El Nombre que congrega

“El que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30).

Reunidos en asamblea

La Palabra reconoce ocasiones en que la Iglesia como tal está reunida en la presencia del Señor, teniendo fe en Su promesa: “Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos”.

Estas reuniones tienen cuatro caracteres:

1. Para ofrecer: la adoración, el culto
2. Para pedir: la oración
3. Para recibir: la edificación
4. Para contristarse: la humillación

Otros encuentros ocasionales o limitados no tienen ese carácter de reunión de iglesia: la escuela dominical, reuniones para jóvenes, una reunión de evangelización convocada por un evangelista a quien el Señor ha dotado con este fin. Otros encuentros, según las circunstancias, podrán tener o no el carácter de reunión de Iglesia, tales como las realizadas por motivo de un casamiento, o para la enseñanza en la Iglesia (como en Hechos 11:26), e incluso para informar a la Iglesia sobre la obra del Señor (como en Hechos 14:27; 15:7, 12).

El culto o la reunión de adoración

Leer con atención, entre otros, los siguientes pasajes: Juan 4:23-24; 1 Pedro 2:5; Hebreos 13:13-16; Filipenses 3:3.

¿Qué es el culto?

Es «la adoración dada en común a Dios, por lo que él es en sí mismo y por lo que él es y ha hecho a nuestro favor» (H. R.; J. N. D.). Es el servicio más elevado del creyente en la tierra; responde al deseo del Padre, quien busca adoradores (Juan 4:23); el Señor mismo entonó la alabanza el día de su resurrección (Salmo 22:22). Solamente por el Espíritu de Dios podemos rendir el culto (Filipenses 3:3).

El objeto del culto es el Padre y el Hijo. La adoración no se dirige al Espíritu Santo; él es el poder.

El tema del culto no es solo el agradecimiento que sentimos hacia Dios y hacia el Señor Jesús por lo que fue hecho por nosotros, muy especialmente en la cruz; el culto se eleva para adorar lo que Dios es en sí mismo, lo que hizo para Cristo y de Cristo. Celebra lo que el Señor Jesús es en sí mismo, su abnegación hacia Dios, su obra por nosotros. El culto podrá subir más alto aún, hasta el eterno amor del Padre por el Hijo y del Hijo por el Padre.

Los sacrificios de Levítico nos ayudan a entrar mejor en los diversos aspectos de la adoración en relación con la obra de la cruz.

¿En qué consiste el culto?

Dios es Espíritu; y los que le adoran, en espíritu y en verdad es necesario que adoren.

Pedro nos habla de “sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo”, y Hebreos 13 destaca el “fruto de labios que confiesan su nombre”. En la Palabra de Dios, solo los redimidos cantan. Hallamos un primer cántico cuando Israel, liberado de Egipto, más allá del mar Rojo, entona la alabanza al que lo redimió. Ciertos himnos hablan de Dios o de Cristo; otros, más elevados, se dirigen directamente al Padre o al Hijo.

Acciones de gracias serán expresadas por un hermano, boca de la iglesia, el que si verdaderamente es conducido por el Espíritu Santo, expresará los sentimientos del conjunto y permanecerá en la corriente de pensamiento que el Espíritu haya impreso al culto ese día.

Momentos de silencio también formarán parte de la adoración. Cuando María quebró su vaso de alabastro, no pronunció ninguna palabra, pero “la casa se llenó del olor del perfume” (Juan 12).

Una apropiada lectura de algunos versículos de la Palabra podrá estimular y orientar la alabanza y ayudar a expresarla mejor; pero el ministerio propiamente dicho no tiene su lugar en el culto. Al final de la hora consagrada a la adoración, el ministerio puede ejercerse de un modo útil y provechoso en relación con los pensamientos que el Espíritu haya puesto en los corazones y en las bocas.

