Elías, Jonás, Juan Marcos - Disciplina y restauración en el servicio
El servicio del Señor nos expone a trampas y peligros. La vida de estos tres hombres es un ejemplo de ello. El ministerio de Elías fue detenido por el orgullo espiritual: “Solo yo he quedado”, dijo él. El de Jonás fue frenado por la preocupación de su reputación personal. Juan Marcos abandonó la obra por temor a los obstáculos y el sufrimiento.
Pero la fidelidad del Padre desea, por medio de la disciplina, librar a sus siervos de la trampa en la cual han caído y restaurarlos.
Nuestro deber es orar por los siervos del Señor, tan particularmente expuestos a los esfuerzos de Satanás para detenerlos en la carrera (“el lazo del diablo”, 1 Timoteo 3:7).
Elías
Todo el ministerio del profeta Elías está marcado por las palabras:
Vive Jehová de los ejércitos, en cuya presencia estoy,
repetidas varias veces en la primera parte de su carrera. Esta comunión con Dios es el primer secreto de su vida. El segundo es la oración, Elías era un hombre de oración. Santiago 5:17 nos dice que “oró fervientemente para que no lloviese”. Probablemente la oración era su ocupación primordial en el arroyo de Querit. Oró para resucitar al hijo de la viuda de Sarepta (1 Reyes 17:20-21). En el altar del Carmelo, suplicó públicamente a Dios: “Respóndeme, Jehová, respóndeme, para que conozca este pueblo que tú, oh Jehová, eres el Dios”. Cuando el pueblo se humilló para que Dios hiciera caer la lluvia nuevamente, Elías subió a la cumbre del Carmelo, “y postrándose en tierra, puso su rostro entre las rodillas” siete veces consecutivas. Tercer secreto de un servicio bendecido: cada vez que Dios le dijo: “Ve”, él fue; su vida estuvo marcada por la dependencia, por la sumisión (1 Reyes 17:3, 8; 18:1; 19:15).
Elías es un instrumento de la disciplina de Dios para su pueblo, con el fin de conducirlo hacia Él. Esta disciplina se ejercita primero por medio de los años de sequía, luego triunfa en el monte Carmelo cuando el profeta de Dios se enfrenta a los profetas de Baal.
Elías sufre con el pueblo de Dios. Su fe es ejercitada, primero en la soledad en el arroyo de Querit, luego en la sencillez en Sarepta. Después de la victoria del Carmelo, tuvo que enfrentar totalmente solo a los cuatrocientos cincuenta profetas de Baal, a los cuatrocientos profetas de Asera, al rey mismo y a todas sus fuerzas. Declaró: “Solo yo he quedado profeta de Jehová; mas de los profetas de Baal hay cuatrocientos cincuenta hombres” (1 Reyes 18:22). Lo mismo había sucedido en otro tiempo con Josué y Caleb; quedaron solos frente a los diez espías que desprestigiaban al país y frente a todo Israel que se lamentaba. Pero, ¡qué diferencia! Ellos dos sufrieron con el pueblo, al cual acompañaron a través del desierto. Para ellos fue una escuela, una formación, una preparación para la tarea a la cual Dios los llamaba.
Una disciplina muy diferente esperaba a Elías. En el corazón del profeta había germinado una raíz de amargura: “Solo yo”, expresión de suficiencia, de decepción de un ministerio aparentemente sin fruto, en una palabra, orgullo. Qué contraste con Aquel que podía decir: “Soy manso y humilde de corazón”. La disciplina de Dios también era necesaria para desnudar el corazón de su siervo y restaurarlo.
El enebro
Después de la tensión del Carmelo, Elías tendría que haberse apresurado a retirarse. El cansancio, tanto físico como psíquico, requería un descanso. ¡Para un siervo del Señor es peligroso haber logrado un gran triunfo, un hermoso resultado en una serie de reuniones, y tener la aprobación de las multitudes!… Entonces debe retirarse, a solas con Dios, para que el hombre interior sea verdaderamente renovado.
Como Elías no se retiró voluntariamente, fue forzado por las amenazas de Jezabel. Un viaje largo, unos ciento ochenta kilómetros, emprendido sin oración, que lo condujo al sur del país, fuera del alcance de la reina. Luego huyó más lejos aún, “se fue por el desierto un día de camino”; finalmente se sentó bajo un enebro y pidió la muerte:
Basta ya, oh Jehová, quítame la vida, pues no soy yo mejor que mis padres.
¿Había pensado, pues, que era mejor? Esa era la trampa que había hecho tropezar a Pedro: “Aunque todos se escandalicen, yo no” (Marcos 14:29).
