El hogar cristiano

El hogar para Dios

Comenzamos nuestra meditación sobre el hogar cristiano recordando su institución por Dios mismo y vimos que el verdadero hogar cristiano es aquel en el que al Señor se le da su justo lugar, y donde las relaciones establecidas por él son mantenidas de acuerdo con su pensamiento y propósito, a fin de glorificarle. En este último capítulo consideraremos el hogar propiamente dicho, para el Señor y sus intereses.

El hogar de Betania

Cuando el bendito Salvador estaba aquí en la tierra como un extranjero sin hogar, sin lugar donde reclinar su cabeza, Marta lo recibía en su casa (Lucas 10:38). Quizás su hogar fue el único en la ciudad de Betania abierto para Él. Allí siempre era bienvenido. A menudo recurrió a este hogar. Allí vino antes de la Pascua y de su muerte expiatoria, cuando el odio de los dirigentes religiosos se levantaba como llama de fuego contra Él; sus huéspedes Marta, María y Lázaro “le hicieron allí una cena” y María le ungió con un perfume de mucho precio (Juan 11:57; 12:2-3). ¡Qué bálsamo recibió el corazón de Jesús en este hogar de Betania, poco antes de la hora de su mayor pena y sufrimiento! Verdaderamente éste fue un hogar para el Señor.

Recibirle hoy

Si bien el amante Salvador no está ya corporalmente en la tierra como en tiempos de Marta, el Espíritu Santo está aquí, trabajando por Sus intereses; habita en Su pueblo redimido, y actúa por ellos y en ellos. Por tanto, nosotros también podemos recibir al Señor en nuestros hogares como Marta lo hizo en otro tiempo. Hablando con sus discípulos, Él dijo: “El que a vosotros recibe a mí me recibe” (Mateo 10:40). Cuando recibimos a los hijos de Dios en nuestros hogares, le recibimos a Él.

En cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis;

éste es el principio que el Señor establece en Mateo 25:40 para aquellos que han alimentado, vestido, visitado y recibido a los hermanos de Cristo. Así vemos que podemos y debemos abrir nuestros hogares para el Señor, sus intereses y sus hijos, y no tenerlos sólo para nuestros intereses egoístas o para el mundo que Le rechaza.

Ejemplos bíblicos

En la Biblia encontramos muchos ejemplos de hogares, entre los hijos de Dios, que abrieron sus puertas al Señor y que fueron usados para su obra. En los días de David, Obed-edom geteo guardó el arca de Jehová en su casa por tres meses, y Jehová le bendijo a él y a toda su casa por ese motivo (2 Samuel 6:10, 11). El dueño de la casa en Marcos 14:14 prestó el gran aposento alto de su casa al Señor y en él fue celebrada la Pascua e instituida la Cena del Señor. Los primeros cristianos se reunían en sus hogares todos los días para recordar al Señor en el partimiento del pan, y diariamente los apóstoles enseñaban y predicaban a Jesucristo en el templo y en las casas (Hechos 2:46; 5:42). En Hechos 12:12 vemos a muchos reunidos en la casa de María, madre de Juan Marcos, para orar por un motivo especial.

A través de Romanos 16:5 y 1 Corintios 16:19 sabemos que el hogar de Aquila y Priscila fue el lugar de reunión de los cristianos que formaban la iglesia local. Así también en Colosenses 4:15 y Filemón 2 vemos que Ninfas y Filemón abrieron sus hogares para que se reuniera la iglesia local. El amor de Cristo movió a cada uno a ofrecer su hogar para el Señor y sus hijos y sobrellevar de buen grado el inconveniente y el trabajo adicional que tales reuniones acarreaban.

Aquila y Priscila

Formas especiales de servicio cristiano se presentan para el esposo y la esposa cristianos que han fundado un hogar y desean servir juntos al Señor.

En Aquila y Priscila tenemos un ejemplo sobresaliente de la poderosa influencia y el bendito servicio que un matrimonio, consagrado como una sola persona a los intereses de Cristo, puede ejercer y llevar a cabo. Ya se aludió a la reunión de la iglesia en el hogar de ellos, y ahora queremos considerar su valioso servicio común en el hogar, según puede verse en Hechos 18:3, 24-28.

Cuando el apóstol Pablo llegó a Corinto, el hogar de Aquila y Priscila se abrió para él y juntos vivieron por más de dieciocho meses, trabajando en su oficio de hacer tiendas. Así, al consagrado apóstol, que no tenía vivienda propia, le fue provisto un hogar mientras obraba para el Señor. Ellos, a cambio, sin duda fueron enriquecidos espiritualmente por el gran maestro de los gentiles, y hasta quizá fueron salvos por medio de él. De las distintas menciones de este fiel matrimonio hechas por el apóstol, incluso al final de su vida, podemos ver cuán queridos eran para él y cómo apreció la bondad de ellos.

