¡Es muy fácil!, dicen algunos. Si la gracia sobreabunda y nuestras injusticias sirven para hacerla brillar aun más, aprovechemos para dejarnos llevar por todos los caprichos de nuestra voluntad carnal (v. 1, 15). Pero ¿puede uno imaginarse al hijo pródigo (Lucas 15:11-32), luego de haber visto la acogida que el padre le dio, deseando volver al país lejano y diciéndose: «Ahora sé que siempre seré recibido en mi casa cada vez que tenga ganas de volver»? No, tal razonamiento no es el de un verdadero hijo de Dios. Primero, porque él sabe lo que la gracia costó a su Salvador y teme entristecerle y, luego, porque el pecado debe haber perdido todo su atractivo para él. En efecto, un cadáver ya no puede ser seducido por los placeres y las tentaciones. Mi muerte con Cristo (v. 6) quita al pecado toda fuerza y autoridad sobre mí.
¡Qué maravillosa redención!
Los versículos 13 a 18 del capítulo 3 muestran que todos los miembros del hombre (lengua, pies, ojos…) son “instrumentos de iniquidad” al servicio del pecado (v. 13). Sin embargo, en el momento de mi conversión, esos mismos miembros cambian de propietario y se convierten en “instrumentos de justicia” a disposición de Aquel que tiene todos los derechos sobre mí.
Forma parte del comentario bíblico "Cada Día las Escrituras"