La casa de Dios
La Palabra también nos presenta al conjunto de los creyentes como la casa de Dios aquí en la tierra.
Las tablas del tabernáculo eran una figura de ello: cada tabla había sido tomada de un árbol que crecía de la tierra; se le daba forma, se la cubría con oro y era colocada sobre basas de plata. Tal es el redimido: sacado de este mundo, revestido de la justicia de Dios en Cristo, fundado sobre la redención. Pero una tabla, por sí sola, no podía mantenerse erguida; fue necesario unir las tablas en un conjunto para formar el tabernáculo, la casa de Dios.
Sucedió lo mismo con las piedras del templo de Salomón. Eran sacadas de la cantera, labradas conforme a la medida necesaria, y luego eran llevadas al edificio que se levantaba progresivamente.
Y hoy,
Vosotros también, como piedras vivas, sed edificados como casa espiritual.
Esta casa espiritual es “morada de Dios en el Espíritu” en un momento dado en la tierra, como también es “un templo santo en el Señor”, el cual va creciendo hasta que esté terminado y el Señor se lo lleve junto a Él (Efesios 2:21-22).
La casa de Dios es:
Tal como el Señor la edifica
En Mateo 16 el Señor dice: “Edificaré mi iglesia”. Era, pues, él quien quería edificarla; pero en ese momento este edificio todavía era algo futuro; solo en Hechos 2 lo vemos surgir. Cristo mismo es la roca del fundamento, la piedra principal del ángulo. A través de los siglos él agrega piedras vivas, unas tras otras, hasta que, acabado su trabajo, la Iglesia sea la santa ciudad que vemos brillar al final del Apocalipsis.
Pero, bajo otro aspecto, la construcción de ese edificio ha sido:
Confiada al hombre
1 Corintios 3:9-17 nos presenta el cuadro de ello. El fundamento ha sido puesto: Jesucristo. Los apóstoles, y luego los demás siervos de Dios a través de los siglos, han edificado sobre este fundamento. Pero no todos trajeron “oro, plata, piedras preciosas”, es decir, enseñanzas según la Palabra que “engendra” almas que tienen la vida de Dios, revestidas de la justicia de Dios en Cristo, fundadas sobre la redención y capaces de reflejar algunas de las glorias del Señor Jesús. Otras enseñanzas solo han producido “madera, heno, hojarasca”: mucha apariencia, gran volumen (¡en contraste con una piedra preciosa!), pero ninguna realidad. Cuando el fuego prueba semejante obra, esta es quemada, aun cuando el siervo mismo –si poseía verdaderamente la vida de Dios– es salvo, pero como si pasara por fuego. Otros, por su parte, no solo han traído malos materiales, sino que han corrompido el templo de Dios, y Dios los “destruirá” (v. 17).
En semejante edificio (la cristiandad) hay, pues, una mezcla de personas: unas que tienen la vida de Dios, otras que tal vez tienen una vida recta y ordenada pero que no han nacido de nuevo, y otras que son verdaderamente corrompidas. La “casa de Dios” viene a ser una “casa grande”, como lo veremos en 2 Timoteo 2.
El cuerpo de Cristo nos ha dado, pues, la idea predominante de la indisoluble unión, de la unidad de los rescatados; la casa de Dios pone ante nosotros la responsabilidad de los que la edifican y de los que pretenden formar parte de ella.