La carrera del profeta parece llegar a su fin. Había sucumbido en el desaliento, solo pensó en la muerte. Se acostó y se durmió. Pero la gracia de Dios, la disciplina del Padre, iba a intervenir. En Querit los cuervos le llevaban pan y carne; en el desierto fue necesario un ángel para alimentarlo y, sobre todo, para orientarlo.
Dos veces el mensajero celestial lo tocó y le dijo: “Levántate y come”. Elías miró, y he aquí a su cabecera una torta cocida sobre piedras calientes, y un cántaro de agua. En otro tiempo, esta torta había sido ofrecida en el santuario, tipo de los sufrimientos de Cristo; ahora, en el desierto, lejos del templo, lejos del altar de los sacrificios, estaba allí para fortalecer el alma del profeta y darle fuerzas para recorrer “el largo camino” que le restaba. Elías “se levantó, pues, y comió y bebió; y fortalecido con aquella comida caminó cuarenta días y cuarenta noches hasta Horeb, el monte de Dios”. El Señor quiso fortalecerlo primero en su ser interior, antes de este encuentro memorable donde estaría cara a cara con Él.
En el caso de Job se necesitaron meses de miseria para poner al descubierto su corazón y traerlo a la presencia de Dios. Para Elías, un mes y medio fue suficiente. Para Jonás fueron necesarios tres días y tres noches en las profundidades del mar. Cualquiera que sea el tiempo, parece largo cuando el alma no goza de la comunión con su Señor.
Horeb
En la soledad del monte de Dios, en la cueva donde Moisés posiblemente estuvo refugiado cuando Dios paso delante de él (Éxodo 33:22), la palabra divina se dirigió al siervo desalentado:
¿Qué haces aquí, Elías?
Entonces el profeta descubrió la amargura de su corazón. Acusó al pueblo: “Los hijos de Israel han dejado tu pacto, han derribado tus altares, y han matado a espada a tus profetas; y solo yo he quedado, y me buscan para quitarme la vida”. Romanos 11:2-4 nos recuerda este incidente, la única falta de un hombre de Dios del Antiguo Testamento relatada en el Nuevo: ¡acusa a Israel ante Dios! ¡Qué contraste con Moisés quien, en esa misma montaña, en circunstancias aun más graves, había intercedido por el pueblo culpable, y hasta habría deseado ofrecerse en rescate por él!
Elías no se contentó con acusar a los demás, sino que él mismo se justificó; todo el orgullo espiritual de su corazón se manifestó: “He sentido un vivo celo por Jehová Dios de los ejércitos… y solo yo he quedado”.
El Señor hizo pasar delante de él todo su poder en juicio: el gran viento impetuoso, el terremoto, el fuego. Pero el Señor no estaba en estas cosas. Luego vino una voz dulce y suave que Moisés había oído en ese mismo lugar, la voz de la gracia, desconocida por el profeta. La pregunta se repitió: “¿Qué haces aquí, Elías?”. El profeta comenzó de nuevo, con su acusación, y su elogio por su persona. Todavía no había comprendido lo que Dios quería decirle. La disciplina aún no había producido su fruto. Entonces Dios tuvo que decirle, como en otro tiempo dijo a Agar (Génesis 16:9): “Ve, vuélvete”. Regresa por el camino por donde viniste. ¿Has creído que eres tú el único profeta? Pero puedo prescindir de ti; cuento con otro profeta; tú ungirás a Eliseo, hijo de Safat, “para que sea profeta en tu lugar”. ¡Crees que solo tú has sido fiel! Pues bien, me he reservado en Israel “siete mil, cuyas rodillas no se doblaron ante Baal, y cuyas bocas no lo besaron”.
¿Cuál sería la reacción de Elías? ¿Se consideraría totalmente puesto a un lado, se desanimaría y viviría en la monotonía cotidiana hasta que la tumba se abriera para él? No, la disciplina llevaría sus frutos.
La restauración
Sin tardar, Elías se volvió y encontró a Eliseo. Pasó por delante de él “y echó sobre él su manto”. De esta manera simbólica, sin ningún celo, renunció en cierto modo a su función de profeta y se la transmitió a Eliseo. El joven quiso seguirlo, pero Elías le dijo: “Ve, vuelve”, es decir, yo no te he pedido que me sigas. Pero Eliseo se levantó, fue tras su maestro y le sirvió humildemente: 2 Reyes 3:11: “He aquí a Eliseo, hijo de Safat, que servía a Elías”. Sería formado por el gran profeta de Israel. Después de que Dios hizo subir a Elías al cielo, Eliseo alzó el manto que en su juventud había sido puesto sobre sus hombros (1 Reyes 19:19; 2 Reyes 2:13).
