El carnero de las consagraciones debía ser primeramente ofrecido y después comido por los sacerdotes. Para servir a su Dios, el rescatado debe alimentarse de Aquel que hasta en la muerte se consagró a Dios. El apóstol nos exhorta a andar “en amor, como también Cristo nos amó, y se entregó a sí mismo por nosotros, ofrenda y sacrificio a Dios en olor fragante” (Efesios 5:2). Los sacerdotes debían comer la carne del carnero de las consagraciones a “la puerta del tabernáculo de reunión”, es decir, antes de servir en el santuario. A cada uno de los siete días de la semana le correspondía un sacrificio, lo que para nosotros viene a ser el producto de ejercicios espirituales y afectos renovados de día en día.
El final del capítulo nos habla de los sacrificios que debían ser ofrecidos “continuamente”, “por vuestras generaciones” (ver Números 28:3, 6, 10 y sig.; Esdras 3:5), para magnificar constantemente ante Dios la obra de la cruz. Una vez santificado el tabernáculo, el altar y la familia sacerdotal, Dios podía habitar en medio de los suyos en un orden de cosas que convenía a su gloria (v. 44-45). El apóstol Pablo establece la misma relación entre la actual habitación de Dios en los creyentes –por medio de su Espíritu– y la santidad que debe caracterizar a estos (leer 1 Corintios 3:16-17; 6:19).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"