El Señor había mandado a sus discípulos: “Me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra” (cap. 1:8). Hasta entonces solo habían cumplido con la primera parte de esa orden. Para hacerlos pasar a la siguiente etapa, el Señor en su sabiduría recurrió a un medio penoso: la persecución, de la que la muerte de Esteban dio la primera señal. Esta tuvo como resultado la dispersión de los creyentes, y en consecuencia la difusión del Evangelio a otros lugares. Un viento desagradable a menudo tiene el feliz efecto de sembrar a lo lejos semillas útiles.
Felipe, el evangelista nombrado en el capítulo 6:5, descendió a Samaria para predicar a “Cristo”: No una doctrina, sino una Persona (v. 5; comp. v. 35). ¡Qué poder tendría nuestro testimonio si en lugar de presentar solamente verdades, también habláramos de Aquel de quien nuestro corazón está (o debería estar) lleno!
Así, esos samaritanos odiados y despreciados por los judíos también participarían de ahí en adelante del bautismo y del don del Espíritu Santo. Ni el nacimiento, ni los méritos, ni el dinero –como se lo imaginaba Simón el mago– dan acceso a tal privilegio. Todo proviene de la pura gracia de Dios.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"