El hogar cristiano

Madres

Si bien no conocemos exhortación o precepto alguno que en las Escrituras esté dirigido a las madres, hay muchas menciones de ellas en la Biblia y ejemplos abundantes para su instrucción en justicia y piedad. A través de éstos –así como de la diaria observación y reflexión– se verá claramente que las madres ocupan una posición vital e influyente en el hogar, y que ejercen gran poder, positivo o negativo, sobre los niños criados bajo su autoridad y cuidado.

La madre comunica el tono moral y la virtud a los hijos, mientras que el padre les da el status social. Éste es el significado de la expresión usada corrientemente en los libros históricos de la Biblia con respecto a los reyes de Israel y de Judá: “el nombre de su madre era…”. La historia de esos reyes prueba que sus madres ejercieron gran poder moral e influencia, sea para bien, o para mal. Cuán importante resulta, pues, para las madres ser espirituales, buscando primero el reino de Dios y Su justicia, de modo que ocupen el lugar que Dios les ha deparado en el hogar para gloria del Señor e influyan en sus pequeños a fin de que anden rectamente en el Señor.

“Críamelo”

Las palabras que la hija de Faraón dirigió a la madre de Moisés en Éxodo 2:9 han sido citadas con frecuencia, a fin de señalar lo que Dios pide a cada madre cuando le confía un niño: “Lleva a este niño y críamelo, y yo te lo pagaré”. Éste es el encargo del Señor a la madre en cuyos brazos ha depositado un recién nacido.

“Llévate este niño y críamelo”
dijo la hija de Faraón
a la madre, cuyo ser
por el niño sentía toda afición.

Así habla Dios a cada madre
al nacer su pequeño infante:
Lleva este niño y críamelo
por el tiempo de su vida restante.

Lleva a este niño; a ti lo confío
para que de ti aprenda cómo andar,
trascendiendo del mundo de tinieblas
al refulgente y celestial hogar.

Lleva a este niño y considera, Madre,
que el cielo hermoso y puro nos espera

donde tú has de morar eternamente.
¿Y este tu niño ha de quedarse fuera?

Entonces dirígelo sabiamente
a sentir el amor del Salvador.
Que la vida sombría de pecado
se torna pura y noble por Su amor.

Lleva este niño, rica bendición
que a tu cuidado se confía en la tierra;
críalo con cariño
hasta que yo a reclamarlo venga.

¡Qué hermoso privilegio es el de criar un niño para el Señor! ¡Qué grande y noble tarea es confiada a una madre y qué maravillosa recompensa celestial dará Él por haber sido fiel al encargo!

Es de la mayor importancia que las madres reconozcan desde el comienzo que su hijo es un don del Señor, “una herencia de Jehová” (Salmo 127:3). Pertenece al Señor y solamente es confiado al cuidado de los padres. Los padres sólo son mayordomos por Dios, encargados de criar a sus hijos y educarlos para Él. Las equivocaciones que cometen algunas madres cristianas al educar a sus hijos se deben a que ellas olvidan con frecuencia a Quién pertenecen sus niños. ¿Cómo se les puede criar en los caminos del mundo, o permitírseles hacer lo que desean, si se recuerda que pertenecen a Dios?

¡Qué hermosas son las palabras de la piadosa Ana!:

Por este niño oraba, y Jehová me dio lo que le pedí. Yo, pues, lo dedico también a Jehová; todos los días que viva, será de Jehová
(1 Samuel 1:27-28).

Ella rogó para que el Señor le diera un hijo, lo recibió y ahora ella lo da de nuevo al Señor para Su servicio. ¡Qué ejemplo para toda madre!

La tarea asignada por Dios a la madre

En un normal estado de cosas, la mayor parte de la vida de un niño –estos años en que es más moldeable– la pasa en compañía de la madre. La responsabilidad del padre, como quien tiene que ganar el pan para la familia, por lo general le lleva lejos de su hogar durante muchas horas del día. Por tanto, la tarea de educar a los niños y de velar por su crecimiento en la piedad depende mayormente de la madre, aunque el padre sea el responsable de la casa, como ya lo hemos visto. La madre debe dedicarse enteramente a esta sagrada misión que Dios le ha confiado. Si bien la cocina, los cuidados de la ropa y demás tareas hogareñas reclaman la atención de la madre, los niños deben tener el primer lugar. No deje usted que nada le haga descuidar a aquellas preciosas almas a quienes Dios mismo ha puesto bajo su cuidado a fin de que las eduque para Él.

