El ojo bueno (sencillo, v. 22, V. M.) es el que se fija solo en un objeto. Ese objeto, ese “tesoro” para el creyente, es Cristo. Lo contemplamos “a cara descubierta” en la Palabra, y esa visión ilumina todo nuestro ser interior (2 Corintios 3:18; 4:6-7). Nuestro corazón no puede estar en el cielo y en la tierra a la vez. Querer un tesoro celestial y, al mismo tiempo, atesorar riquezas en este mundo son dos cosas absolutamente incompatibles, como tampoco es posible servir a más de un señor a la vez (v. 24). Las órdenes a menudo serían contradictorias. Pero, renunciando a las riquezas, ¿no corremos el riesgo de carecer de lo necesario para nuestro sustento en el tiempo presente? El Señor se anticipa a esa mala excusa: “Por tanto os digo: No os afanéis por vuestra vida…” (v. 25). Abramos los ojos como nos lo pide Jesús. Observemos en la creación los innumerables testigos de la conmovedora solicitud y bondad del Padre celestial: las flores, los pájaros… (comp. Salmo 147:9). Por cierto, Dios nunca será deudor de los que buscan “primeramente” Sus intereses antes que los suyos propios; no será deudor de los que lo escogen (Lucas 10:42). Sí, Dios “es galardonador de los que le buscan” (Hebreos 11:6), pero hay que empezar por ahí.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"