La ceremonia continuaba. En efecto, los hijos de Aarón no habían sido purificados para que luego hicieran lo que quisieran. Estaban consagrados, dedicados al servicio de Jehová. En Israel, únicamente la familia de Aarón ejercía el sacerdocio, mientras que ahora todos aquellos que forman parte del pueblo de Dios son llamados a ejercer esta noble función. Amigos creyentes, si Dios nos ha salvado a causa de su gran amor, es para que, desde ahora, le estemos enteramente consagrados. La sangre sobre la oreja y los pulgares de la mano y del pie (v. 20) muestran que esas partes del cuerpo –las que respectivamente nos hablan de obediencia, acción y marcha– quedaban santificadas para ser puestas a disposición de Dios por medio del poder del Espíritu Santo (el aceite sobre la sangre).
Observemos bien que la expresión traducida por «consagrar» significa literalmente «llenar las manos». También, lejos de ver en la consagración –como lo hacen algunos– un acto por medio del cual nos ofrecemos nosotros mismos al Señor (¿acaso podemos darle lo que ya le pertenece?), entendemos en cambio que nuestras manos –o más bien nuestros corazones– tienen necesidad de ser llenos por Dios antes de poder “mecer” la ofrenda (Cristo) ante Él (v. 24).
Todo es tuyo, y de lo recibido de tu mano te damos (dijo David).
(1 Crónicas 29:14)
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"