El Nombre que congrega

“El que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30).

La Cena y la Mesa del Señor

Los pasajes sobre la institución de la Cena en los tres primeros evangelios y en 1 Corintios 11 hablan en primer lugar a nuestros corazones. ¡Cuánto había “deseado” el Señor comer, por última vez, la pascua con sus discípulos! No era tanto a causa de la pascua en sí, sino porque en esa oportunidad iba a instituir la Cena, la cual a través de los siglos recordaría a los suyos cuánto los había amado. Las expresiones “antes que padezca” y “la noche en que fue entregado” marcan esos momentos en que se hace oír la voz que repite: “Haced esto en memoria de mí”. Como el profeta, en Isaías 26:8, queremos exclamar: ¡“Tu nombre y tu memoria son el deseo de nuestra alma”!

¿Por qué, entonces, el Espíritu de Dios quiso colocar ante nosotros, en Lucas 22:24, inmediatamente después de la institución de la Cena, la disputa que tuvo lugar entre los discípulos para saber “quién de ellos sería el mayor”? ¿No preveía el Señor que, a través de los siglos y justamente respecto a la Cena, habría semejantes disputas entre los que, a pesar de ello, lo amaban? Por lo tanto, quería mostrar qué actitud deben adoptar los suyos entre ellos. Sin duda se debe defender la verdad y alejarse de toda desviación o deformación de la enseñanza del Señor. Pero, ¿con qué espíritu debe hacerse? Él mismo nos da un sorprendente ejemplo de ello al decir:

Estoy entre vosotros como el que sirve
(Lucas 22:27).

“Yo soy”, Jehová, Él Mismo, no estaba en medio de ellos en todo su poder y gloria, sino “como el que sirve”. En esto nos dejó un modelo de la humilde actitud que conviene ante todo lo que concierne a la Cena, el recuerdo de sus sufrimientos, humildad que no es de ninguna manera incompatible con la fidelidad a Su Palabra y el combate “por la fe que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3).

Consideremos cuatro aspectos o significados de la Cena:

La celebración de los cristianos

Los judíos celebraban la pascua en recuerdo de la liberación de Egipto. Solo el israelita de nacimiento, debidamente circuncidado, era admitido para comer el cordero asado al fuego. Si un extranjero quería participar de esta comida, debía ser circuncidado y aceptar todo lo que marcaba la posición de separación de Israel.

Asimismo hoy, la Cena está reservada únicamente a los hijos de Dios, rescatados por la preciosa sangre de Cristo.

La pascua se celebraba una vez al año. En cuanto a la celebración de la Cena, no nos es dada ninguna regla. Pero fue el primer día de la semana, la noche de la resurrección, cuando el Señor se presentó en medio de los suyos para mostrarles sus manos y su costado. Luego esperó ocho días para volver de la misma manera. También vemos a Pablo partir el pan en Troas con los discípulos el primer día de la semana (Hechos 20:7).

En el Éxodo, y en otros textos, varias veces se repite que la pascua es la pascua de Jehová. 1 Corintios 11 insiste en que la Cena es la Cena del Señor, en la cual se anuncia la muerte del Señor, se tiene ante la vista el cuerpo y la sangre del Señor, la copa del Señor. Ciertamente él es el Salvador, pero sus derechos de Señor, la gloria y la autoridad que se relacionan con ellos, están especialmente puestos en evidencia en relación con la Cena.

El recuerdo

Pero la Cena es más especialmente el recuerdo del Señor:

Haced esto en memoria de mí.

Tomamos la Cena, pues, para él, para acordarnos de él, no para obtener una gracia o bendición. Este recuerdo no se extiende solo a su muerte, a su obra, a la liberación que resultó de ella para nosotros, sino a su misma Persona: “en memoria de Mí”.

“Esto es mi cuerpo”, dice el Señor a sus discípulos congregados en el aposento alto. El pan, ¿podía ser otra cosa más que pan cuando el Señor mismo, vivo, lo ofreció a sus discípulos, diciendo: “Esto es mi cuerpo”? Y cuando Jesús resucitado y glorificado renueva, por así decirlo, la institución a Pablo (“yo recibí del Señor lo que también os he enseñado”), su cuerpo glorioso y resucitado estaba en el cielo. ¿Cómo habría podido, pues, el pan ser físicamente su cuerpo? Cuando decimos, mostrando una fotografía o un cuadro: «Este es mi padre», todos entienden. Cuando el Señor dice: “Esto es mi cuerpo”, expresa, pues, la idea de que este pan es el símbolo de su cuerpo, como el vino lo es de su sangre. Pero, sin duda, hay algo más: para nuestras almas, espiritualmente, el pan de la Cena y la copa del Señor son, para la fe, la comunión del cuerpo y de la sangre de Cristo.

