Todavía faltaba un utensilio para que el culto pudiera tener lugar. Era la fuente de bronce. Ella debía estar puesta en el atrio, entre el altar de bronce y el tabernáculo propiamente dicho, en el camino del sacerdote que, yendo a ejercer su oficio, se lavaba las manos y los pies. Este acto es figura del juicio de uno mismo bajo el efecto de la Palabra (el agua) que purifica al adorador de las manchas contraídas en su marcha en medio del mundo (Juan 13:10).
Después del agua que limpia “las inmundicias de la carne” (1 Pedro 3:21) (lado negativo), encontramos el aceite de la unción (el Espíritu) que confiere un carácter santo. Los ingredientes que entraban en su composición expresaban las diversas gracias y glorias de Cristo. Estaba prohibido verter el aceite santo sobre la carne del hombre (servirse de los dones del Espíritu para vanagloriarse) y fabricar otro semejante (imitar las manifestaciones del Espíritu Santo). El Salmo 133 (v. 2) nos muestra este precioso aceite derramado sobre la cabeza de Aarón y que baja por su barba hasta el borde de sus vestiduras; magnífica imagen de los rescatados que gozan, por medio del Espíritu, de las perfecciones de su Jefe glorificado y que participan de la misma unción. Por el contrario, el buen olor del incienso subía constantemente hacia Dios para presentarle en detalle toda la excelencia de su Amado.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"