Este capítulo constituye un paréntesis, como para resaltar el misterio –ahora revelado– que constituye su tema (v. 3, 9), el de Cristo y la Iglesia. La historia del hombre se divide en en períodos llamados “siglos” (cap. 1:21, 2:7), o a veces dispensaciones, economías (cap. 3:9), a lo largo de las cuales Dios se revela bajo cierto nombre a cierta clase de personas. Durante la dispensación de la gracia, la nuestra, caracterizada por la presencia del Espíritu Santo en la tierra, Dios se revela como Padre y llama a un pueblo celestial.
Si bien la sabiduría divina puede ser contemplada en la creación (Salmo 104:24; Proverbios 3:19), ¡cuánto más brilla en los inmutables consejos de Dios con miras a la gloria y al eterno gozo de su Hijo amado! Esa “multiforme sabiduría” se manifestó de un modo soberano y enteramente nuevo “por medio de la Iglesia”. Los ángeles la admiran; las naciones, hasta entonces sin esperanza, reciben esa buena nueva. A Pablo, mediante un llamado especial, le fue confiada esa revelación cuya magnitud lo disminuye a sus propios ojos (v. 8). Estaba encargado de dar a conocer a todos las riquezas de la gracia (cap. 1:7; 2:7) y de la gloria divinas (cap. 1:18; 3:16). La promesa del Salmo 84:11: “Gracia y gloria dará Jehová”, fue cumplida en la cruz. Esos dones, maravillosos y gratuitos, son desde ahora nuestra parte. No existe un tesoro más grande que esas “inescrutables riquezas de Cristo”.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"