Las liberaciones que Dios nos otorga (nuestra salvación en primer lugar) no dependen de nuestros méritos, sino solo de su gracia. Mientras que, cuando se trataba de su Hijo, había en él tanta excelencia, que Dios no podía dejar de liberarle. Entre todos los hombres, Cristo es el único que ha merecido su resurrección, si se puede decir así. Para los que contemplaban a Jesús en la cruz, su desamparo parecía ser una señal de la reprobación de Dios. Los burladores meneaban la cabeza, diciendo:
Sálvele, puesto que en él se complacía
(Salmo 22:8)
o “… si le quiere” (Mateo 27:43). Dios acepta ese desafío resucitando a Jesús. Y el Hijo, que conoce el corazón de su Padre, responde más allá de la muerte: “Me libró, porque se agradó de mí” (v. 20).
Siguen los maravillosos motivos por los que Dios halló su placer en Jesús: su justicia y la limpieza de sus hechos (v. 21, 25), su fidelidad (v. 22), su obediencia (v. 23), su santidad (v. 24), su gracia (v. 26), su dependencia (v. 29-30), su confianza (v. 31); en resumen: su perfección (v. 24). En verdad, la mirada del Padre podía posarse con entera satisfacción sobre “el hombre recto” (o perfecto; v. 26).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"