaparece al final de la prueba, dejando al santo frente a Dios: Job, en el capítulo 42, David en la era de Ornán, Josué revestido de trajes reales, Pedro plenamente restaurado.

Pero cuando este adversario toma lugar en el corazón, no suelta su presa, como en el caso de Judas (Juan 13:27), o de Ananías (Hechos 5:3).

Dios permitió que “un mensajero de Satanás” abofeteara a Pablo, sin embargo, por el efecto de la gracia divina, su comunión con Dios se mantuvo durante toda su vida (2 Corintios 12:7).

La reacción de Job ante la prueba es notable; pero su historia no podía acabarse así. Dios deseaba bendecirlo doblemente, revelársele, manifestarle su gracia y dar el verdadero descanso a esa alma inquieta (cap. 3:25-26). Job, aunque no pertenecía al pueblo de Israel, era un hombre de élite, un alma solitaria de la cual Dios se ocupaba en gracia para formarlo y conducirlo más cerca de él.

Los tres amigos

La mujer de Job lo incitó a maldecir a Dios. Sus amigos llegaron para compadecerse de él y consolarlo. A pesar de todas sus buenas intenciones, lo presionaron demasiado. No entraban, en absoluto, en el plan de Dios, y exponiendo sus puntos de vista se enredaban aún más en sus erróneas afirmaciones.

¡Qué ejemplo perfecto para ser prudentes cuando visitamos a unos amigos que están pasando por la prueba! Fácilmente somos llevados a juzgar, en lugar de reservarnos nuestras apreciaciones con respecto a los motivos de la disciplina que Dios ha permitido para nuestro hermano. Cuán necesario es ser conducido por el Espíritu de Dios, paso a paso, una palabra después de la otra. Primero debemos escuchar, luego es preciso abrir la Palabra, mirando siempre al Señor.

Tres amigos de Job llegaron para “condolerse de él y para consolarle”, para ocuparlo de sí mismo. Es una trampa. Si alguien está pasando por una prueba, no se trata de tener lástima de él o de ella, ni de unirse a sus porqués. Será mucho mejor hacer lo que hicieron los hermanos y hermanas de Job después de que hubo pasado la prueba: “se condolieron de él” (cap. 42:11); y sobre todo, seguir el ejemplo de Eliú, quien dirigió el pensamiento y el corazón de Job hacia Dios. Viendo su desdicha, los amigos de Job permanecieron mudos durante siete días y siete noches, después de haber llorado a gritos, rasgado sus vestidos y esparcido polvo sobre sus cabezas, porque vieron “que su dolor era muy grande”.

Ante el silencio lleno de reproches, Job no soportó más y explotó (cap. 3 y sig.). ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? No se quejó por las circunstancias; las aceptó de la mano de Dios; pero objetó los motivos de la prueba al no discernirlos y encontrarlos injustos. De ahí su tormento y sus porqués.

Veintinueve capítulos nos presentan al patriarca y a sus amigos discutiendo, disputando, contendiendo. Los tres repetían: Dios te castiga porque has pecado. Job replicaba: soy puro, no he cometido iniquidad. Empujado hasta lo más profundo, acusó a Dios: Él es injusto, tiene “cosida mi iniquidad” (cap. 14:17). El tono del debate se acentuó y se exacerbó, sacando a la luz la justicia propia, la satisfacción del yo, el orgullo espiritual que estaba en el fondo del corazón de Job. Recordó todas sus buenas acciones (cap. 29), todo el mal que supo evitar; considerando que Dios lo castigaba sin razón, pidió hablarle: “Yo le contaría el número de mis pasos, y como príncipe me presentaría ante él” (cap. 31:37). Después de esta larga disputa, aparentemente inútil, una sola conclusión se impone: “Aquí terminan las palabras de Job” (cap. 31:40). He aquí el primer paso hacia la restauración: callarse.