Es una gravísima equivocación que una madre abandone o descuide la labor que le ha sido asignada por Dios y que la confíe o delegue en las manos de otros, mientras se dedica a lo que ella llama «servicio», o al ocio, como es costumbre en estos días. La esfera de trabajo de la madre es el hogar. Las bases del carácter del niño se establecen en la casa y la mano de la madre es el instrumento que Dios emplea para echar esos fundamentos. Otras personas pueden ser encargadas de otras tareas, pero nadie más puede tomar eficazmente el lugar de ella en la formación de los niños. Dios le ha dado esta obra a ella y no a otros. Hablamos del curso normal de las cosas; circunstancias anormales, desde luego, como la muerte del padre y la necesidad de que la madre se convierta en el sostén de la familia, cambian las cosas.

Mi obra en el hogar es el cultivo
de olivos que sembraste para el cielo;
cultivarlos es mi humilde anhelo
para que orne tus jardines cada olivo.

Puede ser que no busque en los confines
de áspero monte tu oveja perdida,
pero apaciento en dedicada vida
corderitos que son como jazmines.

Una obra me diste de por vida.
Sin toque de trompetas y clarines,
bajo tu amparo ella quedó cumplida.
Bástame decir, merced a lo que hiciste:
Te devuelvo sin desdoro las joyas que me diste.

La educación que los niños reciben de sus madres en sus primeros años influye mucho en el resto de sus vidas. La educación cristiana apropiada es vital y deja en los niños una huella que perdura a lo largo de sus vidas. La impresión que deja en sus corazones y mentes jóvenes, dóciles y receptivos, no puede ser borrada ni siquiera por los peores pecados cometidos en el curso de su existencia. La Palabra de Dios declara:

Instruye al niño en su camino, y aun cuando fuere viejo no se apartará de él
(Proverbios 22:6).

¿Quién puede dudar de que la importante decisión que Moisés tomó –siendo ya hombre rehusó ser llamado hijo de la hija de Faraón y escogió antes identificarse con el pueblo de Dios y sufrir aflicciones con él– se debió, humanamente hablando, a la piadosa instrucción en las verdades y promesas de Dios que recibió de su madre mientras ella lo criaba para la hija de Faraón? En Proverbios 31 vemos que la profecía enseñada al rey Lemuel por su madre permaneció en su memoria y más tarde fue escrita por la pluma inspirada en la Sagrada Escritura.

Antes de continuar con el tema es bueno señalar que resulta imperioso que el padre y la madre coincidan en propósito, ideales y acción en cuanto a la educación de sus hijos. Esto es de lo más necesario. Nada puede ser más desastroso que una madre que trate a su hijo de modo opuesto al del padre, o viceversa. Cualquier desavenencia en cuanto a principios o procedimientos educativos debería ser discutida por los padres a solas, ante el Señor, y nunca en presencia de los hijos. Delante de éstos debe desplegarse una acción común, unificada, en la cual cada uno sostenga la disciplina ejercida por el otro.

Lo que significa «educar»

«Educar» no es meramente enseñar o instruir, sino también «conducir por un curso particular o llevar a lo largo de cierto paso». Se requiere continua vigilancia, constante atención y persistente cuidado para producir el efecto y objeto deseados.

Un niño puede tener su mente atestada de sentimientos religiosos, su memoria atiborrada de textos bíblicos e himnos y, a pesar de ello, no tener un corazón del todo interesado o influido por esta instrucción intelectual. Por importante que sea esta instrucción, no deja de ser una mera información. El corazón debe ser alcanzado y educado, así como es informado el cerebro. Además, las madres con frecuencia enseñan a sus hijos lo que ellas mismas no ponen en práctica, o bien no se toman el tiempo y el trabajo para que sus hijos lo practiquen. De ahí que los corazones de sus niños no sean atraídos en el camino de la enseñanza impartida, de manera que pronto son guiados por huecas teorías que los llevan a perder el respeto a sus padres y a las enseñanzas religiosas que éstos les proporcionaron.

