Aquí todavía se establece un contraste entre lo que la ley ofrecía y lo que el creyente posee ahora en Cristo. Dios sustituirá el terrible Sinaí por la gracia en “Sion” en el próximo reinado del Mesías (Salmo 2:6).
Pero el hijo de Dios ya se dirige hacia un orden de bendiciones más elevado. Está invitado a subir las pendientes de ese monte de la gracia, a penetrar por la fe en “la ciudad del Dios vivo, Jerusalén la celestial”, y a saludar a sus habitantes. Encuentra a los millares de ángeles, luego a “la congregación de los primogénitos”, es decir, a la Iglesia. En la cumbre está Dios mismo, “el Juez de todos”, quien lo recibe como redimido en su Hijo. Al bajar hacia el pie del monte, hacia la base de todas esas glorias, halla “a los espíritus de los justos hechos perfectos” (cap. 11) y a Jesús, mediador de un nuevo pacto sellado por su propia sangre.
«Allí está mi morada», dice un cántico. Todas las cosas pasajeras son llamadas a desaparecer pronto; en cambio yo recibo un reino inconmovible; mi nombre está escrito “en los cielos” (Lucas 10:20). La misma gracia que me da acceso a ellos me permite ya servir a ese Dios santo, no de una manera que a mí me sea agradable, sino que le sea agradable a él. La reverencia y el temor de desagradarle me guardarán en el camino de su voluntad.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"