La necesidad de ofrecer una y otra vez los sacrificios del antiguo pacto mostraba que eran ineficaces. A decir verdad, constituían únicamente un recordatorio del pecado (v. 3). La justicia de Dios no estaba satisfecha con ellos, y menos aun podían agradarle. Entonces se presentó alguien que se encargó de nuestra causa. Solo Jesús era el objeto de la complacencia del Padre, solo él podía ser la ofrenda agradable, la santa víctima ofrecida una vez para siempre. En tanto que los sacerdotes se mantenían en pie porque nunca habían terminado su servicio, Cristo
se ha sentado a la diestra de Dios
porque su obra está acabada. Y el que se sentó para siempre nos hizo perfectos para siempre. Sí, perfectos, es así cómo Dios nos ve, porque hemos sido lavados de nuestros pecados. Y no se trata del futuro; es un hecho cumplido y definitivo.
Mas no olvidemos que a la obra hecha para nosotros se le une la obra hecha actualmente en nosotros. El Señor quiere poner su amor y sus mandamientos en cada uno de nuestros corazones (v. 16; cap. 8:10). Al entrar en el mundo Jesucristo dijo al Padre: “El hacer tu voluntad, Dios mío, me ha agradado, y tu ley está en medio de mi corazón”. Ahora, Él desea que los suyos se le parezcan (v. 7, 9; Salmo 40:6-8).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"