Como hemos visto, «educar» significa conducir a lo largo de cierto curso, de modo que la responsabilidad de las madres cristianas es conducir a sus hijos por el camino del Señor mediante su propio ejemplo de piedad y de una vida cristiana consecuente. De este modo los corazones de los niños serán tocados e instruidos, así como sus mentes. Madres, si quieren educar a sus hijos, deben poner en práctica lo que les enseñan y deben mostrarles también cómo hacer lo mismo. Deben poner todo empeño en que ellos hagan según les enseñan.

No basta hablar solamente; las palabras no ponen freno a las tendencias de la naturaleza ni impiden sus veleidades. Así como el vinicultor poda sus vides, ustedes tienen que podar, enderezar, dirigir la joven vid de la vida que les ha sido confiada, si quieren educarla para Dios y la justicia. Muchas madres enseñan a sus hijos lo recto en la teoría, pero la negligencia o indiferencia en cuanto a la práctica hace que ellos crezcan de modo opuesto. Puede significar muchas dificultades la apropiada educación de los niños. Tal vez sea preciso abandonar el trabajo por un momento y suministrar la corrección e instrucción necesarias. Si la madre no se esfuerza cuando ellos son pequeños, causarán mucho más dificultad cuando sean mayores. Muchas madres insensatas, para ahorrarse trabajo, han dejado que sus hijos actúen libremente, olvidando que Dios ha dicho: “El muchacho dejado al gobierno de sí mismo avergonzará a su madre” (Proverbios 29:15 – V. M.)

Nos gustaría llamar la atención hacia la hermosa actitud de Manoa y su esposa en Jueces 13. Cuando les fue dicho por el ángel de Jehová que ellos tendrían un hijo, quien sería nazareo y salvaría a Israel, Manoa invocó a Jehová y dijo:

Ah, Señor mío, yo te ruego que aquel varón de Dios que enviaste, vuelva ahora a venir a nosotros, y nos enseñe lo que hayamos de hacer con el niño que ha de nacer… ¿cómo debe ser la manera de vivir del niño?
(Jueces 13:8, 12).

Esto fue realmente atinado y hermoso. Así debería ser la firme disposición del alma y la ferviente petición de toda madre y de todo padre. Necesitamos con frecuencia volvernos al Señor y preguntarle: «¿Cómo tendremos que encaminar la vida del niño y qué hemos de hacer con él?».

Enseñar a obedecer

Dios ha dicho:

Obedecer es mejor que los sacrificios, y el prestar atención que la grosura de los carneros
(1 Samuel 15:22).

El primero y más importante punto en la educación de los niños es enseñarles la bendición que trae la obediencia. Necesitan aprender que deben obediencia a la autoridad justamente constituida, precepto que constituye el fundamento de todo valor moral, no solamente en la niñez, sino también a través de toda la vida. Si un niño no aprende a ser obediente a la autoridad de sus padres, concedida por Dios, será desobediente a las autoridades gubernamentales, también establecidas por Dios.

La obediencia a Dios es la esencia misma de una vida cristiana feliz y, si deseamos que nuestros hijos se conviertan y vivan como cristianos obedientes, debemos enseñarles a obedecer en el hogar desde la más temprana edad. Un niño que no ha aprendido a obedecer a sus padres, rara vez será un cristiano obediente aun si se convierte. La obediencia a la autoridad paterna es esencial para aprender a ser sumiso a la autoridad de Dios. La autoridad paterna debe ser soberana para el niño, pues ella ocupa el lugar de Dios en relación con el niño.

La voluntad propia, tendencia congénita de cada hijo de Adán y esencia misma del pecado, necesita ser sometida a Dios. A los padres –y especialmente a las madres– Dios les ha confiado la tarea de comenzar esa obra en la niñez, inculcando al niño la indiscutida obediencia a sus padres y a las autoridades. Estamos en los postreros días descritos en 2 Timoteo 3, cuando la desobediencia a los padres y las varias formas de voluntad propia y rebeldía cunden por todas partes, lo que hace más necesario que los padres enseñen a sus hijos a obedecer.

