Una grave cuestión quedaba por resolver: algunas personas en Corinto negaban la resurrección. Pablo demuestra que esta doctrina no se puede tocar sin derrumbar todo el edificio de la fe cristiana. Si la resurrección no existe, Cristo mismo no ha resucitado; su obra no ha recibido la aprobación de Dios; la muerte queda invicta y nosotros estamos aún en nuestros pecados. En consecuencia, el Evangelio no tiene sentido y nuestra fe pierde todo su sustento. La vida de renunciamiento y de separación del creyente se vuelve entonces absurda y, de todos los hombres, el cristiano es el más digno de conmiseración.
¡Bendito sea Dios! No es así, sino que:
Ha resucitado el Señor verdaderamente
(Lucas 24:34).
Pero, ante la importancia de esa verdad, comprendemos por qué Dios tuvo tanto cuidado para establecerla. Primeramente a través de las Escrituras (v. 3-4); luego por los testigos irrecusables en razón de su calidad: Cefas (Simón Pedro), Jacobo y Pablo mismo (aunque se declara indigno de ello); o por su número: unos quinientos hermanos a quienes se podía preguntar al respecto. Seguramente muchos de nuestros lectores, sin haber visto con sus propios ojos al Señor Jesús, habrán experimentado por sí mismos que su Salvador vive (Job 19:25).
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"