“Esto es… por vosotros”, dice el Señor. Yo cargué con el juicio, el desamparo, el sufrimiento; esto es “por vosotros”. ¿Menospreciaremos lo que él nos ofrece así, y lo que nos pide que hagamos en su memoria?

“Haced esto…”. ¿No es esto lo más grande que podamos hacer para él en la tierra? Desde la gloria, seguramente el Señor aprecia a todos los que, en alguna medida, a menudo con mucha ignorancia o perdiendo de vista una parte del significado de ese recuerdo, lo hacen, pese a todo, en memoria de él. Respondamos a su deseo tan cuidadosamente como sea posible según su Palabra, y al mismo tiempo guardémonos de menospreciar a los que lo hacen de corazón, en ambientes donde reina la confusión o de una manera que traduce su falta de conocimiento. Esto no significa que se deban aceptar las desviaciones de la institución del Señor, ¡lejos de ello! Es preciso defender la verdad contra toda deformación o todo empleo inoportuno o abusivo que se hiciera de ese recuerdo. Pero esto es muy distinto al hecho de mirar despectivamente a los que, en su ignorancia más o menos responsable de muchas cosas, sienten de corazón el deseo de recordar la muerte del Señor.

El anuncio de su muerte

Todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que él venga
(1 Corintios 11:26).

Por medio de este acto se rinde un poderoso testimonio, sin palabras, de la muerte del Señor ante el mundo y los ángeles. Es entendible que Satanás se proponga encarnizadamente velar, oscurecer y deformar semejante testimonio, o que trate de hacer caer a los que dan ese testimonio, a fin de desacreditarlos. Producir disputas y contiendas entre hermanos es la obra directa del enemigo para desviar a las almas de ese recuerdo y del Señor mismo. Debemos cuidarnos especialmente para no dar ocasión al adversario, y velar, con humildad y firmeza, para que ese testimonio dado a la muerte de nuestro Señor pueda ser mantenido.

Pese a todo lo que la Palabra nos dice de la ruina, anunciada por el Señor y los apóstoles, ella no prevé que haya época (no hablamos de circunstancias locales) en que no sea más posible tomar la Cena. Al contrario, dice expresamente: “Hasta que él venga”. Cuando el Señor vuelva, será demasiado tarde para responder a su deseo y dar testimonio de su muerte. Tal vez podamos hacerlo por muy poco tiempo.

La expresión de la unidad del Cuerpo

Vale la pena leer cuidadosamente todo el pasaje de 1 Corintios 10:14-22 y considerarlo con el contexto anterior y posterior. Desde el capítulo 8, el apóstol condena la idolatría y las cosas sacrificadas a los ídolos. Después de varios paréntesis, vuelve a ella más particularmente en nuestro versículo 14: “Por tanto, amados míos, huid de la idolatría”. Y en los siguientes versos da las razones por las cuales se debe huir de la idolatría.

Así como los creyentes tienen comunión con la sangre y el cuerpo de Cristo, y comunión los unos con los otros en el partimiento del pan, y así como los sacerdotes que en Israel comen los sacrificios tienen comunión con el altar, del mismo modo los que comen una cosa sacrificada a los ídolos tienen comunión con los demonios que se ocultan tras el ídolo. Por eso no se puede tomar la copa del Señor y la copa de los demonios.

Todo el pasaje tiene como objetivo demostrar que al participar de una mesa, de un altar, se tiene comunión con el altar, con lo que es ofrecido sobre él y con los que participan de ello. Ese «principio de comunión» del que derivan la solidaridad y la responsabilidad común, es el tercer principio, cuya síntesis con el del “remanente” y el de «lo que es de Dios subsiste», nos muestra cuál es el camino de la reunión según Dios hoy en día.

Como aquí el apóstol emplea la expresión “mesa del Señor”, hemos llegado a designar mediante ese término el aspecto de la Cena en que está expresada, muy particularmente, la comunión.

