Elí, Noemí, Abraham - la disciplina en la familia
Tres personajes de la antigüedad, cada uno con su carácter, en su esfera familiar, y la disciplina que Dios, en su gracia, los hizo atravesar. Estas circunstancias lejanas se trasladan fácilmente a nuestra vida hoy; son completamente actuales; no es necesario hacer un gran esfuerzo para sacar algunas enseñanzas que Dios desea darnos por medio de ellos.
Consideremos en primer lugar lo que la Palabra de Dios nos dice sobre la casa del siervo de Dios. Por una parte la Biblia nos habla de la casa de Dios, y por otra, de la casa de su siervo.
En cuanto a Su casa (1 Timoteo 3:15), las instrucciones de Dios son claras. Debe estar marcada por la santidad, la espiritualidad, la piedad diaria. Dios le dio su posición en Cristo; su carácter práctico depende de la marcha de los que la componen. La responsabilidad debe responder a los privilegios, en el gozo de una reunión donde Jesús es el centro.
Los privilegios y la responsabilidad que se relacionan con la casa del siervo también son presentados muy claramente en la Escritura. En Lucas, tres pasajes lo subrayan: Marta “le recibió en su casa” (cap. 10:38); a Zaqueo, muy joven en la fe, el Señor le dice:
Hoy es necesario que pose yo en tu casa (cap. 19:5).
Los discípulos de Emaús “le obligaron a quedarse, diciendo: Quédate con nosotros” (cap. 24:29). La santidad práctica conviene a la casa del hijo de Dios, si comprende que el Señor está allí. Jacob nos da el ejemplo (Génesis 35:2-3). Cuando Dios lo invitó a subir a Betel, le surgió la pregunta: ¿Mi casa está pura para ir a la casa de Dios? Entonces dijo a los suyos: “Quitad los dioses ajenos que hay entre vosotros, y limpiaos, y mudad vuestros vestidos”. No solo Jacob, sino también su familia, debían estar dispuestos a responder al llamado de Dios para presentarse delante de él.
Al final de su carrera, Josué pudo decir: “Yo y mi casa serviremos a Jehová”. No basta que el padre sea fiel; es llamado a llevar consigo a sus hijos en la esfera de la casa de Dios. ¡Cuánta bendición puede resultar de la fidelidad de un hombre que ama al Señor! “Tenga el Señor misericordia de la casa de Onesíforo, porque muchas veces me confortó”.
En 1 Timoteo 3:4, una de las características que debe tener el sobreveedor u obispo es “que gobierne bien su casa”. No hay lugar para las vanidades mundanas, los motivos mezclados, las pretensiones, el orgullo. Para cumplirlo, se necesita toda la gracia de Dios. Qué aliento encontramos al abrir la puerta y dejar entrar al Señor con el fin de gozar, en la intimidad del hogar, de su preciosa comunión, aplicando sobre la casa del siervo toda la exhortación de Apocalipsis 3:20.
Elí, el sacerdote
¡Historia poco atrayente, sin embargo tan indispensable en un tiempo en que los padres ya no se atreven a reprender ni a corregir a sus hijos!
Parece que Elí tenía mucha más edad que sus hijos; esta «distancia» (¡qué puede ser psicológica, sin depender del número de los años!) nos ayuda a comprender ciertos problemas que había en su familia. Además, a veces le faltaba percepción espiritual: acusó a Ana de estar ebria, mientras que esta, en su tristeza, solo buscaba un alivio en la oración de fe (1 Samuel 1:13).
Sin embargo, el corazón de Elí estaba muy apegado a la casa de Dios. Qué consuelo encontraba en el joven Samuel, como un abuelo con su nieto piadoso. Tales casos pueden producirse: todo el interés, toda la alegría se concentran en la casa de Dios, y a menudo se tiende a dejar la familia de lado; se pierde el contacto con los hijos, en lugar de vivir juntos sus intereses, sus alegrías, sus problemas. No es fácil ocuparse lo suficiente de su familia y dedicar todo el tiempo que se quisiera a las cosas de Dios. Solo el Señor puede suplir para eso y dar a los suyos el equilibrio necesario.
Ofni y Finees, los dos hijos de Elí, el sacerdote, “no tenían conocimiento de Jehová”; no obstante, habían recibido el oficio de sacerdotes. Y ¿con qué fin servían en la casa de Dios? Básicamente para sacar provecho, como lo muestra 1 Samuel 2:12-17. El pecado de estos hombres era “muy grande” delante de Dios, porque menospreciaban Su ofrenda.
Su mala conducta (v. 22) provocaba escándalo en el pueblo (v. 23), habían acumulado las faltas en el transcurso de los años. Pero su padre parecía ignorarlo.
