El Nombre que congrega

“El que conmigo no recoge, desparrama” (Mateo 12:30).

El ministerio y los dones

Leer 1 Corintios 12; Efesios 4:7-16; Romanos 12:4-8; 1 Pedro 4:10-11.

En todos estos pasajes se resalta una cosa primordial: el Señor da. En Efesios, es Cristo quien ha dado; en Corintios, es Dios quien “ha colocado” en la Iglesia; en Romanos y en 1 Pedro se tienen dones de gracia diferentes.

Por lo tanto, no son los hombres quienes eligen o designan –aunque sea un hermano eminente, o un grupo de hermanos, o incluso una iglesia– a alguien para ejercer el ministerio de la Palabra o una función cualquiera. Es Dios quien confiere el don “como él quiso”, como le place. No hay, pues, investidura, ni consagración, ni sucesión. La iglesia dará “la diestra en señal de compañerismo” al que así ha sido dotado; reconocerá lo que Dios hizo, pero no conferirá nada.

¿Cuál es el objetivo de este ministerio?

Efesios 4:12-16 nos da la respuesta:

a)     “A fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo” (v. 12). El objetivo del ministerio es, pues, en primer lugar la edificación, la construcción de ese edificio que el Señor ha confiado a los suyos. El evangelista, cumpliendo el ministerio que le ha sido atribuido, por la gracia del Señor traerá almas del mundo a la congregación, tal como el samaritano que halla al herido al borde del camino, tiene compasión de él, venda sus heridas, lo pone sobre su cabalgadura y lo lleva al mesón. Allí lo deja al cuidado del mesonero, figura del Espíritu Santo que obra por medio de los dones de profetas, pastores y maestros en la Iglesia, para el perfeccionamiento y la edificación.

b)    “Hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto” (v. 13). Se trata de crecer. Un niño en Cristo que acaba de “nacer de nuevo” ya posee en Él todo lo que tendrá para siempre; sin embargo todavía no conoce ni su posición ni su herencia. El objetivo del ministerio es, pues, hacerlo crecer, a fin de que él y todos sus semejantes lleguen a la estatura de un varón perfecto: el de un creyente que verdaderamente ha comprendido su posición en Cristo, que tiene la certeza de ella y la goza (“vosotros en mí, y yo en vosotros”).

c)     “Para que ya no seamos niños fluctuantes, llevados por doquiera de todo viento de doctrina” (v. 14). El que no está firme en la verdad y no ha aprendido a discernir el bien del mal, es fácilmente extraviado por diversas influencias. De ahí, por una parte, la necesidad del ministerio para afirmar en la verdad y, por otra parte, el peligro, sobre todo para los jóvenes, de leer o escuchar enseñanzas de las cuales uno no está seguro de antemano que sean según el pensamiento del Señor. Cuán fácilmente las ideas extrañas se deslizan y dejan su huella en el espíritu, empleando “con astucia las artimañas del error” para engañar.

d)    Para que “siguiendo la verdad en amor, crezcamos en todo en aquel que es la cabeza” (v. 15). Este es el objetivo supremo del ministerio: crecer en Él. “A fin de conocerle”, dice el apóstol. Por encima del alimento y la edificación, por encima del fortalecimiento en la verdad, y del conocimiento, está la Persona del Señor. Solo se puede crecer hasta Él siendo verdadero en el amor, el amor por él y por los suyos.

¿Cuál es el resorte de este ministerio?

1 Corintios 13, tan notablemente colocado entre los capítulos 12 y 14, nos revela el secreto: el amor. El más hermoso don, sin el amor, no es más que un címbalo que retiñe; no es nada y no aprovecha para nada. El otro resorte es la gloria de Dios, según 1 Pedro 4:11: “Para que en todo sea Dios glorificado por Jesucristo”.

La preocupación por uno mismo, el deseo de tener influencia, la vanidad, la rutina, pueden volver estéril un don, por más eminente que sea; por lo menos hasta que al juzgar estas cosas, se vuelva a la fuente.

