El capítulo 8:3 menciona a un joven llamado Saulo; este era un adversario particularmente encarnizado contra los cristianos. Según sus propias palabras, era “blasfemo, perseguidor e injuriador”; en fin, el primero de los pecadores (1 Timoteo 1:13-15). Pero Dios con su poder iba a arrancar a Satanás uno de sus mejores instrumentos y alistarlo para su servicio. A Saulo no le bastaba con atormentar a los cristianos de Jerusalén; en su furor y fanatismo iba a perseguirlos hasta las ciudades extranjeras donde el Evangelio se había difundido (comp. cap. 26:11). Se dirigió a Damasco con el corazón lleno de un odio implacable hacia los discípulos del Señor y provisto de una autorización del sumo sacerdote. Pero en el camino, en pleno mediodía, repentinamente fue enceguecido por una luz resplandeciente. Al caer en tierra supo –podemos imaginarnos con qué sorpresa– que quien lo interpelaba desde lo alto era el mismo Jesús a quien combatía en la persona de sus discípulos. Porque el Señor se identifica con sus amados rescatados; ellos forman parte de él.
Saulo fue conducido a Damasco mientras su alma era objeto de un profundo trabajo. El Señor envió a Ananías a visitar al nuevo convertido para abrirle los ojos y bautizarlo.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"