El Nombre que congrega

“El que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30).

La ruina

¿Por qué esta casa, tan bien fundada y edificada en el principio, ha sido arruinada al punto de presentar la confusión actual?

Mientras dormían los hombres… un enemigo ha hecho esto
(Mateo 13:25, 28).

El Señor lo había anunciado de antemano, particularmente en las parábolas de Mateo 13. La del trigo y la cizaña nos muestra lo que vino a ser la Casa de Dios: una mezcla de hijos del reino y de hijos del maligno; la del grano de mostaza nos habla del desarrollo anormal de la Iglesia, el que termina en un gran árbol que abriga el mal en sus ramas; la de la levadura anuncia cómo las tres medidas de harina –perfección y pureza del Señor Jesús y de todo lo que le atañe– han sido contaminadas con un poco de levadura, de modo que toda la masa está leudada. 1 Corintios 5:6 nos muestra el peligro de la levadura como mal moral en la conducta de los que se llaman hermanos; Gálatas 5:9 aplica la misma expresión a las enseñanzas erróneas de los que hacen caer “de la gracia” a las almas.

Los apóstoles habían predicho esa ruina. Pablo habla a los ancianos de Éfeso sobre los “lobos rapaces” que entrarían en medio de ellos y no perdonarían al rebaño; también advierte acerca de hombres que se levantarían entre ellos mismos y que hablarían “cosas perversas para arrastrar tras sí a los discípulos” (Hechos 20:29). Muchas epístolas, como la segunda a Timoteo, la segunda de Pedro, la de Judas y las de Juan, nos presentan el cuadro de ese mal que iría creciendo. A su vez, las cartas a las siete iglesias de Apocalipsis 2 y 3 nos muestran cómo, después de haber dejado su primer amor, la Iglesia se alejó cada vez más del Señor para llegar al estado de Laodicea, en la que Él no tiene más lugar (Apocalipsis 3:17, 20).

Esta ruina también está visible hoy en día. En cuántos círculos la incredulidad y el racionalismo han causado estragos. En otras partes encontramos el ministerio del hombre y el establecimiento de jerarquías; casi en todas partes hay formalismo, divisiones y subdivisiones. Resulta inútil negar esa ruina. Es menester reconocerla, humillarse a causa de ella y aceptar sus consecuencias. Creer que se podría «volver a empezar» sería exponerse a una nueva ruina, porque el hombre sigue siendo el hombre, pese a todo lo que la gracia trajo.

No debemos, pues, esperar la restauración de la Iglesia como testimonio sobre la tierra. Dios no repara lo que el hombre ha echado a perder. Pero podemos estar seguros de que lo que Cristo ha hecho permanece. “Las puertas del Hades no prevalecerán contra ella” (Mateo 16:18). Es importante, pues, distinguir entre lo que está arruinado (la casa de Dios como algo confiado a la responsabilidad del hombre) y lo que permanece (el cuerpo de Cristo, la esposa del Cordero, la promesa de la presencia del Señor en medio de los dos o tres congregados en su nombre).

 

¿Qué hacer?

¿Quedarse solo? Este pensamiento atrae a algunos. J. N. Darby escribió una vez: ¡Es más fácil para uno andar solo que tomar parte en las tristezas de la Iglesia de Dios en la tierra! Pero, el deseo del Señor es congregar a los suyos. Con pena, Él les dice en Juan 16:32: “Seréis esparcidos cada uno por su lado”. Pero ¡qué alegría en la noche de la resurrección! Se presentó en medio de ellos, les mostró sus manos y su costado. “Y los discípulos se regocijaron viendo al Señor” (Juan 20:20).

Ezequiel 43:10 nos da una enseñanza práctica, aplicable a la situación actual: “Tú… muestra a la casa de Israel esta casa, y avergüéncense de sus pecados”. El Señor pone ante nosotros lo que Él ha hecho, es decir, la Casa de Dios tal como Él la ha edificado. “Y si se avergonzaren de todo lo que han hecho, hazles entender el diseño de la casa, su disposición, sus salidas y sus entradas”. Si nuestros corazones se humillan y se entristecen al ver lo que, con responsabilidad solidaria, hemos hecho de lo que el Señor nos ha confiado; si realmente nos sentimos avergonzados por ello, el Señor nos mostrará un camino, una salida. Nos dará a conocer sus pensamientos pese a las dificultades de los días actuales.

