Jesús estaba a punto de dejar a sus queridos discípulos. Sin embargo, no los dejaría huérfanos. Iba a mandarles una persona divina para consolarlos, sostenerlos y ayudarles (v. 16): el Espíritu Santo, quien no solo estaría con los creyentes, sino en ellos para instruirlos (v. 26). El Señor lo llamó “otro Consolador”, porque Él mismo permanecería como el consolador celestial, el abogado para con el Padre (1 Juan 2:1).
Jesús hizo tres promesas más a los suyos: la nueva vida que emana de la Suya (v. 19); un lugar especial en el corazón del Hijo y del Padre para todo aquel que le da prueba de su amor guardando sus mandamientos (v. 21, 23); la paz, su propia paz (v. 27). ¡Cuán cierto es que el Señor no la da “como el mundo la da”! Este último ofrece poco y pide mucho; distrae y aturde la conciencia actuando como un remedio tranquilizante que engaña un momento las inquietudes y los tormentos del alma, pero no es más que una ilusión de paz. La que Jesús da satisface plenamente el corazón, y además es eterna.
Finalmente el Señor dio a entender a sus discípulos que el verdadero amor hacia él no tendría que buscar retenerle egoístamente acá abajo, sino que debería alegrarse con el gozo suyo (v. 28).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"