Su importancia, disposición y características
¡Qué dulces pensamientos despierta en la mente esa palabra «hogar», y qué maravillosa alegría hace brotar en todo corazón humano! Aun más precioso es el recuerdo del «hogar cristiano» para aquellos que han tenido el gran privilegio de tal ambiente, en el cual Dios fue honrado y reconocido como Cabeza de la casa.
Instituido por Dios
El hogar fue establecido por Dios, y fue Su designio para la humanidad. Cuando Dios hizo a Adán y a Eva y los unió en santo matrimonio, mandándoles que fructificaran y se multiplicaran y que llenaran la tierra, instituyó la primera familia y el primer hogar (Génesis 1:27-28).
Toda la estructura social humana descansa sobre la unidad de la familia. Y el hogar, la morada de la familia, bien sea una choza o una mansión, es la fortificación o el refugio de la comunidad. De ahí a que se diga con frecuencia: «El hogar es el baluarte de la nación». Sobre él descansa todo el edificio de la civilización. Si él desaparece, desaparece la nación, porque la nación no es sino un conjunto de individuos unidos por una relación de familia. Es evidente, pues, la importancia del hogar y de la vida familiar conforme a los pensamientos de Dios.
Abandono del orden de Dios
Vivimos días en los que los principios de Dios para la humanidad están siendo descartados, y en los que abunda el desorden y la corrupción, como sucede siempre que el hombre se aparta del orden de Dios. El amor libre, la infidelidad, el divorcio y todas las formas de obstinación están causando el naufragio de numerosas familias. El énfasis se está poniendo en la masa, en el individuo o en el Estado, y así destruye la unidad de la familia. Por tanto, es necesario que fijemos nuestra atención en los principios y propósitos de Dios para con nosotros, de modo que no seamos llevados por la corriente de las cosas que nos rodean y fracasemos en el mantenimiento de verdaderos hogares.
¿Qué es el hogar?
El hogar no es sólo un sitio donde comemos y dormimos, sino la atractiva morada donde el amor doméstico, la feliz y dulce vida familiar, el descanso, la paz, y la protección de un mundo malo son conocidos y donde participamos de ellos. No es el hermoso edificio ni el mobiliario rico que tiene dentro, lo que hace el hogar. Es la felicidad, el afecto y el tierno cuidado hallados en el santuario del círculo doméstico concedido por Dios.
En un mundo de pecado y rebelión, el hogar es una insigne misericordia para la humanidad. Un Creador misericordioso ha provisto para que el hogar sea un saludable balance y asilo temporal contra las dificultades y peligros de este mundo tempestuoso. Este refugio de dulces vínculos familiares es el refugio misericordioso de Dios para las tormentas y rudezas de la vida y el poder directo de Satanás en un mundo malo.
En un mundo semejante es una gran bendición tener en el seno de la familia el corazón ejercitado en los tiernos afectos naturales, los cuales son implantados por Dios en el hombre. Así, mediante el mutuo cuidado que se brindan los miembros de la familia y merced al ejercicio diario de abnegación práctica, el detestable egoísmo del corazón natural puede ser reprimido y frustrado. Entonces las relaciones familiares de obediencia y amor, y la práctica diaria de la recíproca sumisión que tales relaciones necesitan, saludablemente contrabalancean aquella raíz de todo pecado humano: la voluntad propia y la desobediencia.
La familia cristiana
Pero la familia cristiana, en la cual uno o ambos esposos pertenecen al Señor, es infinitamente más que un bendito refugio contra el mal. Es, en medio de un mundo sin Dios y sin Cristo, un santuario en el cual las preciosas almas de los hijos son guardadas de la contaminante influencia de ese mundo. El hogar cristiano es un sagrado refugio donde Dios y Cristo son reconocidos y donde el Espíritu dirige, donde la Palabra brilla como la lámpara de la casa y donde el Evangelio, continuamente considerado, señala el camino al cielo a todos los que allí moran.
Alguien dijo: «Es el centro de dulces afectos donde el corazón, instruido en los vínculos que Dios mismo ha formado; y al gozar de estos afectos, se ve preservado de las pasiones y de la voluntad propia. En este ambiente, si se lo mantiene con cuidado, existe un poder que, a pesar del pecado y del desorden, despierta la conciencia y activa el corazón, guardándolo del mal y del poder directo de Satanás».