Esta comunión es doble: por una parte, la comunión de la sangre de Cristo y la comunión del cuerpo de Cristo; por otra parte, la comunión unos con otros: al participar de un solo y mismo pan, nosotros, con ser muchos, somos un cuerpo. Es, aún hoy, el único medio de expresar públicamente sobre la tierra la unidad de los creyentes en un solo cuerpo.

Por eso no se debe ir en contra de esa unidad congregándose sobre otra base o por otros motivos, o asociándose para el partimiento del pan a congregaciones que lo hacen sobre otro fundamento. Sería, además, hacerse solidario con los errores que fuesen enseñados o sustentados allí. Es, pues, necesario mantenerse alejado de toda organización que, en su misma base, contradiga la reunión como miembros del cuerpo de Cristo. Pero es preciso que en nuestros pensamientos, en nuestro corazón y en nuestra visión abarquemos a todos los redimidos, tal como el Señor los ve: todos miembros del único cuerpo, aun cuando solo algunos expresen esa unidad al participar del partimiento del pan.

¿Cómo participar de la Cena?

¿Quién es digno de participar de ese recuerdo? Nadie, si nos miramos a nosotros mismos. Pero el Señor es digno de que nos acordemos de Él. Hizo todo al ofrecerse en sacrificio a fin de hacer “perfectos para siempre a los santificados”. Es, pues, como fruto del trabajo de su alma y por haber sido hechos “aceptos en el Amado” cómo podemos acercarnos a su mesa.

Pero, para hacerlo, se requiere un estado moral, tal como lo expresan los versículos 27-34 de 1 Corintios 11.

Pruébese cada uno a sí mismo.

¿Para ver si es digno? No, para que “coma así del pan”. Al probarse a sí mismo, uno se verá indigno. En la luz uno será llevado a juzgar sus faltas y a sí mismo; pero también recordará que la obra de Cristo borró todo; uno se afirmará sobre la promesa de que “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad” (1 Juan 1:9). Así comerá del pan y beberá de la copa con el sentimiento de su gracia, la única que nos permite participar de esta cena.

Los niños, aun cuando pertenecen al Señor, no parecen reunir las condiciones para participar de la Cena. Es necesario cierto discernimiento moral, para saber “andar” y juzgarse, e igualmente es preciso ser “sensatos” (1 Corintios 10:15), discernir lo que se hace. No se trata de cierto bagaje de conocimientos, sino más bien de un estado moral capaz de discernir.

Somos puestos en guardia para no comer del pan y beber la copa del Señor “indignamente”. El sentido literal es «de una manera indigna», es decir, como lo hacían los corintios, debido a un comportamiento y a una actitud en el momento de la Cena incompatibles con el acto que se cumplía. Pero se ve, mediante el contexto, que participar de la Cena sin juzgarse a sí mismo también es hacerlo indignamente. Acudir a la Mesa del Señor con otro sentimiento que no sea el de la gracia (por ejemplo, con el de la propia justicia –después de todo soy tan digno como otro– o con ligereza) es exponerse a ser “culpado del cuerpo y de la sangre del Señor”.

Por la actitud, por el estado moral, por un ambiente de contiendas y disputas se puede llegar a menospreciar “la iglesia de Dios”. Descuidar el juicio de uno mismo lo expone al castigo del Señor: “Por lo cual hay muchos enfermos y debilitados entre vosotros, y muchos duermen”. Castigo que se verifica tanto desde el punto de vista físico como espiritual.

¿Quién puede participar?

La “Cena” dominical pertenece al Señor. Él decide quién puede participar.

Es claro que solo los rescatados, los que han sido lavados en la sangre del Cordero, están invitados a ese recuerdo. Al principio del libro de los Hechos, las conversiones eran tan evidentes, la manifestación de la vida era tal, que no había vacilación alguna: los que recibían la Palabra eran simplemente “añadidos”. Pero hemos visto cuán rápidamente el mal entró y dio lugar a diversas instrucciones. 1 Corintios 5 nos muestra cómo el malo debe ser quitado; el que lleva ese carácter no puede ser recibido a la Mesa del Señor: traería una levadura que mancharía a toda la Iglesia. Pero la levadura no solo representa el mal moral, sino también el mal doctrinal, según Gálatas 5:9. El que no traía la doctrina de Cristo no debía ser recibido en las casas de los creyentes; aun al saludarle, se participaba “en sus malas obras” (2 Juan 10-11). ¡Cuánto más, al expresar con él la comunión a la Mesa del Señor, se participaba de su mal estado! Y 2 Timoteo 2 nos muestra que al progresar la ruina, en el tiempo del “remanente”, es necesario apartarse de la iniquidad y purificarse de los utensilios de deshonra para poder reunirse con los que de corazón limpio invocan al Señor. Ciertas limitaciones han sido previstas, pues, por la Palabra, de modo que, si bien fundamentalmente todos los miembros del cuerpo de Cristo tienen su lugar a la Mesa del Señor, a menudo se presentan diversos obstáculos que impiden la realización práctica de tal comunión.