Obligar a obedecer

Para ser obedecidos, los padres deben atenerse a su palabra y cumplir sus advertencias de castigo en caso de desobediencia. Los niños son vivos observadores y pronto saben si lo que decimos, lo decimos seriamente o no, si castigaremos la desobediencia y recompensaremos la obediencia. Los padres deben insistir, aun apelando al castigo si fuese necesario, en ser obedecidos. Si se procede así, los niños pronto aprenderán que las palabras de sus padres serán cumplidas y que ellos deben obedecer. Entonces responderán rápidamente a los deseos de sus padres.

Con frecuencia hemos visto hijos que no prestaban atención alguna a las órdenes de sus padres porque éstos meramente seguían con sus súplicas y amenazas, pero no exigían obediencia ni llevaban a la práctica sus advertencias. Por consiguiente, si los niños hacen lo que quieren y desobedecen, ¿quién es culpable sino los padres? Especialmente las madres a menudo faltan en esto, aunque a veces también los padres son culpables.

Seguramente que hay una advertencia para los padres y las madres en las palabras de Jehová acerca de Elí, el sacerdote: “Y le mostraré que yo juzgaré su casa para siempre, por la iniquidad que él sabe; porque sus hijos han blasfemado a Dios, y él no los ha estorbado” (1 Samuel 3:13). Sabemos, por lo dicho en el capítulo 2:22-25, que Elí reprochó a sus hijos su maldad, pero la acusación que Dios le hizo fue la de no haberlos detenido. Esto muestra lo que Dios espera de los padres; no lo olvidemos.

Comenzar temprano

«El secreto para lograr una educación exitosa y para obtener obediencia es comenzar temprano», escribe una madre experimen­tada. «No se debe permitir a Satanás que nos tome la delantera al comienzo, mimando la voluntad del pequeño… En eso yerran tantas madres: empiezan demasiado tarde. La may­oría de los niños ven arruinada la formación de su carácter antes de llegar a la edad de cinco años por la insensata indulgencia de sus madres».

Los pequeños deben ser manejados de un modo compatible al amor y la ternura, lo que les enseñará que, aunque la madre ama y acaricia, ella debe ser obedecida. Una mano y una voz firmes harán que el pequeño aprenda muy pronto que debe quedarse quieto y dormirse cuando quisiera rebelarse en contra de la acostumbrada siesta. Si persiste en resistir, la mamá debe perseverar y vencer la pequeña voluntad; porque si el niño logra imponer su voluntad, el conflicto será más difícil la próxima vez y seguirá siéndolo cada vez más. Si la mamá prevalece por medio de su firmeza, la lucha será cada día más fácil y el niño aprenderá pronto la obediencia. Pero la mayoría de las madres flaquean en esto; desisten porque no desean sufrir el dolor de una lucha. Olvidan que la derrota de ahora sólo significa batallas sin fin en el futuro y multiplicará el dolor.

La misma madre antes citada escribe que ella venció la fuerte voluntad de sus hijos a la edad de seis y diez meses, y que en lo sucesivo apenas tuvo que luchar contra la abierta oposición de ellos alguna que otra vez. Con uno de sus hijos, quien llegó a ser predicador del Evangelio, ella peleó una sola batalla decisiva; fue cuando él tenía diez meses. Su hijo nunca desafió su voluntad en todos los años que sucedieron a aquella penosa lucha. Seguramente ese bendito resultado compensó con creces aquella lucha. ¡Qué verdadera y saludable lección para todas las madres!

Verdad y rectitud

Otra cosa importante en la educación de un niño es enseñarle a practicar la verdad y la integridad. Por haber nacido en pecado, todos los humanos tienen una naturaleza mala, “hablando mentira desde que nacieron” (Salmo 58:3), y éste es indudablemente uno de los pecados más comunes de la humanidad. Contrarrestar esta tendencia y formar el alma en el hábito de la verdad debe ser uno de los primeros objetivos de la enseñanza del niño.

