La ley no solamente reprime los pecados que he cometido, sino que juzga mi naturaleza pecadora, por ejemplo, mi incapacidad para amar a Dios y a mi prójimo como ella lo prescribe. El pecado me coloca, pues, inexorablemente bajo la condenación de la ley de Dios… Pero de ella estoy liberado de la misma forma en que he sido liberado del pecado: por la muerte (es decir, mi muerte con Cristo, v. 4). Cuando un culpable muere, la justicia humana no puede hacer nada más contra él.
Entonces, ¿la ley es algo malo, ya que Dios ha debido protegerme contra su rigor? “En ninguna manera”, exclama nuevamente el apóstol (v. 7). Si en un museo tomo en mi mano un objeto expuesto, seguramente no tengo conciencia de cometer una infracción, pues no hay ninguna indicación que me lo prohíba. En cambio, soy plenamente culpable si existe un cartel que prohíba tocar ese objeto. Pero al mismo tiempo esta inscripción despertará en muchos visitantes el deseo de tocar los objetos expuestos. La naturaleza orgullosa del hombre lo lleva a infringir todo reglamento para afirmar su independencia. Así, por la ley, Dios me sorprende en flagrante delito de desobediencia y pone en evidencia la codicia que está en mí, para darme una mayor conciencia de mi pecado.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"