¿Quién decidirá si el que desea participar del pan responde al pensamiento del Señor a ese respecto? Ni un hermano, ni unos hermanos; solo la Iglesia ha recibido del Señor la autoridad administrativa aquí en la tierra (véase Mateo 18:18). Si la iglesia de Jerusalén tenía dificultad para recibir al joven Saulo sin haberse asegurado previamente de su conversión, cuánto más difícil es hoy discernir en seguida si una persona responde a la enseñanza de la Palabra en cuanto al partimiento del pan. No es la sola afirmación de alguien la que prueba que el tal tiene la fe, sino las obras que resultan de esa fe (Santiago 2:18). Tal vez se necesite tiempo para discernirlo claramente, y también para asegurarse de que no hay obstáculos como los mencionados anteriormente. Por eso, si alguien pide el lugar a la Mesa del Señor, es necesario que transcurra un tiempo prudencial hasta que la iglesia vea claro acerca de la recepción del solicitante. En la práctica, la iglesia puede fallar por precipitación pero también por excesiva lentitud. No obstante, ese tiempo será aprovechado por el interesado para profundizar, muy particularmente, las enseñanzas de la Palabra concernientes a la iglesia y a la Cena. Es el momento oportuno para hacerlo. La iglesia, una vez convencida de que el interesado es un hijo de Dios en quien no se presentan obstáculos, lo reconocerá como tal. Entonces él tomará la Cena, no porque haya sido recibido o porque haya llegado a «ser un miembro de la iglesia», sino porque es un hijo de Dios, miembro del cuerpo de Cristo.

En una asociación profesional, por ejemplo, un candidato a la admisión debe ser de la profesión requerida. A su pedido, será admitido por una decisión del comité o de la asamblea general de esa asociación. A partir de ese momento será miembro de ella. Si un día la asociación no le agrada más, él presentará su dimisión, la cual será aceptada al final del período estatutario. No es así en la Iglesia de Dios. Se llega a ser miembro del cuerpo de Cristo mediante el nuevo nacimiento y el sello del Espíritu Santo. Por eso, cuando un creyente pide su lugar a la Mesa del Señor, la iglesia no hace más que reconocer lo que existe. El que toma su lugar a la Mesa del Señor, lo hace como miembro del cuerpo de Cristo y nada más. Esto constituye un testimonio público de esa verdad.

Como alguien dijo, si «una agrupación de cristianos reconoce solo a sus miembros el derecho de recibir la Cena, esto crea una unidad formalmente opuesta a la unidad del cuerpo de Cristo… Se anda según un espíritu sectario cuando únicamente aquellos son reconocidos de una manera práctica, aun cuando los miembros digan que no son una agrupación».

¿Por qué hay muchos jóvenes que, pese a pertenecer al Señor, se mantienen alejados de ese recuerdo? ¿Tienen, tal vez, miedo de ceder una fracción de su preciada libertad? ¿Quizá teman no andar para la gloria del Señor y exponerse a la disciplina de la iglesia? A menudo lo hacen por indiferencia o ven obstáculos imaginarios. ¿De dónde vienen todas esas evasivas? Del enemigo, quien las suscita, incluso bajo buenos pretextos, a fin de que no se responda al último deseo del Señor. Esto nos muestra una vez más que solo el amor por el Señor, puesto por encima de todas las consideraciones humanas, puede llevarnos a hacer esto “en memoria” de él. Solo por él es importante tomar la Cena, y no bajo la influencia de alguien, ni porque convenga, ni siquiera «como una salvaguardia».

Si por amor al Señor respondemos a su deseo, podemos, con fe, contar con su poder para guardarnos del mal e inducirnos a andar juzgándonos a nosotros mismos, todo esto con el sentimiento de la gracia.