Eliú

Durante las largas conversaciones de Job y sus amigos, Eliú, mucho más joven, escuchaba (cap. 32:11-12). Sus rasgos característicos eran la paciencia, la modestia, la humildad; no discutía; no halagaba; no se parcializaba, mas estaba movido por un espíritu de rectitud. No dio prueba de suficiencia, sino que supo ponerse al nivel del pobre que sufría (cap. 33:6-7), cual hermoso tipo del Salvador que vino, como Hombre entre los hombres, y se humilló para estar en medio de nosotros “como el que sirve” (Lucas 22:27).

Eliú presentó la gracia, pero también la verdad. Sin rodeos le dijo a Job cuáles eran sus faltas: considerarse justo (cap. 33:9) y acusar a Dios (cap. 33:10-11; 34:5). Pero no concentró los pensamientos del patriarca sobre sí mismo; lo puso ante el Señor.

El joven señaló la grandeza de Dios (cap. 33:12), quien no tiene que dar cuenta de sus actos (v. 13), que no es injusto, sino que desea el verdadero bien de los suyos (v. 14-30).

Luego Job debió callarse, reflexionar, dejar de discutir. Eliú le advirtió que iba por mal camino. El Señor permite la disciplina con el fin de conducir al hombre a “hacer lo recto ante los ojos” del Señor; la rectitud al juzgarse a sí mismo es el único camino de la bendición y del conocimiento de la gracia. Pero él es consciente de que solo “lo vence Dios, no el hombre” (cap. 32:13).

Eliú subraya nuevamente el propósito de esta disciplina: hacer que el creyente reconozca sus transgresiones, que son muchas, y que se vuelva de la iniquidad (36:8 y sig.). Dos resultados pueden producirse: escuchar, servir a Dios (v. 11) y hallar la bendición; o no escuchar y precipitarse en la desgracia (v. 12).

Al terminar sus discursos, Eliú compara esta disciplina con las nubes y la tormenta que Dios permite en la vida de los suyos: “Regando también llega a disipar la densa nube… Asimismo por sus designios se revuelven las nubes en derredor… Unas veces por azote… Otras por misericordia las hará venir” (cap. 37:11-13). Bajo el efecto de la tormenta, de la disciplina, “se estremece mi corazón, y salta de su lugar” (cap. 37:1). “Ahora ya no se puede mirar la luz brillante, está escondida en las nubes”. Pero el propósito de la disciplina es la bendición: “Luego que pasa el viento y los limpia, produce un cielo claro” (cap. 37:21, versión J. N. D.).

La presencia de Dios

En veintinueve capítulos Job y sus amigos discutieron y cuestionaron. En seis capítulos Eliú habló de parte de Dios a Job. Y solo cuatro capítulos bastaron al Señor para llevar a cabo la obra maestra que perseguía en el corazón de Job: “¿Qué enseñador semejante a él?” (cap. 36:22).

Job había dicho: “Yo hablaría con el Todopoderoso, y querría razonar con Dios” (cap. 13:3). Dios desciende. No agobia a su siervo con reproches severos, aunque justificados. Toma el lugar del alumno: “Yo te preguntaré, y tú me contestarás” (cap. 38:3; 40:2). Hace preguntas a Job, y este no puede responder ninguna.

“¿Dónde estabas tú cuando yo fundaba la tierra?” (cap. 38:4). Job es tomado de manera imprevista desde la primera pregunta. Cuando Dios insiste: “El que disputa con Dios, responda a esto” (cap. 40:2), Job solo puede decir:

He aquí que yo soy vil; ¿qué te responderé? Mi mano pongo sobre mi boca. Una vez hablé, mas no responderé; aun dos veces, mas no volveré a hablar.

Era mejor callarse, pero Dios deseaba conducir a su siervo mucho más allá, hasta la confesión completa y el juicio de sí mismo. También repitió: “Yo te preguntaré, y tú me responderás… ¿Me condenarás a mí, para justificarte tú?”.

Expuso ante él algunas de sus criaturas, para terminar por el leviatán, el cocodrilo, bajo una imagen poética que se puede comparar con el poder de Satanás, enemigo que el hombre no puede vencer: “Te acordarás de la batalla, y nunca más volverás” (cap. 41:8).

