El Nombre que congrega

“El que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30).

La esposa

Leer Efesios 5:22-32; Mateo 13:45-46; Apocalipsis 19:7-9; 21.

La Palabra de Dios emplea el ejemplo del cuerpo para mostrar la unión de Cristo con sus redimidos, tal como el Espíritu Santo la produjo. Tenemos la figura de la casa, edificio que el Señor construye; pero, por otro lado, vemos que es confiado al hombre y que la ruina lo ha alcanzado. Era necesaria otra imagen para mostrarnos la profundidad del amor de Cristo por la Iglesia. ¿De dónde tomarla?

Para presentarnos, en alguna medida, las relaciones eternas de la divinidad, tal como esta se reveló a nosotros, el Espíritu de Dios emplea los nombres del Padre y del Hijo. Por experiencia conocemos, en la tierra, el valor de tal relación.

El afecto entre hermanos resulta del hecho de tener la misma vida, el mismo padre y proceder del mismo origen.

Pero el vínculo entre el esposo y la esposa proviene de otra fuente. No tienen el mismo origen, al contrario, cada uno estaba en su ambiente; no tenían la misma vida, ni la misma familia. Entonces, ¿qué es lo que los acerca y los une más indisolublemente que a los hermanos? El amor:

Cristo amó a la iglesia.

He ahí la fuente de todo.

“Se entregó a sí mismo por ella”. Él no la santifica para hacerla suya, sino que la hace suya para santificarla. Todo lo que él era, fue dado por él mismo. Y ahora, todo lo que está en él es consagrado al bien de la Iglesia. Todas las cualidades, todas las excelencias de Cristo nos pertenecen, y todo esto como consecuencia del don de él mismo.

Habiéndola adquirido, la santifica. Él la forma para las realidades celestiales, mediante la presentación de cosas de las cuales él mismo es la plenitud y la gloria. Y lo hace por medio de la Palabra, al comunicar con amor todo lo que pertenece a la naturaleza, a la majestad y a la gloria de Dios.

Además la purifica. También aplica la Palabra para juzgar todo lo que, en los afectos actuales de la Iglesia, está en desacuerdo con lo que él comunica. Trabaja a fin de hacernos aptos para gozar de su amor (J. N. D.).

Existe, pues, una obra pasada: Cristo se entregó a sí mismo; una obra presente: él santifica y purifica; y un objetivo futuro: Cristo se presentará a sí mismo una Iglesia gloriosa. Todo está resumido en la pequeña parábola de la perla de Mateo 13. Hemos considerado con tristeza las parábolas que nos hablan de la ruina: la obra del enemigo en el campo; el mal que se abriga en las ramas del árbol que ha crecido excesivamente; la levadura que ha penetrado en las tres medidas de harina. Pero el Señor no se ha detenido allí. Ha tenido el gozo de decir “además” (v. 44) y “también” (v. 45), y de hablarnos de ese mercader “que habiendo hallado una perla preciosa, fue y vendió todo lo que tenía, y la compró”. Hermosa figura de Cristo, quien dio todo para adquirir a la Iglesia, quien la sacó del fondo de los mares de este mundo –donde se formó lentamente–, quien para rescatarla “fue”, como el macho cabrío Azazel iba por el desierto, cargado con los pecados de Israel (Levítico 16), y quien dio por ella todo lo que tenía, para hacer de ella una Iglesia santa y sin mancha.

Un día él se la presentará “a sí mismo”. En el evangelio de Mateo, el Señor habla ya en parábolas de ese rey que hizo fiesta de bodas “a su hijo”. Nos agrada pensar en la obra del Señor por nosotros, pero nunca olvidemos que todo es “de él, y por él, y para él”.

Apocalipsis 19:7 a 9 nos muestra, por así decirlo, el primer cuadro de esa iglesia gloriosa que él se presenta a sí mismo. Es, como dice el Cantar de los Cantares 3:11, “el día del gozo de su corazón”. El Cordero que tanto sufrió recibe el fruto del trabajo de su alma, el premio debido a su amor.

