El matrimonio, la base del hogar
Ahora que hemos visto el lugar vital, ordenado por Dios, que el hogar ocupa en el sistema social, nos detendremos un poco en detalle en la honorable y santa institución del matrimonio, el cual fue dado por Dios como la base misma del hogar. Al escribir al respecto nuestro propósito, es especialmente ayudara los jóvenes creyentes que ahora, o en el futuro, se proponen contraer matrimonio y fundar un hogar para la gloria del Señor.
Instituido por Dios en Edén
El matrimonio es la más antigua y la más noble de las instituciones que Dios dio a la humanidad. El vínculo matrimonial fue la intención de Dios para el hombre desde el comienzo de su historia. En el huerto de Edén, Él mismo efectuó la primera boda, y su Palabra declara que “honroso sea en todos el matrimonio” (Hebreos 13:4). Por consiguiente, la autoridad de Dios está estampada sobre esta institución.
El varón no está completo en sí mismo. La mujer es su complemento a fin de suplir sus deficiencias. Ella es fuerte allí donde él es débil, y débil donde él es fuerte, y juntos forman un todo completo, una sola carne. Por eso está escrito
Creó Dios al hombre… Varón y hembra los creó; y los bendijo, y llamó el nombre de ellos Adán
(Génesis 5:1-2).
Varón y hembra fueron necesarios para completar el Adán.
Al ver que Adán estaba incompleto en su soledad, dijo Dios: “No es bueno que el hombre esté solo: le haré ayuda idónea para él” (Génesis 2:18). Eva, pues, fue hecha de una costilla de Adán, siendo la provisión del Creador para él. Dios la trajo luego a Adán y los bendijo, y fueron ambos una sola carne.
Un paso más alto: el celibato
El pecado entró en la hermosa y perfecta creación de Dios, dañándolo todo, de manera que ahora esta bendita unión del matrimonio no es toda de color rosa y sin espinas. “Si te casas, no pecas… pero los tales tendrán aflicción de la carne”, declara el inspirado apóstol (1 Corintios 7:28), quien había alcanzado misericordia y don especial del Señor para permanecer soltero, a fin de que pudiera servir al Señor sin distracción. Andar de este modo en el Espíritu, por encima de los afectos y exigencias de la naturaleza, por devoción al servicio del Señor, es un paso más alto que seguir la naturaleza y casarse.
Pero “no todos son capaces de recibir esto”, declara nuestro Señor en Mateo 19:11, cuando los discípulos le dijeron: “Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse” (v. 10). El sendero de puro, santo y consagrado celibato es más bien la excepción que la regla para la humanidad. “Hay eunucos que nacieron así del vientre de su madre, y hay eunucos que son hechos eunucos por los hombres, y hay eunucos que a sí mismos se hicieron eunucos por causa del reino de los cielos. El que sea capaz de recibir esto, que lo reciba” (Mateo 19:12). “Pero cada uno tiene su propio don de Dios” y “también si te casas, no pecas… Y el que no la da en casamiento hace mejor” (1 Corintios 7:7, 28, 38). “Bueno le sería al hombre no tocar mujer; pero a causa de las fornicaciones, cada uno tenga su propia mujer, y cada una tenga su propio marido” (1 Corintios 7:1-2).
Dios provee al hombre ayuda idónea
El matrimonio de Adán es la norma para todos los matrimonios. Dios arregló la unión de Adán y Eva, y lo hace así en cada caso de verdadero matrimonio. La sabiduría divina discierne el momento en el que la soledad del hombre no es ya conveniente para él, y Dios le provee de una esposa, la cual es el verdadero complemento de su naturaleza. Adán pudo decir de Eva: “la mujer que me diste por compañera” (Génesis 3:12). Así es como cada hombre debería considerar a su esposa: como un don del Señor.
El que halla esposa halla el bien, y alcanza la benevolencia de Jehová.
Es “de Jehová la mujer prudente” (Proverbios 18:22; 19:14).
No hubo elección de esposas para Adán; sólo había una apta para él, y ésta fue preparada especialmente por Dios para él. De ahí que una antigua sentencia diga: «El casamiento y la mortaja, del cielo bajan». Sólo Dios puede proveer a todo hombre de verdadera ayuda idónea, unir un joven y a una joven y hacer de ellos una carne en el Señor. Sólo Él sabe qué carácter y temperamento puede balancear y completar el carácter y temperamento del otro, y prepararlos para sobrellevar el uno las flaquezas del otro. Él es el único «promotor verdadero» – perdone la expresión referente a Dios– y toda otra «promoción» está fuera de lugar.
