En comparación con el pueblo judío, el estado de las naciones era particularmente miserable. No tenían ningún derecho a las promesas hechas por Dios a Abraham y a sus descendientes (Romanos 9:4). Y nosotros formábamos parte de esos extraños. Sí, recordemos (v. 11) aquel triste tiempo en que estábamos sin Cristo y, por consiguiente, sin esperanza y sin Dios en el mundo. Así, todo lo que poseemos ahora en él nos parecerá mucho más precioso. Tenemos más que un pacto con Dios: una paz gratuita (Romanos 5:1), garantizada por la presencia del Señor Jesús en el cielo. “Porque él es nuestra paz” (v. 14). Fue él quien la hizo (v. 15, al final) y pagó por ella todo el precio. Finalmente, fue él quien la anunció (v. 17). No quería que ningún otro la anunciara a sus queridos discípulos la tarde de su resurrección: “Paz a vosotros”, les dijo (Juan 20:21; Isaías 52:7); y luego agregó: “Como me envió el Padre, así también yo os envío”. Nosotros, que hemos oído y creído ese venturoso Evangelio, somos responsables a la vez de darlo a conocer a otros.
El final del capítulo nos muestra a la Iglesia de Dios como un edificio en construcción (v. 20-22, comp. Hechos 2:47) fundado sobre Cristo, la principal piedra del ángulo. Así, la Iglesia, o Asamblea de Dios, es ya en este mundo “morada de Dios en el Espíritu”.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"