Cuando se enteró (v. 22), les dijo blandamente: “¿Por qué hacéis cosas semejantes? Porque yo oigo de todo este pueblo vuestros malos procederes. No, hijos míos, porque no es buena fama la que yo oigo”. El padre decía: Esto no es bueno. Pero Dios consideraba el pecado de ellos como “muy grande”.
Elí, indulgente, trató de exhortarlos, pero no aplicó ninguna sanción, como aparentemente tampoco había corregido a sus hijos en otro tiempo. Sin embargo, su propio ejemplo era bueno. Era un hombre piadoso, pero le faltaba firmeza; el Señor le reprochó, a través de Samuel, no haber “estorbado” a sus hijos que se corrompían (cap. 3:13). Sin duda los jóvenes habían crecido, estaban casados (cap. 4:19), pero el padre seguía siendo responsable al no censurarles sus actos o al menos estorbarlos. Salomón, en cambio, hizo muchas exhortaciones y advertencias en sus escritos; sin embargo su hijo Roboam no caminó para la gloria de Dios: faltaba el ejemplo de su padre en su vejez.
Verdaderamente necesitamos la gracia de Dios para que nuestros hijos sean criados “en disciplina y amonestación del Señor” (Efesios 6:4). Es todo un programa. Criar a los hijos no es simplemente «dejarlos crecer». Es compartir con ellos la lectura de la Palabra de Dios, enseñanzas que estén a su alcance, la reunión alrededor del Señor, por lo menos para el culto, y luego la edificación y la oración en la iglesia. También es asociarse con ellos en sus diversos pasatiempos, en todas esas bellas experiencias que se pueden compartir en familia y que unen a padres e hijos. Es allí donde el ejemplo de los padres se hace sentir. No manifestando una severidad excesiva: “Padres, no provoquéis a ira a vuestros hijos”, o aun: “Padres, no exasperéis a vuestros hijos, para que no se desalienten” (Colosenses 3:21).
Si somos demasiado duros, podríamos provocar reacciones desfavorables, aunque reprimidas por un tiempo; y el hijo dejaría de desarrollarse espiritualmente. Pero esto tampoco implica dejarlos hacer lo que quieran, ser indulgentes o aplazar la corrección.
La conducta de Elí y de sus hijos atrajo la disciplina divina. Primero Dios advierte. “Vino un varón de Dios a Elí” (cap. 2:27) y le habló de parte del Señor, subrayando entre otras cosas:
Has honrado a tus hijos más que a mí (v. 29).
Puso el dedo sobre la herida principal. El Señor no tenía el primer lugar en esa familia. El honor y el temor no le eran dados; la satisfacción de los hijos, su placer, prevalecía sobre la reverencia debida a Dios; su mala conducta no fue reprendida. Es fácil descuidar la lectura de la Biblia en familia, o por muchos pretextos no llevar a los niños a la reunión para la adoración, o incluso ir solo de cuando en cuando. Entonces, ¿nos sorprenderán las consecuencias?
Ante la exhortación del hombre de Dios, Elí no dijo nada. No hubo arrepentimiento, ni humillación. El tiempo pasó… El Señor habló una vez más por medio de Samuel, el niño criado en el templo, a quien Elí amaba y estimaba. El joven temía transmitir al viejo sacerdote el mensaje de Dios. Pero ante su insistencia, le contó el asunto: “Yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado” (cap. 3:13). Elí escuchó y se resignó: “Jehová es; haga lo que bien le pareciere” (v. 18). No hubo una profunda humillación, no hubo retorno.
Entonces el castigo tuvo que cumplirse inexorablemente. Los dos hijos de Elí murieron en batalla. Cuando el sacerdote supo que el arca de Dios había sido tomada –ni siquiera cuando supo que sus dos hijos habían muerto–, cayó hacia atrás de su silla, se desnucó y murió. Su nuera, mujer de Finees, que estaba encinta, al conocer la noticia, dio a luz y murió diciendo: “Traspasada es la gloria de Israel; porque ha sido tomada el arca de Dios” (cap. 4:22).
El anciano padre y la nuera demostraron su amor por el Señor preocupándose más de corazón por la toma del arca que por la muerte del hijo o del marido; sin embargo, la tragedia terminó en la muerte, el duelo y la deshonra.
Elimelec y Noemí
Un hambre sobrevino en la tierra de Canaán, prueba permitida por Dios con un propósito conocido por él. ¡La actitud de la fe sería buscar la razón de esta disciplina, arrepentirse, someterse! (1 Reyes 8:35). Pero Elimelec y los suyos no lo entendían así. Querían evadir la prueba que Dios permitía y se fueron a los campos de Moab, más allá de las fronteras fijadas por Dios, para “morar” allí. La vida material de la familia estaba asegurada, pero todo lo demás se perdería. No solo se está en el mundo por la necesidad de un trabajo, sino que se complace con él, se le desea, y se establece en él.