Hoy, como otrora, el Señor nos llama a salir a Él, fuera del campamento, y a hacerlo como miembros de su Cuerpo.

Para entender la posición que pueden tomar hoy en día los rescatados que desean, pese a todo, congregarse en torno al Señor, es necesario considerar dos principios fundamentales que llamaremos:

El principio del “remanente”.

El principio según el cual lo que es de Dios subsiste.

1. El principio del “remanente”

Cuando Israel hizo el becerro de oro, la justicia de Dios hubiera tenido que destruir al pueblo. Sin embargo, respondió a la intercesión de Moisés y lo perdonó.

Moisés tomó el tabernáculo, y lo levantó lejos, fuera del campamento, y lo llamó el Tabernáculo de Reunión. Y cualquiera que buscaba a Jehová, salía al tabernáculo de reunión que estaba fuera del campamento
(Éxodo 33:7).

El pueblo, en su conjunto, no salía; miraba en pos de Moisés, desde la puerta de su tienda, “hasta que él entraba en el tabernáculo” (v. 8); sin embargo algunos salían efectivamente fuera del campamento (v. 7), un remanente que buscaba a Dios.

En Ezequiel 9 vemos al hombre vestido de lino poner una señal en la frente de los hombres que gemían y clamaban a causa de todas las abominaciones que se hacían en Jerusalén. El conjunto sería alcanzado por el juicio, pero un remanente que temía a Dios iba a ser perdonado.

En Malaquías 3:16 hallamos el mismo principio. Había transcurrido un siglo desde el retorno de la cautividad. Entre los que un día habían aclamado con júbilo la fundación del templo, solo quedaban, en medio de la multitud descarriada, algunos que “temían a Jehová” y que “hablaron cada uno a su compañero”. Era un remanente que pensaba en Su nombre, para quienes “fue escrito el libro de memoria”.

Volvemos a encontrar el mismo principio en 2 Timoteo 2:14-22. Varios contendían sin ningún provecho y “para perdición de los oyentes”; otros pronunciaban “profanas y vanas palabrerías”, lo cual los conducía más y más a la impiedad, y sus palabras carcomían como gangrena. Presenta casos concretos de falsas enseñanzas, como los de Himeneo y Fileto. Algunos los escuchaban, y su fe fue trastornada. Grande era la responsabilidad de los que enseñaban equívocamente; y grande era también la de los que los escuchaban. ¿Qué hacer en semejante situación?

Lo que Dios ha establecido permanece, como lo veremos enseguida, y el Señor conoce “a los que son suyos”. La responsabilidad de los que buscan al Señor es entonces doble: apartarse de la iniquidad, es decir, de todo lo que el hombre ha establecido y que no es conforme a la Palabra de Dios, y limpiarse de los utensilios para usos viles. Por analogía con 1 Corintios 3 se podría ver, en los utensilios de oro y de plata, a los rescatados que tienen la vida de Dios y están fundados sobre la redención. Mientras que en los utensilios de madera y barro, materiales que no soportan el fuego, se puede ver a los que no tienen la vida. También se podría, según el contexto de los versículos anteriores en 2 Timoteo 2, comparar los utensilios “para usos viles” con los que enseñan falsamente y con sus oyentes. Por último, no se trata únicamente de la realidad interior de la vida divina (la que, a veces, solo el Señor discierne, v. 19), sino también del testimonio dado (compárese con el v. 22).

Sin embargo, no es la voluntad de Dios que uno permanezca solo: “Sigue –dice el apóstol– la justicia, la fe, el amor y la paz con los que de corazón limpio invocan al Señor”. Así se forma un remanente según los mismos principios del Antiguo Testamento, a fin de buscar al Señor y no pronunciar Su nombre en vano. Pero, según Hebreos 13, si es necesario salir “fuera del campamento”, la Palabra subraya: “Salgamos, pues, a él”, se trata de ir a Jesús: Cristo como centro de reunión permanece. Hoy, como en los primeros días de la Iglesia, el mismo Nombre es el que congrega.