Aun cuando el pecado ha entrado en el mundo y lo ha dañado todo, la introducción de Cristo en estas relaciones de familia hacen de ellas una esfera para las operaciones de gracia y para el activo despliegue de la vida divina que tenemos en Cristo, de modo que la mansedumbre, la ternura, la mutua ayuda y abnegación, ejercidas en medio de las dificultades y de los dolores que el pecado ha causado, imparten a estas relaciones un encanto y una profundidad mayores que los que pudieron ser conocidos en el estado de inocencia del Edén (Génesis 2:7-15).
En el verdadero hogar cristiano se le da al Señor su justo lugar y cada miembro de la familia obra conjuntamente en divina armonía conforme a la mente y propósitos de Dios; el amor de Dios es conocido y derramado en el corazón y constituye el elemento que gobierna en el hogar. Allí la Palabra de Dios es leída y obedecida –aunque quizás con mucha flaqueza– y se escuchan la oración y la alabanza. Allí se siente la atmósfera del cielo y, al igual que los hijos de Israel antiguamente, tales hogares tienen “luz en sus habitaciones” (Éxodo 10:23), cuando todo alrededor esté en tinieblas. Cada verdadero hogar cristiano refleja algo de aquel hogar celestial hacia el cual estamos viajando, de manera que se distingue fácilmente de aquellos donde Cristo, la verdadera luz, no brilla.
El lugar preeminente de la Palabra de Dios
En Deuteronomio 11:18-21 Dios nos da una bella descripción de lo que Él desea ver en cada hogar. Él desea que su Palabra sea puesta en el corazón de los padres y atada como señal sobre sus manos. Ellos han de enseñar esa Palabra a sus hijos continuamente y escribirla sobre los postes de su casa y en sus puertas. Ese deseo divino va acompañado por la promesa de que sus días serán multiplicados y de que serán “como los días de los cielos sobre la tierra”. Tal es la bendición de un verdadero hogar cristiano, donde la Palabra de Dios es amada y obedecida y donde se le da su verdadero lugar. Tal hogar, en el cual todos viven de acuerdo con la Palabra de Dios y para Su gloria, es un pedacito de cielo en la tierra. Lector, ¿ocurre así en su hogar? Si ocurre lo contrario, ¿por qué?
Pero esto sólo puede suceder cuando los padres honran la preciosa Palabra de Dios por encima de todo lo demás y cuando la familia es gobernada de acuerdo a sus preceptos. Entonces la Palabra de Dios será vista sobre los postes y las puertas de manera práctica, y los hijos, nutridos con sus instrucciones, andarán en el camino de la verdad. Si los padres no aman la Palabra de Dios ni andan de acuerdo con ella, ¿cómo puede esperarse que sus hijos la amen y la obedezcan?
Porciones de la Palabra de Dios fueron literalmente colocadas sobre las puertas y atadas sobre las manos de los israelitas temerosos de Dios, y es bienaventurado ver lo mismo hoy día, bajo la forma de lemas bíblicos, en las paredes de los hogares cristianos. Es una buena forma de hacer que la luz del cielo brille como testimonio para todos los que entran en nuestros hogares.
El hijo de un cristiano se mudó a un nuevo hogar y lo amuebló bien. Luego invitó a su padre a que lo visitara y le mostró toda la casa. Después de haberla visto, el padre observó: «Bien, hijo, ciertamente tienes un hogar muy cómodo, pero nadie podría decir al recorrerlo si vive en él un hijo de Dios o un hombre del mundo». Estas palabras impresionaron de tal modo a su hijo que pronto colgó muchos lemas bíblicos en las paredes y dio a la Palabra de Dios un lugar más destacado en su hogar.
Es triste ver hogares cristianos ataviados a la última moda, colmados de lujo y de literatura del mundo; hogares donde la radio y otros medios propagan programas mundanos de entretenimiento, hogares en los cuales la Palabra de Dios no es leída, ni oída ni practicada. Ésos no son hogares cristianos, en el sentido práctico del término. Si nuestros hogares no se distinguen de los hogares de los inconversos que nos rodean, no puede decirse con verdad que tenemos “luz en nuestras habitaciones” o que al Señor le es dado su lugar en ellos. Y esto es igualmente cierto si la lucha y la discordia caracterizan el hogar, en vez de hacerlo el amor y la dirección del Espíritu de Dios.