La disciplina

Existen diversas responsabilidades en relación con la Cena. Primeramente la de participar de ella. Luego la de juzgarse a sí mismo y discernir el cuerpo. La de no traer levadura que manche a la iglesia, a “toda la masa”. Finalmente la responsabilidad de la iglesia en cuanto a limpiarse “de la vieja levadura”, a quitar “a ese perverso de entre vosotros”. Es la disciplina en el sentido restringido.

Pero esta no es más que la última fase. Hay una disciplina preventiva y otra correctiva. Solo cuando todo lo demás ha fallado y el carácter de “perverso” es manifiesto, se procede a privar de la comunión.

La disciplina paternal exhortará, lavará los pies (Juan 13); reprenderá (1 Timoteo 5); restaurará (Gálatas 6); amonestará (1 Tesalonicenses 5:14).

Si esa disciplina no ha dado frutos, la Palabra nos presenta la amonestación pública, a los ancianos (1 Timoteo 5:20); al hombre sectario (Tito 3:10-11). Ordena apartarse de los que andan desordenadamente (2 Tesalonicenses 3:6-15). En Romanos 16:17 y 18 va aún más lejos con respecto a los que causan divisiones y tropiezos.

En los casos de falta personal, Mateo 18:15 a 17 nos muestra el camino a seguir.

Solo cuando todas estas cosas han fallado, en última instancia, por así decirlo, se llega a la excomunión según 1 Corintios 5.

Cuando hay un mal manifiesto, una levadura, toda la iglesia está contaminada (véase Josué 7). La iglesia debe, pues, limpiarse, quitar el mal de en medio de ella, pero primeramente haciéndolo suyo delante de Dios y condoliéndose por la necesidad de quitar de en medio de ella al “que cometió tal acción”.

En Levítico 13 se ve, en relación con la lepra, con qué cuidados y prudencia el sacerdote debía proceder antes de llegar a la decisión final. Si estas cosas convenían bajo la ley, ¡cuánto más hoy bajo la gracia! Pero la gracia no significa indiferencia ante el mal manifiesto.

La disciplina es ejercida por la iglesia como tal, no por uno o varios hermanos, aun cuando estos hagan un examen previo. Merced a su poder apostólico, el apóstol Pablo podía juzgar a tal hombre a fin de que fuera “entregado a Satanás para destrucción de la carne” (1 Corintios 5:5), pero él no podía quitar la vieja levadura. Era necesario que la iglesia de Corinto lo hiciera. Esto es todo lo que puede hacer la iglesia; a ella no le corresponde entregarlo a Satanás.

Es infinitamente serio y grave llegar a tal apuro, y a menudo es necesario preguntarse si todos los esfuerzos de la disciplina paternal y de la disciplina correctiva han sido agotados. Pero si hubo que llegar a ese triste final, también es importante ajustarse a lo que la Palabra enseña: “No os juntéis… con el tal ni aun comáis”.

La decisión de la iglesia, una vez pronunciada, es ratificada en el cielo, según Mateo 18:18; es, pues, válida para todas las iglesias. Su propósito es doble: “para que seáis nueva masa, sin levadura como sois” (1 Corintios 5:7), y para que el culpable sea restaurado tan pronto como él haya juzgado verdaderamente el mal. Es lo que nos enseña 2 Corintios 2:5-11. En aquel caso, la restauración tampoco podía ser consecuencia de la decisión de un hermano o de varios hermanos, ni siquiera de un apóstol, sino solamente de la iglesia, la única que podía “desatar” lo que había “atado” anteriormente.

No hace falta agregar que tan pronto como la obra del Espíritu se ha manifestado en la conciencia y el corazón de la persona disciplinada, la actitud de la iglesia cambia, como dice la Palabra: “Más bien debéis perdonarle y consolarle”, confirmar “el amor para con él” (2 Corintios 2:7-8). ¿No deberíamos tener, en tales asuntos, la actitud del padre mencionado en Lucas 15, quien estaba como al acecho del regreso de su hijo? Al divisarlo “cuando aún estaba lejos”, fue movido a compasión, corrió hacia él, se echó sobre su cuello y lo besó: prerrogativa de la gracia que quiere restaurar, traer de vuelta y perdonar, la cual, cuando la restauración está plenamente cumplida, no vuelve sobre las faltas pasadas.