La beneficencia también forma parte integrante del culto, según 1 Corintios 16:2: “Cada primer día de la semana cada uno de vosotros ponga aparte algo, según haya prosperado”; y Hebreos 13:16: “De hacer bien y de la ayuda mutua no os olvidéis; porque de tales sacrificios se agrada Dios”. Esto nos recuerda el pasaje de Deuteronomio 26:12-13, donde las necesidades de los siervos de Dios, así como las del huérfano, de la viuda y del extranjero son puestas ante el israelita que venía a ofrecer su canasta con las primicias de todos los frutos.

Más todavía que las palabras, los cánticos y las oraciones, el acto mismo de la Cena expresará el agradecimiento y la adoración; es el centro normal del culto, su punto culminante, aun cuando se puede concebir una reunión de culto sin Cena.

Cuando el culto es verdaderamente celebrado por el Espíritu de Dios, existe armonía en los pensamientos, y se establece cierta corriente de pensamiento –unas veces en una dirección, otras veces en otra– para alabar al Padre por su amor, o al Cordero por su sacrificio, o para recordar cómo ha sido abierto el santuario, o incluso para celebrar la humillación y la exaltación del que “lo llena todo”.

No se asiste a la reunión de culto para recibir una bendición y fuerza; menos todavía para hallar en él el perdón de sus pecados. Estas cosas ya se han recibido, por eso conviene expresar el agradecimiento por ellas. El verdadero culto no se puede realizar si no se tiene la paz con Dios y si no se entra en el santuario “en plena certidumbre de fe” (Hebreos 10:22).

Todos los creyentes son sacerdotes. Es muy deseable que la alabanza –bajo forma de cánticos u oraciones– sea expresada por diversos hermanos y no esté reservada a dos o tres. Y si tenemos el profundo sentir de la insuficiencia de nuestras alabanzas, acordémonos que son ofrecidas a Dios “por medio de Jesucristo” (1 Pedro 2:5), nuestro “gran sacerdote” (Hebreos 10:21). A causa de él obtendrán “gracia” (compárese Éxodo 28:36-38).

No hay hora más preciosa sobre la tierra, ni servicio más elevado, que el de responder al deseo del Señor Jesús, quien nos dice: “Haced esto en memoria de mí”. Es, como la que hizo María, “una buena obra” para con él.

La reunión de oración

Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo (o mejor dicho: “están de acuerdo”) en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos
(Mateo 18:19).

Esta promesa precede inmediatamente a la seguridad que el Señor da de su presencia en medio de dos o tres congregados en Su nombre; de ahí la importancia de la reunión de oración y de acudir a ella.

Los que oran están “de acuerdo”. No se trata de un acuerdo concertado de antemano, sino que el Espíritu Santo produce en ellos este acuerdo, al que el que pronuncia la oración no hace más que dar expresión. Se entiende cuán inicuas son las oraciones que expresan el desacuerdo entre hermanos, las cuales terminan en la condenación de Santiago 5:9.

Como en el culto, es importante orar “en el Espíritu Santo” (Judas 20). Las oraciones serán cortas, pedirán una “cosa” y evitarán cuidadosamente una larga enumeración que no deje lugar para los que también tengan en el corazón el deseo de orar. La oración en asamblea no tiene por fin exponer verdades a Dios. Sin duda se podrá apoyar en promesas o enseñanzas de la Palabra, las cuales se mencionarán como fundamento de las necesidades expuestas; pero esto es algo muy distinto. Finalmente, no se presentarán las circunstancias personales, sino las de la Iglesia o las de los individuos que la componen, la obra del Señor en el mundo, las almas perdidas. En resumen, las innumerables necesidades que la Iglesia como tal sienta que es preciso exponer al Señor por boca del que pronuncia la oración.

Más que en cualquier otra reunión, todos los hermanos varones son llamados a expresar la oración; en esto hay una particular responsabilidad de los jóvenes, quienes ciertamente serán alentados por sus mayores si deciden de corazón, en dependencia del Señor y con tacto y mesura, tomar parte activa en tal encuentro.

