Una paz maravillosa sigue a los tormentos del capítulo 7. Como culpable, he aprendido que no hay más condena para mí, pues estoy en Cristo Jesús, lugar de perfecta seguridad. Como hombre miserable (cap. 7:24), sin fuerzas para hacer el bien, he descubierto un poder llamado “la ley del Espíritu de vida”, el que al fin me libera de “la ley del pecado”, es decir, de su dominio. Tales son las dos grandes verdades que comprendo por la fe.
El más hábil escultor, aunque disponga de la mejor herramienta, no podrá cincelar nada en madera apolillada. Dios es ese hábil obrero, y la ley es esa buena herramienta (cap. 7:12). Pero, por buena que sea la ley (cap. 7:12), ha sido hecha “débil” e ineficaz por una “carne” rebelde, corrompida y roída por el gusano del pecado (v. 3, 7). Nosotros estábamos en “la carne” (v. 9), obligados a actuar según su voluntad. En lo sucesivo estamos en Cristo Jesús, andando “conforme al Espíritu” (v. 4). Es cierto que, aunque ya no estamos más “en la carne”, la carne está todavía en nosotros. Pero al creer, el mismo Espíritu de Dios vino a habitar en nosotros como el verdadero amo. La carne, “el viejo hombre”, antiguo propietario, no es más que un inquilino indeseable, encerrado en un cuarto. Ya no tiene ningún derecho… pero es necesario que yo vele para no abrirle la puerta.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"