Elías aún pudo ser un instrumento en las manos de Dios, instrumento lleno de energía espiritual, cuando anunció a Acab el juicio que le alcanzaría debido a su conducta respecto a Nabot. Exposición tan poderosa de la palabra de Dios que Acab se humilló y experimentó la gracia (1 Reyes 21:27-29). La energía espiritual le alcanzó aún para hablar a Ocozías, hijo de Acab, a quien el profeta no temió revelarle su impiedad porque había ido a interrogar a Baal-zebub, como si no hubiera Dios en Israel para consultarle su palabra (2 Reyes 1:16).
Por último el siervo triunfó cuando, después de haber pasado por los lugares que fueron un hito en la historia de Israel, de Gilgal a Betel, de Betel a Jericó, luego más allá del Jordán, no pasó por la muerte, sino que fue llevado al cielo en un carro de fuego. Era la aprobación de Dios sobre el amplio servicio de su profeta.
Jonás
Personalidad extraña de un hombre a quien le importaba más su propia reputación de profeta (2 Reyes 14:25) que la obediencia al llamamiento de Dios. ¡Se apartó de la misión divina, porque temía que esta diera fruto y desmintiera su profecía de juicio! En efecto, si Dios perdonaba a los ninivitas, podrían decir que su predicción había sido falsa, cuando Jonás había anunciado anteriormente la destrucción de la ciudad.
En lugar de responder al llamamiento, huyó de delante de Dios. Descendió a Jope, descendió a la embarcación, luego descendió al fondo de la embarcación donde, acostado, “dormía profundamente” (J. N. D. y V. M.). ¡Qué lugar para un profeta de Dios! Por consiguiente, la disciplina debía ejercitarse hacia él, instrumento de desgracia para sus compañeros de viaje, lo contrario del apóstol Pablo en Hechos 27.
Esta disciplina se efectuaría en varias fases.
1) En primer lugar la tempestad fue ineficaz: Jonás dormía al fondo en la bodega del barco.
2) Llegaron las preguntas de los marineros:
¿Qué haces, dormilón? (J. N. D.).
Jonás les había dicho que huía de Dios, pero apenas si él se preocupaba por ello; en cambio, los marineros estaban llenos de miedo al saber esto. El profeta fue conducido a confesar lo que había hecho: “Yo sé que por mi causa ha venido esta gran tempestad sobre vosotros”. A menudo es difícil hacer esta confesión, pero no debemos dudar en hacerla cuando es necesaria, incluso delante de nuestros hermanos.
3) Jonás fue lanzado al mar. Pero la gracia de Dios proveyó un gran pez para preservarlo. Durante tres días y tres noches en las profundidades del mar, desde el fondo de su desamparo, clamó al Señor.
La disciplina lo condujo a la presencia de Dios. Estando solo en lo que llama el “seno del Seol”, clamó a su Dios. Desde el fondo de su angustia, desde el abismo, desde lo profundo de los mares, cuando su alma desfallecía en él, se acordó de Dios; su oración llegó hasta Él, en el templo de su santidad.
A pesar de todo, el profeta no perdió su confianza en Dios y concluyó su súplica con estas palabras notables: “La salvación es de Jehová”.
La disciplina, ¿llevaría su fruto? Por desgracia, todavía no. Jonás fue a Nínive; el mensaje de Dios fue escuchado; su profecía tocó la conciencia del rey y del pueblo, quienes se arrepintieron. En consecuencia el juicio fue suspendido, Dios no lo hizo venir en vida de Jonás. Pero esto no pareció bien al profeta y se enojó. No tuvo en cuenta la gracia, ni la comprendió, y le reprochó a Dios por ser misericordioso y lento para la ira.
4) Entonces vino la cuarta fase de la disciplina, casi una lección de escuela infantil. Dios preparó una calabacera para que hiciese sombra sobre la cabeza de nuestro predicador, a fin de librarlo de su miseria. Jonás se maravilló de esta protección con un gozo ingenuo. Pero al día siguiente el arbusto se secó; el pobre profeta se irritó desmedidamente por su árbol. Entonces Dios debió decirle: “Tuviste tú lástima de la calabacera… ¿Y no tendré yo piedad de Nínive, aquella gran ciudad donde hay más de ciento veinte mil personas que no saben discernir entre su mano derecha y su mano izquierda?”. Jonás se preocupaba mucho por lo que le atañía, pero era indiferente ante el destino de las almas que se perdían. Ante la reprensión divina, se silenció. Sin embargo, Dios en su fidelidad había preparado sucesivamente para su siervo: el viento, el pez, la calabacera, el gusano, el viento solano. Nada de esto había llegado por casualidad, sino que todos eran, en las manos de Dios, instrumentos de su disciplina que al profeta le costaba tanto trabajo comprenderla y aceptarla.
