En su familia, un niño está sujeto a la educación paterna. Ésta le hará derramar algunas lágrimas, pero cuando haya crecido, será para él un motivo de agradecimiento hacia sus padres. Si somos hijos e hijas de Dios, es imposible que no tengamos que habérnosla con su disciplina (v. 8), porque el Dios santo quiere formar sus hijos a su imagen (v. 10).
Sin embargo, esa disciplina podría llevarnos a dos reacciones opuestas: primero, a menospreciarla y a no hacerle caso. Pero hemos de ser “ejercitados” en ella, es decir, aprender a juzgarnos delante del Señor al indagar por qué motivo nos manda esa prueba (véase Job 5:17). El peligro contrario es que nos desalentemos (v. 5; Efesios 3:13). Entonces, acordémonos del nombre dado al creyente disciplinado: “al que (el Señor) ama” (v. 6). Sigamos “la paz con todos”, pero sin que sea a costa de la santidad (v. 14). No olvidemos que nosotros mismos somos objetos de la gracia y echemos de nuestro corazón las raíces de amargura (literalmente: gérmenes de veneno). Ocultas al principio, tarde o temprano se manifiestan si no son juzgadas enseguida (Deuteronomio 29:18).
Esaú, quien no pudo ser mencionado en el capítulo precedente con los miembros de su familia, lo es aquí para su eterna vergüenza. ¡Que ninguno de nosotros se le parezca!
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"