Los cristianos hebreos habían aceptado, y aceptado con gozo, el despojo de sus bienes terrenales (comp. Mateo 5:12). ¿Cuál era su secreto? La fe que se apropiaba de bienes mejores y fuera del alcance de los perseguidores. Pero la fe es necesaria no solo para la conversión y en los días malos, sino que ella es el principio vital del justo. Hace presente el porvenir y visible lo invisible. El que carece de ella no puede perseverar; retrocede y Dios no se agrada de él (v. 38; cap. 4:2; 1 Corintios 10:5). Sin fe –repite el versículo 6 del capítulo 11– es imposible agradarle. Ahora Dios nos presenta a algunos de aquellos en quienes tiene su complacencia (Salmo 16:3).
En el capítulo 11, los distintos aspectos de la vida de la fe son ilustrados por testigos del Antiguo Testamento. En Abel vemos esa fe apropiarse de la redención mediante la ofrenda de un sacrificio agradable a Dios. En Enoc ella camina hacia su meta celestial. En Noé condena al mundo y predica la justicia divina.
Así la fe caracteriza toda la vida cristiana. Y cuando se llega a los últimos pasos de ese andar por la fe, no es el momento de perder nuestra confianza, pues, aún un poquito y el que “ha de venir vendrá, y no tardará” (cap. 10:37). Esta designación es suficiente. Jesús es “El que ha de venir”; nosotros somos “los que le esperan” (cap. 9:28).