Este progreso se nota actualmente en muchas familias; sin mudarse necesariamente de domicilio, cambian de ambiente y poco a poco se adaptan al mundo y a sus cosas; allí encuentran placer, y… lo aman (1 Juan 2:15).
La disciplina de Dios se ejerció primeramente hacia Elimelec, quien murió. La viuda quedó con sus dos hijos. Los jóvenes se casaron con mujeres moabitas que no conocían a Dios. Durante diez años habitaron allí. Hubieran tenido el tiempo de volver a Belén. Finalmente Mahlón y Quelión también murieron; así Noemí quedó “desamparada de sus dos hijos y de su marido”. Aparentemente había estado de acuerdo, en su momento, con dejar el país e instalarse en Moab; luego, sin duda, no se había opuesto al matrimonio de sus hijos. No es sorprendente ver lo que ella concluye: “Jehová ha dado testimonio contra mí, y el Todopoderoso me ha afligido”.
Esta dolorosa disciplina daría sus frutos. Llegó el tiempo de volver a Belén. Sabiendo que el Señor había visitado a su pueblo para darles pan, se fue de los campos de Moab para volverse a la tierra de Judá. Reconoció haber salido de allí “llena”; ahora el Señor la traía de vuelta con las manos “vacías”, pero iba a restaurarla. El corazón quebrantado y humillado, que reconocía la rectitud de los caminos de Dios sin excusarse, sería de bendición para Rut, su nuera viuda, y la conduciría a refugiarse bajo las alas del Dios de Israel.
¡Qué buenas relaciones entre la suegra y la nuera! Noemí pudo decir: “¿No he de buscar hogar para ti, para que te vaya bien?”. Y de Rut dirían: “tu nuera, que te ama” (cap. 4:15). Noemí hallaría hasta un “hijo”; alegría que llenaría nuevamente su corazón (v. 16).
¿Cómo procuraremos la felicidad de nuestros hijos? No será conduciéndolos a “los campos de Moab”, sino enseñándoles a conocer a una Persona en quien está el poder: el verdadero Booz.
Abraham
No vamos a considerar toda la historia del patriarca, sino el fruto producido por la disciplina de Dios en su vida familiar.
El llamamiento a Abraham fue claro: “Vete de tu tierra y de tu parentela, y de la casa de tu padre, a la tierra que te mostraré” (Génesis 12:1). Sin embargo, Abraham se apartó de la instrucción divina:
• tomó con él a su padre y a su sobrino (cap. 11:31-32);
• descendió a Egipto (cap. 12:10);
• se puso de acuerdo con su mujer para llamarla su “hermana”.
Las lastimosas consecuencias de tales extravíos trajeron sobre él la disciplina divina, pero también el fruto precioso que ella produce.
El padre
El llamamiento de Dios no se dirigía a Taré. Sin duda era duro dejar solo a su anciano padre en Ur. Pero la fe habría podido contar con Dios para ocuparse de él, posiblemente por medio de Nacor su segundo hijo; así lo ha hecho Dios desde entonces con tantos otros que ha llamado lejos a su servicio. Sin embargo, Taré se unió a Abraham y a los suyos para viajar a Canaán; hasta parece que tomó la iniciativa; pero, por una razón que no se nos dice, el grupo se detuvo en Harán, donde Taré murió. Solamente después de la muerte del padre, “Dios le trasladó a esta tierra” (Hechos 7:3-4).
Un parentesco puede ser un obstáculo en la senda de la fe. El joven matrimonio que ha fundado un hogar, conservando el respeto, la estima y el afecto por sus padres, sobre todo si son creyentes, debe tomar sus propias responsabilidades e ir tras el Señor en el camino adonde la fe le conduce.
Lot
Sin duda para Abraham era muy natural llevar consigo a su sobrino Lot, el hijo de su difunto hermano. Pero el llamamiento de Dios no se había dirigido directamente a Lot. Este seguía a Dios por una fe educativa, bajo la influencia de Abraham.
Descendiendo a Egipto, su tío no le dio un ejemplo saludable. En efecto, en el momento de la elección que resultó de la disputa entre los pastores, Abraham, el mayor, dejó escoger al más joven. Lot levantó sus ojos y “vio toda la llanura del Jordán… como la tierra de Egipto en la dirección de Zoar”. Los recuerdos del país del Nilo determinaron su elección. Llamado de atención importante para los padres que son tentados a dar a sus hijos el «gusto de Egipto», quienes muy pronto no sabrán dónde están las “fronteras” según Dios. ¡Qué disciplina produjo esto para Abraham! La tristeza de la separación, los esfuerzos para acudir en ayuda de su sobrino cautivo, costos y peligros como resultado de esto, ansiedad del patriarca que intercedió por Lot cuando el Señor decidió destruir Sodoma. Después de que Lot perdiera todo: fortuna, hogar, esposa e hijos casados, sus hijas lo engañaron, y esto dio origen a los enemigos de los descendientes de Abraham (Génesis 19:37-38).