Aborrece Jehová… la lengua mentirosa. Los labios mentirosos son abominación a Jehová
(Proverbios 6:16-17; 12:22).

Por tanto, a los niños debe enseñárseles desde temprano cuán abominables son las mentiras para Dios. Para desarrollar la veracidad y la rectitud, los padres deben cuidarse de minimizar y excusar la tendencia a la falsedad en sus hijos. En realidad, algunos padres se sonríen y admiran sus trucos engañosos para ocultar alguna de sus pueriles travesuras. No es de extrañar que estos niños crezcan sin horror alguno a la falsedad o sin tener ningún escrúpulo con respecto a decir mentiras, lo que constituye una de las garantías para vivir honradamente una vez crecidos. Ningún padre o madre logrará inculcar a su hijo un horror a todo pecado más grande que el que él mismo siente. Los niños, rápidos analistas, instintiva e inmediatamente percibirán toda simulación de piedad en sus padres. Ellos no juzgan tanto por lo que decimos como por lo que sentimos y hacemos. Nunca cierre usted los ojos sobre cualquier falsedad o engaño de su hijo.

Que las madres se cuiden de hablar contra alguien delante de sus hijos y después actuar amablemente para con esa persona. ¿Qué lección de engaño daría a un hijo una madre –o quizá un padre– que actuara así? Y si los padres cuentan a sus hijos las acostumbradas falsedades acerca de espectros, espantajos… ¿cómo puede esperarse que los niños digan la verdad?

Nunca digamos una mentira a nuestros niños si queremos educarlos para Dios, “quien no miente” y quien ama “la verdad en lo íntimo” (Tito 1:2; Salmo 51:6). Antes conteste usted sus averiguaciones con poco o nada si siente que no puede decirles la verdad con toda conformidad. Ejercítese en la veracidad con sus hijos si quiere que sean rectos. No les haga promesas que luego no cumpla. Esto es mentira. Ni los inste usted para que tomen medicinas amargas diciéndoles que es algo bueno y sabroso. Al actuar así enseña a sus hijos de modo contrario al que correspondería para lograr su propósito, y más tarde, en vano trabajará para hacerles veraces y sinceros, pues usted habrá dañado el terreno.

La educación

Ciertamente la tendencia a llenar la mente de los niños con toda clase de cuentos de hadas y ficciones no puede conducir a formar en ellos el concepto de la verdad. Tales libros deben ser alejados de ellos tanto como sea posible y reemplazados por los que se refieran a hechos reales y vivientes. No hay mejor libro que la Biblia, con sus historias verdaderas, interesantes e instructivas, de las que los niños siempre gozan. Enséñele usted también acerca de la maravillosa creación de Dios, haga que se interesen por todos los animales y cosas que Dios ha hecho. De este modo se cultivará su amor por la Naturaleza y sus corazones se sentirán atraídos a adorar a Dios desde temprano, como su sabio y poderoso creador. Paralelamente se les enseñará la verdad más elevada de Cristo el Redentor y la necesidad que ellos tienen de Él como su Salvador.

Instruye al niño con todo anhelo
a los siete, para llegar al cielo.
La verdad arraigará con más ahínco
si le enseñas al llegar a los cinco.
Aprenderá para no olvidar después,
si con ruegos le enseñas antes de los tres.

El centro de atracción

Antes de terminar el tema de la enseñanza de los niños, sería bueno considerar el error de permitir a los niños tomar demasiada importancia en presencia de otros, dejándoles ser el centro de atracción y llamar la atención en cuanto a su inteligencia y agudeza. De este modo, pronto aprenden que se les está dando importancia y desearán ser ensalzados. En vez de ser modestos y humildes, serán atrevidos y orgullosos y actuarán descomedidamente. La vieja costumbre de que los niños permanezcan callados en medio de los adultos y cuando hay invitados presentes, es muy buena. Las cualidades cristianas de mansedumbre, modestia y quietud deben ser desarrolladas en el niño en vez de la arrogancia, la petulancia y el egocentrismo. Que el Señor dé mucha gracia y sabiduría a las madres para educar a los niños para Él y para Su gloria.