Los versículos 1 a 3 describen en pocas palabras nuestra trágica condición de otrora. Como “hijos de ira”, andábamos según el mundo, conforme a su príncipe y de acuerdo con nuestros culpables deseos. Pero Dios intervino (v. 4). “Su gran amor” superó semejante miseria: dio vida a los muertos espirituales, los resucitó y, más aun, los hizo sentar en su propio cielo, el mismo lugar donde Cristo está sentado (v. 6; cap. 1:20). No hay posición intermedia: estar muerto en sus pecados o estar sentado en los lugares celestiales. ¿Cuál es la del lector?
Los versículos 8 a 10 atestiguan, por un lado, la inutilidad de nuestras obras para la salvación y, por otro, el pleno valor de la obra de Dios: “Somos hechura suya”. Pero el hecho de estar sentados en los lugares celestiales, ¿nos exime de toda actividad en la tierra? ¡Al contrario! Siendo salvos por gracia, hemos sido creados de nuevo (cap. 4:24). Del mismo modo que una herramienta es hecha para un uso preciso, así fuimos creados para cumplir las buenas obras que ese Dios de bondad (v. 7) dispuso de antemano en nuestro camino (Salmos 100:3; 119:73). No es que él tenga necesidad de nuestro trabajo, sino que quiere nuestra consagración. Por tanto, no dejemos de pedirle cada mañana:
Señor, muéstrame lo que tú mismo has preparado hoy para mí y concédeme tu ayuda para cumplirlo
(Hebreos 13:21).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"