El amor fraternal puede ejercerse bajo muchas formas: la hospitalidad que se vuelve provechosa para el que la practica (v. 2), la simpatía que se identifica con los que sufren (v. 3; cap. 10:34) y la beneficencia de la que Dios mismo se agrada (v. 16).
La avaricia, por desdicha, también tiene varias caras. Se puede amar al dinero que uno posee, pero también al que se desea tener. Sepamos contentarnos con lo que tenemos actualmente. Y para las necesidades o los peligros de mañana, apoyémonos “confiadamente” en la fidelidad del Señor (v. 6; Mateo 6:31-34). El que es nuestro ayudador no podría cambiar. “Tú eres el mismo”, proclamaba el versículo 12 del capítulo 1. El versículo 8 de nuestro capítulo completa esa afirmación con otra de un insondable alcance: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos”. Si él nos basta, las “doctrinas diversas y extrañas” no hallarán asidero en nosotros (v. 9). Así estaremos listos para salir del campamento religioso formalista (véase Éxodo 33:7) a fin de ir solo hacia Jesús, al lugar en el que su presencia está prometida. Él ofreció el supremo sacrificio. Nuestro privilegio es ofrecer a Dios, en cambio, no solo el culto del domingo, sino un incesante sacrificio de alabanza, ese fruto de nuestros labios que madura primero en nuestro corazón (Salmo 45:1).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"