Observemos el fruto que la disciplina llevó a la casa del patriarca, y cuál fue el sostén que el Señor le dio. Después de separarse de Lot, Abraham realizó una preciosa comunión con Dios (cap. 13:14); las promesas fueron renovadas; un tercer altar para el Señor fue edificado en Mamre.
Después de haber librado a Lot del poder de los reyes, Abraham se benefició de la intervención de Melquisedec, rey de justicia y de paz que le dio pan, vino y la bendición de parte del Dios Todopoderoso. Fortalecido así, el patriarca supo negar la invitación insidiosa del rey de Sodoma: “Dame las personas, y toma para ti los bienes” (cap. 14:21). Trampa que muchos creyentes han encontrado en el camino: ¡comprometerse en un camino, en una empresa, donde las almas de los hijos serán puestas en peligro, aunque se asegure lo material!
Por último, cuando el Señor iba a destruir a Sodoma, Dios mismo se apareció a Abraham bajo el encinar de Mamre (cap. 18), le hizo gozar de su comunión, le dijo lo que iba a hacer, escuchó su intercesión, y debido a esta libró a Lot de la destrucción, sacándolo de la ciudad (cap. 19:29).
Agar
De Egipto, Abraham no solamente había traído recuerdos, sino también a “una sierva egipcia” (cap. 16:1), que había sido introducida en la intimidad de su familia. He allí el peligro. Posiblemente se tenga en un hogar, por un tiempo, a alguna jovencita no creyente para el servicio doméstico, pero esto no es lo mismo. En cambio, acoger a alguien o a algún elemento del mundo, para siempre, en el círculo íntimo familiar constituye un peligro permanente. La presencia de Agar llegó a ser un tema de tensión entre la ama y la criada, entre los esposos, sin hablar de la trampa que el consejo de Sara presentó para su marido (cap. 16:3-6). Más tarde Agar dio a luz a Ismael, quien se burlaba de Isaac (cap. 21:9), nuevo tema de tensión entre los padres.
Por fin la disciplina llevó su fruto; después de más de veinte años de vida en común, con tristeza pero con tacto, Abraham se vio obligado a echar a la criada, como está dicho en Gálatas 4:30, para que Isaac pudiera crecer en un hogar apacible, donde la fe predominaba.
Incluso el mundo pudo ver el fruto de esta disciplina. Abimelec y Ficol, príncipe de su ejército, dijeron a Abraham: “Dios está contigo en todo cuanto haces” (cap. 21:22).
“Mi hermana”
Cuando Dios había hecho deambular a Abraham lejos de su casa paterna, este había llegado a un acuerdo medio mentiroso con su mujer: “Esta es la merced que tú harás conmigo, que en todos los lugares adonde lleguemos, digas de mí: Mi hermano es” (Génesis 20:13).
Esta mentira trajo muchas dificultades durante el tiempo de su estadía en Egipto (cap. 12:14-20). El patriarca, vuelto a la tierra de Canaán, había reencontrado la comunión con el Señor (cap. 13:3-4). Pero la raíz no había sido juzgada; un nuevo extravío llegó…
En el capítulo 20 vemos que Abraham recayó en la misma falta. Esta vez, por fin, confesó el acuerdo de mentira que había hecho con Sara (cap. 20:12-13). Entonces pudo orar por Abimelec (v. 17) y conocer una plena restauración. Después de muchos años, el Señor pudo darle a Isaac.
Isaac
La disciplina llevó frutos en la vida del patriarca; sin embargo este necesitaba una experiencia suprema, de la cual la Palabra nos dice: “Aconteció después de estas cosas, que probó Dios a Abraham” (cap. 22:1). Ya no era una disciplina destinada a poner en evidencia alguna falta y juzgarla, sino una prueba apta para hacer brillar la fe del hombre de Dios (Santiago 2:21). En la tensión de esos días, Abraham aprendió a recibir todo de Dios, hasta a Isaac en su resurrección (Hebreos 11). Mostró la calma y la dignidad de la fe:
Dios se proveerá de cordero para el holocausto.
Es “Jehová-Yireh”, “Jehová proveerá”, el fruto apacible que la prueba produjo en él, la renovación de las promesas, no solo respecto a Abraham, sino también a su simiente: “En tu simiente (la cual es Cristo: Gálatas 3:16) serán benditas todas las naciones de la tierra, por cuanto obedeciste a mi voz”.