¿Cules son los dones confiados?

Efesios 4 nos dice que “a cada uno de nosotros fue dada la gracia conforme a la medida del don de Cristo”. Y 1 Corintios 12:7 precisa:

A cada uno le es dada la manifestación del Espíritu para provecho.

Todos los miembros del cuerpo han recibido, de parte del Señor, algo para administrar “a los otros” (1 Pedro 4), “para provecho” (1 Corintios 12:7). Una gracia recibida implica la responsabilidad de responder a esa gracia; al mismo tiempo, siempre es preciso reconocer que nada viene de nosotros: “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿por qué te glorías como si no lo hubieras recibido?” (1 Corintios 4:7).

Pero existen dones específicos fundamentales, dados por el Señor para el bien de Su iglesia; que no son confiados a todos:

a)     Los apóstoles y profetas (1 Corintios 12:28; Efesios 4:11) que pusieron el fundamento (Efesios 2:20). No ha habido sucesión apostólica, nada en la Palabra lo muestra, pero los apóstoles aún obran en medio de nosotros a través de los escritos inspirados que nos dejaron.

b)    Los evangelistas, pastores y maestros siguen ejerciendo su ministerio aún hoy: el evangelista para atraer a las almas; los pastores y maestros (asimismo los profetas, quienes según 1 Corintios 14:3 hablan para “edificación, exhortación y consolación”) para edificar a los santos y hablar a su corazón, a su conciencia y a su inteligencia.

Algunos de estos siervos también nos han dejado un ministerio escrito. De ningún modo ha de colocárselo sobre un pie de igualdad con la Palabra inspirada; pero, ¡cuán útil es para quienes sienten la necesidad de crecer en las cosas de Dios!

Los dones-señales que menciona la Palabra son: milagros, lenguas, dones de sanidad. Su meta esencial en los primeros tiempos era acreditar el cristianismo: “confirmando (el Señor) la palabra con las señales que la seguían” (Marcos 16:20). Es posible que tales dones puedan hallarse nuevamente en circunstancias similares en ciertos países paganos donde el Evangelio en sus comienzos necesita ser confirmado. Pero, en todo caso, en cuanto a las lenguas, la Palabra dice claramente: “Cesarán” (1 Corintios 13:8).

También hay diversos dones que no van necesariamente a la par con los dones fundamentales: la palabra de sabiduría, de ciencia, la fe, el discernimiento, según 1 Corintios 12:8-10. Tampoco olvidemos los dones citados en Romanos 12:8, dados al que exhorta, al que reparte, al que preside y al que ejerce la misericordia.

Una falsa humildad lleva a pensar que no es necesario buscar semejantes dones. Pero la Palabra dice: “Mas desead ardientemente los dones espirituales” (1 Corintios 14:1, V. M.). Por lo tanto es bueno, y es según Dios, hacer de ello un tema de oración para poder discernir, en la dependencia del Señor, lo que Él puede confiarnos.

Sin embargo, se puede haber recibido un don y dejarlo debilitarse, y casi apagarse por falta de uso; de ahí la exhortación a Timoteo: “Te aconsejo que avives el fuego del don de Dios que está en ti” (2 Timoteo 1:6). Hasta se puede llegar –y el caso es más frecuente de lo que se cree– a descuidar completamente el don recibido. Cual debió ser la sorpresa de Arquipo cuando por primera vez se leyó la carta a los colosenses ante la iglesia. Al final, después de varios saludos, de repente retumbó esta exhortación directa: “Decid a Arquipo: Mira que cumplas el ministerio que recibiste en el Señor” (cap. 4:17). Arquipo, probablemente hijo de Filemón (Filemón v. 1-2), seguramente se acordó de ello.

Finalmente recordemos que la Palabra nos exhorta a reconocer “a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor” (1 Tesalonicenses 5:12-13). Nada de crítica destructora, ni maledicencia, sino estima, afecto, amor, obediencia, a fin de que los que “velan por vuestras almas… lo hagan con alegría, y no quejándose” (Hebreos 13:17).