2. El principio según el cual lo que es de Dios subsiste

Hemos visto que si la casa de Dios confiada al hombre ha sido arruinada, no ocurre lo mismo con el cuerpo de Cristo constituido por todos los rescatados. Este, a los ojos del Señor y para la fe, subsiste hoy como en los primeros días. Si uno se congrega según el principio del remanente, debe hacerlo como miembro del cuerpo de Cristo y no para formar una congregación basada en el común acuerdo de sus miembros. El Señor Jesús nos ha unido, por eso tenemos el derecho y el deber de reunirnos como miembros de Su cuerpo. No hay otra base de reunión. No se trata de crear algo, sino, como se ha dicho, de «manifestar lo que existe». En tal congregación se debe estar sumiso al Señor, Cabeza del cuerpo y Jefe de la Iglesia, el único que confiere dones y llama a sus siervos. No habrá consagración oficial ni jerarquía humana. Se permanecerá sumiso a la Palabra y se evitarán cuidadosamente los puntos de vista particulares. El Espíritu Santo dirigirá la acción en la asamblea, no lo hará un clero establecido.

En la práctica es difícil, y a menudo doloroso, integrar estos dos principios: aplicar solamente el del remanente conduce a una posición sectaria; ceñirse únicamente al principio según el cual lo que es de Dios subsiste, conduce a asociarse a todos los creyentes sin discernimiento.

De hecho, el cuerpo de Cristo incluye a todos los rescatados, y solo podemos congregarnos porque somos miembros de ese cuerpo, no porque estemos de acuerdo con ciertas ideas o puntos de coincidencia. Después de haber salido “a él, fuera del campamento”, nos congregamos porque él nos ha reunido. Semejante reunión expresa la unidad del cuerpo mediante el partimiento del pan según 1 Corintios 10:17; excluye toda organización humana o congregación sobre otra base. En substancia, incluye y está abierta a todos los creyentes, porque son miembros del cuerpo. Recibe a todos los que, siendo miembros del cuerpo de Cristo, quieren reunirse en torno al Señor como tales, siendo portadores de la doctrina de Cristo, no contaminados con falsas doctrinas ni asociados a ellas, y andando en el temor de Dios.

Frecuentar otra reunión establecida sobre una base distinta y, más aun, partir el pan en ella, es desconocer el fundamento mismo de la reunión según la unidad del cuerpo, y reconocer prácticamente congregaciones establecidas sobre otros principios.

Esto no afecta las relaciones individuales de los hijos de Dios entre sí, según la unidad de la familia de Dios, hijos que tienen todos un mismo Padre, una misma vida: ese principio de la unidad subsiste plenamente, y la comunión fraterna que depende de él está realizada, a veces hasta muy vivamente, por hijos de Dios separados eclesiásticamente.

Nunca debemos comportarnos con verdaderos hijos de Dios que andan en su temor –aun cuando no podamos reunirnos con ellos en torno al Señor a causa de la posición que ellos toman– como nos comportamos con personas del mundo. Un incrédulo es lo que la Palabra llama “hijo del diablo” (1 Juan 3:10), ajeno a la vida de Dios (Efesios 4:18), con el cual de ninguna manera podemos unirnos en un “yugo desigual”.

En la práctica, sabemos cómo el enemigo ha conseguido oscurecer y estropear el testimonio dado a estas verdades; sin embargo, esta no es una razón para abandonarlas. Reconocer la ruina y sus consecuencias, estar seguros de que permanece lo que es de Dios; aprovechar humildemente todo lo que aún poseemos por medio de la gracia, al mismo tiempo que tener conciencia y estar entristecidos por lo que falta; contar con la promesa del Señor Jesús, quien está en medio de dos o tres congregados en su nombre… todo esto puede ser nuestra parte. Y si estamos convencidos de ello, velemos cuidadosamente para no elevar ninguna pretensión fuera de lugar, la que sólo puede traer el juicio del Único que tiene el derecho de decir: “Yo conozco tus obras” (Apocalipsis 2:2, 19).

Si por la gracia de Dios uno se halla en una congregación así, es muy importante apreciarlo, pese a todas las flaquezas e inconsecuencias que puedan manifestarse en ella. Buscaremos, en la dependencia del Señor y en la sumisión los unos a los otros en el temor del Señor, ser un instrumento de bendición que trae el bien, que ayuda, edifica, alienta (véase Romanos 14:19), un instrumento “útil al Señor, y dispuesto para toda buena obra”. Asiéndonos “de la Cabeza”, el Centro, seremos guardados del desaliento y del orgullo (Colosenses 2:19).