Unidos por Dios
Las palabras de Mateo 19:6:
Lo que Dios juntó, no lo separe el hombre,
nos muestran lo que es el verdadero matrimonio según los pensamientos de Dios. La obra divina consiste en acercar dos corazones, dos vidas, y unirlos en un amor que procede de Dios. Dios mismo une dos seres en un corazón y una carne mediante vínculos indisolubles por parte del hombre. Es ciertamente algo más elevado que una simple ceremonia legal o religiosa que declara a un hombre y una mujer esposo y esposa, aunque esto también sea imprescindible para cumplir con las leyes civiles de cada país.
Si el matrimonio es la voluntad de Dios para usted, es muy importante que este delicado asunto sea solemnemente considerado a la luz de la Palabra de Dios. La joven o el joven en quien usted piensa, ¿es el que Dios ha elegido para que sea su compañera o compañero de por vida en santo matrimonio? Y, ¿está usted seguro de que la persona de su elección es la única a quien usted pueda unirse de esta manera, que es claramente la voluntad de Dios que tal unión se lleve a cabo?
Un paso muy solemne
Después de su conversión, para un cristiano no hay asunto más importante en su vida que el matrimonio, el cual es un lazo que nos une de por vida, a menos que sea disuelto por la muerte. Una equivocación a este respecto dura toda la vida. Otras equivocaciones pueden rectificarse en cierta medida, pero una equivocación en la elección de una esposa o esposo es una equivocación de por vida, una pérdida irreparable. ¡Piénsese en la tristeza de dos vidas arruinadas por un enorme desatino de la voluntad humana en vez de ser vividas con el gozo y bendición de nuestro Padre celestial!
Un asunto tan profundamente importante como éste, que toca las fuentes más secretas y sagradas de la vida y afecta todo el futuro de la vida de uno –e igualmente la del cónyuge– y que conducirá a progresar o retrogradar en la vida cristiana, no debe tomarse a la ligera. Este santo paso sólo debería ser dado después de un profundo ejercicio delante de Dios y con la certeza de que es Su pensamiento.
Casarse en el Señor
El cristiano es advertido a no unirse “en yugo desigual con los incrédulos” (2 Corintios 6:14). De conformidad con esto, cuando un cristiano se une en matrimonio con un inconverso, no es Dios quien los junta. (El hecho de que Dios puede intervenir en gracia soberana para salvar al inconverso y dar bendición es otra cuestión, que no altera en absoluto la afirmación precedente). Casarse en el Señor (1 Corintios 7:39) es reconocer Su señorío y autoridad en este solemne paso (véase Lucas 6:46); es casarse con quien el Señor ha elegido para uno. Recuérdese que el mero hecho de que dos personas sean cristianas no es indicio de que su casamiento esté de acuerdo con Su voluntad.
Conocer la voluntad del Señor
Quizás el lector esté perplejo y se pregunte: ¿Cómo puedo saber quién es la persona con quien el Señor desea que me una en matrimonio? El modo de conocer el pensamiento de Dios en este muy importante paso es el mismo que en cualquier otro asunto, ya sea pequeño o grande. Se halla en la oración y dependencia paciente en el Señor, en comunión, buscando su rostro y escudriñando su Palabra. Pero el primer paso y más necesario para conocer el intento de Dios es no tener voluntad propia sobre el asunto. Cuando nuestra voluntad está inactiva, Dios puede mostrarnos y por cierto nos mostrará su buena voluntad, la cual somos exhortados a reconocer como “agradable y perfecta” (Romanos 12:2). Entonces podremos discernir la dirección que Él señala y escuchar su voz comunicándonos su sentir. Y como el siervo de Abraham en la Antigüedad, quien fue enviado a escoger una esposa para Isaac, nuestra feliz experiencia será: “Guiándome Jehová en el camino” (Génesis 24:27).
Reconócelo en todos tus caminos, y él enderezará tus veredas
(Proverbios 3:6).