Agreguemos, finalmente, que todos –hermanos y hermanas– deben decir “amén”, salvo si la oración fue ininteligible (véase 1 Corintios 14:16) o verdaderamente fuera de lugar. El amén no solo debe ser pensado, sino dicho.

Para estar prácticamente en condiciones de expresarse en la reunión de oración, es necesario haber orado habitualmente con otros: entre amigos, en familia, cuando se hacen visitas. Nada cimienta más una amistad en Cristo que el hecho de acercarse juntos al Señor mediante la oración. No temamos ejercitarnos en ello desde nuestra juventud.

La distracción

¡Qué poderosa es esta arma en las manos del enemigo para hacernos perder los beneficios del culto y de la reunión de oración!

Para evitar las distracciones provocadas por nuestras ocupaciones cotidianas, tomemos la firme costumbre, como Nehemías otrora, de cerrar las “puertas” de nuestro espíritu a estas cosas en cuanto vaya “oscureciendo” en vísperas del día del Señor, para volver a abrirlas solo después de que haya pasado. Si en oración se cuenta con el Señor, él dará la fuerza para hacerlo (véase Nehemías 13:19-21).

En cuanto a nuestras preocupaciones y penas, es importante que antes del culto o de la reunión de oración “sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias. Y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús” (Filipenses 4:6-7). Preciosa promesa de la que podemos apoderarnos y cuya exhortación debemos poner en práctica.

Una vez reunidos en torno al Señor, concentremos nuestros pensamientos y las miradas de nuestra alma en él, y no en lo que nos rodea. Las miradas furtivas y las sonrisas que a veces se intercambian son incompatibles con la presencia del que está allí, aunque invisible. ¡Y puede ocurrir que en espíritu salimos de la sala de reunión antes de la hora, aun cuando físicamente nos quedemos allí!

La reunión de edificación

1 Corintios 14 nos presenta un cuadro de ella. Toda la congregación está reunida y, por medio de un hermano u otro, el Señor da un “salmo”, una “doctrina”, una “revelación”. No se trata, propiamente dicho, del ejercicio de los dones; pero “podéis profetizar todos uno por uno”. En la misma reunión, la norma es “dos o tres” (lo cual no es limitativo, como para las lenguas: “dos, o a lo más tres”); sin embargo, en el conjunto de las reuniones, cada uno puede ser el instrumento del que el Señor se sirva.

Todo debe ser hecho “para edificación”: lectura pública de la Palabra (véase 1 Timoteo 4:13), exhortación o consolación que emanan de ella. Los cánticos también pueden “edificar” (Colosenses 3:16), asimismo las oraciones (1 Corintios 14:17).

Acudiendo en busca del Señor, y teniendo fe en la obra del Espíritu en la Iglesia, se hallará la bendición de tales encuentros. Es importante que todos los hermanos estén ejercitados en cuanto a participar. No se confiará necesariamente esta responsabilidad a uno u otro que tenga un don especial o que esté de paso. Pero, ¿cómo presentar aquello de lo que no nos hemos alimentado nosotros mismos? ¿Cómo depender del Señor en la reunión si no hemos andado diariamente en su comunión y en sus pisadas?

También es importante recordar que el que habla lo hace como oráculo de Dios (1 Pedro 4:11, V. M.). ¡Solemne responsabilidad para él, pero también para los oyentes!

No apaguéis al Espíritu,

dice el apóstol Pablo a los tesalonicenses (1 Tesalonicenses 5:19). Esto se puede hacer tomando la palabra a destiempo o absteniéndose de tomarla cuando el Espíritu conduce a hacerlo; pero ciertamente las frecuentes críticas de la asistencia y el fácil espíritu de denigración son el más grande obstáculo a la libre acción del Espíritu en la reunión. Una observación hecha sin el tacto necesario, o sin amor, también puede apagar al Espíritu.

Queda claro que los “dones” que el Señor ha confiado a los suyos se ejercitarán libremente en las reuniones de iglesia, pero no exclusivamente en ellas.