“Su esposa se ha preparado”. Se pueden descubrir dos significados en esta expresión. La cena de las bodas en el cielo corresponde a la Cena en la tierra. Para prepararse para la Cena es preciso juzgarse a sí mismo, y antes de participar de la cena de las bodas en el cielo, habrá que pasar por el tribunal de Cristo. No para ser condenado allí, sino para que todo lo que hayamos hecho mientras estábamos en el cuerpo, bueno o malo, sea expuesto a la luz; que todo lo nuestro desaparezca. Entenderemos plenamente, por fin, el valor de la sangre que borró todo; así no quedará ninguna sombra entre el Señor y nosotros. Indispensable y admirable preparación para el pleno gozo de su amor. Pero hay en esa “preparación” un pensamiento paralelo en relación con el vestido de lino fino que representa “las acciones justas de los santos”. No se trata del vestido de justicia, tal como Dios nos lo dio en Cristo, sino del vestido que, hilo tras hilo, habremos tejido en la tierra. Cada acto, cada palabra, cada actitud, fruto de la vida divina en nosotros, será como uno de los hilos de ese vestido, un punto de ese bordado. ¡Cuántos pensamientos llenan el corazón de una novia que prepara así su vestido de bodas! ¡Cuánto se regocija pensando en el día en que lo llevará junto a su esposo! Qué suave luz proyecta esto sobre la fidelidad al Señor aquí en la tierra: no la obediencia legal a sus mandamientos, sino el deseo del corazón que quiere complacerle, que busca “cómo agradar al Señor”, que anda “con diligencia” por amor a él.

Por último están las bodas del Cordero. Aquí en la tierra es la Cena del Señor: le debemos obediencia. Pero en la gloria, su carácter de Cordero brilla ante los ojos de todos, en medio del trono y en la cena de las bodas: Aquel que padeció, que fue obediente hasta la muerte y que cumplió todo por sus rescatados.

Apocalipsis 21 nos presenta finalmente la esposa en la gloria: los versículos 2 a 5, en el estado eternal; los versículos 9 a 22, durante el reinado milenial.

Hay un contraste sorprendente con la gran prostituta del capítulo 17. Para considerarla, Juan fue llevado en espíritu “al desierto”: un lugar donde no hay nada para Dios. Pero, para ver la santa ciudad, fue conducido “a un monte grande y alto”: lejos del mundo, de su agitación, de sus codicias y de sus preocupaciones. Así como otrora el Señor humillado fue transfigurado en “un monte alto”, donde sus discípulos vieron Su gloria.

La santa ciudad “desciende”. El apóstol Pablo nos presenta a los hombres muertos en sus delitos y pecados, o viviendo en sus pecados, a quienes Dios saca de este mundo, rescata, vivifica, resucita y hace sentar con Cristo en los lugares celestiales. La Iglesia será alzada de este mundo hacia la gloria. El apóstol Juan, a la inversa, nos habla de la Palabra que estaba con Dios, que fue hecha carne y habitó entre nosotros. En sus epístolas nos muestra el desarrollo de la naturaleza divina en este mundo. Aquí nos presenta a la Iglesia como descendiendo de Dios para reflejar, durante la administración del reinado, la luz: los rayos de la gloria de Cristo.

En esta ciudad todo habla de él. El jaspe: Dios conocido en su gloria; las piedras preciosas: las variadas glorias de Cristo; las puertas de la ciudad: perlas que recuerdan el valor que esa Iglesia tiene para él. Todo es pureza, transparencia y luz. “La gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera”.

Pero, al final del cuadro, el versículo 27 sigue siendo solemne: “No entrará en ella ninguna cosa inmunda, o que hace abominación y mentira”. ¿Quién, pues, podrá entrar en la santa ciudad? “Solamente los que están inscritos en el libro de la vida del Cordero… los que han… lavado sus ropas, y las han emblanquecido en la sangre del Cordero” (Apocalipsis 21:27; 22:14; 7:14).

En el estado eternal, nuevamente vemos “descender” a la santa ciudad, la nueva Jerusalén, la Iglesia, como una esposa ataviada para su marido. ¿Con qué fin? “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios”. Es entonces cuando Dios será “todo en todos” (1 Corintios 15:28). La presencia de Dios fue perdida cuando el hombre cayó; parcialmente vuelta a encontrar en el tabernáculo y luego en el templo, ella brilla en Jesús aquí en la tierra; experimentada más en la Iglesia, será la bendición eterna de todos los hombres que poblarán los nuevos cielos y la nueva tierra.

Por última vez, la Palabra menciona a la esposa para decirnos:

El Espíritu y la Esposa dicen: Ven
(Apocalipsis 22:17).

El libro sagrado va a cerrar sus páginas, pero aún debe resonar este emocionante llamado: “Ven”. “Amén; sí, ven, Señor Jesús”.