Los marineros siguieron su camino en el mar en calma; los ninivitas fueron librados del juicio; pero Jonás, enojado, deseaba la muerte. Sin embargo, finalmente un trabajo debió haberse hecho en su alma, ya que bajo la acción del Espíritu de Dios no temió escribir su historia y reconocer así sus faltas.
Juan Marcos
Este joven, comprometido demasiado temprano en el servicio, se estancó por temor a los obstáculos y a la persecución. Qué contraste con el Señor Jesucristo, quien levantó su rostro como una piedra para subir a Jerusalén y no retrocedía ante los sufrimientos que debía enfrentar.
El apóstol dijo a Timoteo: “Sufre penalidades” (2 Timoteo 2:3); “soporta las aflicciones” (cap. 4:5). Hay promesas para los que confían en el Señor; el Salmo 5:11 nos dice: “Pero alégrense todos los que en ti confían… porque tú los defiendes”. Una buena voluntad juvenil no basta para comprometerse con perseverancia en el servicio; la única fuente es el amor al Señor. La influencia bien intencionada de algunas personas, imitar a otros siervos o el entusiasmo del día no son suficientes para mantenerse firme en este trabajo. Primero hay que sentarse y calcular los gastos antes de construir la torre.
No obstante, es bueno estar atento a los estímulos que el Señor nos puede dar, sea directamente o por medio de otros hermanos. Hebreos 10:24 nos exhorta a estimularnos los unos a los otros en el amor y en las buenas obras. En Colosenses 4:17, el apóstol le recuerda a Arquipo que tenga cuidado con el servicio que recibió del Señor, para que lo cumpla. En Mateo 21:28, el padre le dice a su hijo:
Hijo, ve hoy a trabajar en mi viña.
En Mateo 20:6, el amo censura a aquellos que se quedan “todo el día desocupados”.
Sin embargo el joven Juan, apodado Marcos, había comenzado bien. En la casa de su madre (Hechos 12:12), bajo una influencia feliz, había vivido una juventud protegida; en ese clima piadoso, donde se practicaba la oración, había crecido con una buena instrucción. Por lo tanto, Bernabé y Pablo pudieron llevarlo con ellos, cuando cumplieron su servicio en Jerusalén (Hechos 12:25). Más tarde les siguió como ayudante (cap. 13:5). Acostumbrado a ser servido (cap. 12:13), aprendió a servir. Después de un tiempo, ¿por qué se detuvo y, “apartándose de ellos, volvió a Jerusalén”? (Hechos 13:13). ¿Era la nostalgia de la casa materna, el miedo a la persecución, las distancias, el cansancio, los obstáculos? Esto no se nos dice expresamente; pero el Señor había advertido a los suyos: “Ninguno que poniendo su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el reino de Dios” (Lucas 9:62).
Entonces la disciplina paternal debía ejercitarse hacia Juan Marcos. El Señor deseaba que fuera dejado a un lado por un tiempo conveniente. Cuando Bernabé, en Hechos 15:38, deseó tomarlo de nuevo para ir con Pablo a visitar a las asambleas, este se negó. Discernió que la disciplina aún no había llevado su fruto. Bernabé, tío de Juan Marcos, insistió y lo llevó con él. El resultado de esto fue la disputa de los dos siervos. ¡Qué consecuencias de un falso comienzo! Juan Marcos había cedido a la ligera a un entusiasmo pasajero. Quizá los dos apóstoles habían tomado muy fácilmente al joven como ayudante; ¡ahí se manifestaban las consecuencias.
Mucho más tarde, el apóstol encarcelado tuvo a su lado al mismo Juan Marcos. Dio órdenes a las asambleas de recibirlo si iba a ellos (Colosenses 4:10). En Filemón 24, asocia a Marcos con sus compañeros de obra. Finalmente, en 2 Timoteo 4:11 declara que le es útil para el servicio. Bella restauración de un hombre, enseñado y formado por la disciplina; fue empleado por el Espíritu de Dios para escribir el evangelio según Marcos, el evangelio del Siervo perfecto.