Él sabe, Él ama, Él se apiada,
Esta verdad nada la puede oscurecer;
Él da lo mejor a aquellos
Que le dejan la elección a Él.
Afectos demasiado sagrados para tratarlos a la ligera
En estos días de moralidad decadente y liberalismo, resulta necesario decir que el trato entre jóvenes de ambos sexos, y también de los más maduros, que acostumbran a cortejar con diferente pareja cada vez que así lo desean, ciertamente no es de Dios.
El afecto es algo muy sagrado para que se juegue con él. Uno, y solamente uno, debe ser admitido en el círculo más íntimo del afecto humano; todos los otros deben ser dejados fuera a una distancia respetable. Jugar livianamente en cuestiones tan serias es auspiciar el colapso moral y el desastre. Tal es la conducta de este presente siglo malo; pero un cristiano nunca debe seguir tales principios. Lo contrario a menudo lleva al divorcio, porque el corazón nunca estuvo satisfecho con un solo amor.
No es agradable a Dios, ni demuestra rectitud de corazón atraer los afectos de una persona del sexo opuesto sin tener ninguna seria intención de casamiento. Los afectos divinamente implantados son demasiado sagrados y santos como para jugar con ellos. Obrar así es erróneo y cruel. Esos afectos deben tener el carácter más noble y sagrado y ser así considerados. El interés afectivo, una vez que ha sido abiertamente demostrado hacia una hermana en Cristo, debe conducir, en el curso normal de las cosas, al compromiso matrimonial y finalmente al matrimonio.
Sin embargo, si uno se ha comprometido apresuradamente o ha empezado un noviazgo y luego descubre que ello no está en absoluto de acuerdo con la voluntad del Señor, es mucho mejor romper la relación que seguir en este camino erróneo y vivir en amargura y dolor el resto de sus días. En absoluto deseamos animar a romper los compromisos de matrimonio; pero en las circunstancias aludidas, es lo mejor que se puede hacer. Cada uno debe vivir pendiente de Dios y estar seguro acerca de su voluntad antes de empezar un noviazgo. De tal manera podrá evitarse muchas tristezas.
Atrevimiento indecoroso
Otra práctica corriente, a la cual podemos aludir aquí, es la inmodesta y poco femenina costumbre de las jóvenes de tomar la iniciativa para empezar un noviazgo. Tal atrevimiento y abandono del lugar ordenado por Dios es una ofensa a las sensibilidades de la verdadera naturaleza humana y de una mente espiritual. Es muy contrario al “ornato de un espíritu afable y apacible, que es de grande estima delante de Dios”, el cual las mujeres son llamadas a cultivar (1 Pedro 3:1-4). Aquellas que actúan con tal apresuramiento para «conseguir un marido» a la larga salen perdiendo. La mujer piadosa que tranquilamente espera en el Señor y le presenta en oración los anhelos de su corazón, es la que obtiene las mejores bendiciones durante el noviazgo y el matrimonio, así como en todo lo demás.
El amor verdadero es el único motivo justo
Lo que lleva a dos corazones a unirse en vínculo matrimonial debe ser un verdadero y profundo amor, un mutuo afecto divinamente implantado. Unido al conocimiento de la voluntad de Dios en la materia, este debería ser el único motivo para contraer matrimonio. Riqueza, posición, ventajas terrenales, belleza física, con frecuencia son el verdadero aunque oculto incentivo de muchos noviazgos y casamientos. Pero muchos de éstos no pueden producir el amor real, el gozo y la paz matrimoniales, la verdadera felicidad. El amor es el “vínculo perfecto”; es el lazo que nunca falla (Colosenses 3:14; 1 Corintios 13:8). El verdadero amor, que halla su fuente en Dios y es renovado con los “delicados” pastos de la Palabra de Dios y las “aguas de reposo” de su presencia, resistirá la presión y los embates de las olas que se levantan en la vida matrimonial con todos sus problemas y pruebas.
Finalmente, el objeto final de cada pareja de novios debe ser el de fundar un hogar –la institución divinamente designada para el hombre– y el de vivir en él para gloria de Dios. ¿Hay algo más bienaventurado que constituir un nuevo hogar bajo la dirección del Señor, para que Él mismo more con nosotros? ¡Que podamos decirle, como los discípulos de Emaús: “Quédate con nosotros”! (Lucas 24:29).