En efecto, el Señor no solamente deseaba enseñar a Job a aprender a callar, sino también conducirle a tener una relación y comunión perfecta con él. Ante la grandeza del Todopoderoso, Job sintió su pequeñez y descubrió el abismo adonde su obstinación lo había conducido. ¿Quién de nosotros posee por sí mismo la revelación del Creador? Gracias a Dios tenemos la del “unigénito Hijo, que está en el seno del Padre, él le ha dado a conocer” (Juan 1:18). ¡Cuanto más aprendemos a conocernos y a negarnos a nosotros mismos, más le conoceremos a él y a su corazón! (Filipenses 3:7-10).

Confesión y restauración

Numerosos versículos nos relatan cómo Job discutió y acusó a Dios, justificándose a sí mismo. Cinco versículos son suficientes para relatar la confesión que le abrió el camino a la bendición.

“Yo conozco que todo lo puedes, y que no hay pensamiento que se esconda de ti” (v. 2). Puesto ante el poder del enemigo, Job debe reconocer que solo puede recurrir al poder de Dios.

Pero también debe confesar su ignorancia:

Yo hablaba lo que no entendía; cosas demasiado maravillosas para mí, que yo no comprendía.

Se había jactado de discernirlo todo, de conocerlo todo; sin embargo, en la presencia de Dios, debió comprobar que no sabía nada. Cuán fácilmente hablamos de cosas demasiado maravillosas para nosotros, ¡mientras que un poco de humildad nos sentaría mejor!

¿Cuál fue la conclusión de Job? “Oye, te ruego, y hablaré; te preguntaré, y tú me enseñarás”. En el silencio y en la presencia divina, escuchar, aprender, dejarse corregir, instruir y formar, es lo que a menudo necesitamos buscar, a solas con él.

Estar a tus pies como María,
Dejando las horas fluir
En un silencio que se olvida,
Jesús, para dejarte hablar.

Traducido del francés (Hymnes & Cantiques, N° 134)

Pero no se trata solamente de oír: “De oídas te había oído; mas ahora mis ojos te ven”; experiencia personal y profunda del alma, en la intimidad con su Señor. Visión del joven Isaías en el templo, que determinaría toda su vida (Isaías 6); visión de Pablo en el mismo templo (reconstruido), cuando oyó la Voz que le decía: “Ve, porque yo te enviaré lejos a los gentiles” (Hechos 22:17-21).

Job, que antes se había atrevido a decir: “No me reprochará mi corazón en todos mis días”, ahora declara: “Por tanto me aborrezco, y me arrepiento en polvo y ceniza. Ahora conoce su propio corazón, pero sobre todo conoce a Dios y su gracia. “Habéis oído de la paciencia de Job, y habéis visto el fin del Señor, que el Señor es muy misericordioso y compasivo” (Santiago 5:11).

La bendición se derramaría sobre el patriarca, conducido por fin al punto donde Dios lo deseaba: que reconociera la grandeza y el amor de Dios, que se diera cuenta de su propia miseria y se entregara a la gracia. Sin embargo, una cosa faltaba: debía perdonar a sus amigos. Job oró por ellos. “Y quitó Jehová la aflicción de Job, cuando él hubo orado por sus amigos; y aumentó al doble todas las cosas que habían sido de Job”. Ellos lo habían presionado demasiado, no habían hablado de Dios como convenía. Habían culpado a Dios de traer el castigo sobre su amigo. ¡Qué invitación a la prudencia en nuestros juicios! Lucas 6:36-37 nos lo recuerda: “Sed, pues, misericordiosos, como también vuestro Padre es misericordioso… no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados”. Los tres hombres también debieron aprender la misma lección que su amigo, y aceptaron ofrecer un “holocausto” con el fin de ser beneficiarios de la misma propiciación (cap. 33:24), que ofrecida por Job fue “agradable” a los ojos de Dios (cap. 42:8).

Dios dio a Job el doble de todo lo que había tenido… salvo los hijos. En efecto, había perdido todo el ganado, pero no los hijos: estos, por quienes su padre había ofrecido el sacrificio, habían sido llevados a la presencia de Dios. Allí esperan el día de la resurrección, de la cual el patriarca pudo decir: “Y después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios; al cual veré por mí mismo, y mis ojos lo verán, y no otro” (cap. 19:26-27).