Más tarde vemos a esta piadosa pareja mudándose con el apóstol a Éfeso. Poco tiempo después, el ferviente y elocuente Apolos llega a la ciudad y habla diligentemente en la sinagoga “lo concerniente al Señor”. Aquila y Priscila, al discernir el limitado conocimiento que Apolos tenía en cuanto a la salvación de Dios en Cristo, con gran tacto y cortesía lo toman aparte y, en la piadosa atmósfera de aquel hogar cristiano, le enseñan “más exactamente el camino de Dios”.

Al abrir de este modo su hogar a los siervos del Señor y hospedarlos, del uno aprendieron las maravillosas verdades del cristianismo; luego, tuvieron el privilegio de ser usados por Dios para transmitirlas al otro y serle de gran ayuda y bendición, como también de bendición para otros. Porque, después de esta útil e instructiva estadía en el hogar de Aquila y Priscila, Apolos fue a los hermanos de Acaya y los ayudó mucho. Éstos son algunos de los benditos resultados que le serán concedidos al que pone su hogar a disposición del Señor y sus intereses.

La hospitalidad

Ejercer la hospitalidad es una hermosa virtud cristiana. Las Escrituras nos exhortan constantemente, por preceptos y por medio de ejemplos, a practicarla. Esa bondadosa y generosa recepción del prójimo al abrigo y cuidado de nuestro hogar ha sido llamada: «la gloria del hogar y la flor de la vida hogareña». Es un justo y adecuado adorno de “la doctrina de Dios nuestro Salvador” (Tito 2:10).

La doctrina de Dios en sí es su gracia abundante que fluye en bendiciones divinas hacia el hombre pecador. La hospitalidad que el cristiano ofrece a su prójimo es una pequeña manifestación de esta gracia que fluye por su corazón redimido.

Las epístolas del Nuevo Testamento, las cuales exponen tan plenamente esta maravillosa gracia de Dios, animan al ejercicio de la hospitalidad, como siendo una parte vital del cristianismo práctico. Se dice que la hospitalidad de los primeros cristianos era un rasgo tan marcado de sus vidas, que aun los gentiles los admiraban. Si consideramos las exhortaciones de las Escrituras, vemos en Romanos 12:9-21 que uno de los muchos preceptos que forman la santa ropa del cristianismo práctico es el de ejercer “la hospitalidad” (v. 13).

Así también uno de los requisitos para ser “obispo” o “sobreveedor” es ser “hospedador” u “hospitalario” (V. M.) (1 Timoteo 3:2; Tito 1:8).

Pero la hospitalidad no ha de ser tan sólo demostrada a los que amamos y conocemos; ha de ser practicada también con los desconocidos. Así Hebreos 13:2 nos instruye: “No os olvidéis de la hospitalidad, porque por ella algunos, sin saberlo, hospedaron ángeles”. Aquí se hace referencia a la hospitalidad de Abraham y Sara en Génesis 18, cuando diligentemente prepararon una abundante comida para los tres forasteros que llegaron a la puerta de su tienda, los que más tarde demostraron ser dos ángeles y Jehová Dios mismo. Los benditos resultados de ejercer la hospitalidad a los extraños queda así ilustrada, como muchos lo han experimentado desde entonces.

Más tarde, la importancia de practicar la hospitalidad con los extraños se ve enfatizada. El hecho de que una hermana viuda y anciana había hospedado a extraños la encomendaba al cuidado y ayuda de la asamblea (1 Timoteo 5:10).

La falta de hospitalidad

Uno de los rasgos admirables del patriarca Job era el de abrir sus puertas al “caminante”. “El forastero no pasaba fuera la noche” (Job 31:32). En cambio, los días de decadencia y alejamiento del pueblo de Dios se caracterizan por la falta de ese gesto. Esto se nota en los días de los jueces (Jueces 19:15-18), cuando el pueblo de Dios había caído muy bajo. En ese tiempo, cierto levita y los que le acompañaban ­llegaron cuando el día declinaba a la ciudad de Gabaa, de la tribu de Benjamín, y se sentaron en la plaza “porque no hubo quien los acogiese en casa para pasar la noche”. El levita tuvo que decir: “Mas ahora voy a la casa de Jehová, y no hay quien me reciba en casa”. Más tarde, sin embargo, un anciano de Efraín que moraba como forastero en Gabaa, se acercó y lo llevó a su casa.

En nuestros días caracterizados por la tibieza y la autosatisfacción, como en Laodicea, necesitamos estar atentos, no sea que esta misma falta de hospitalidad se convierta característica de nuestros hogares. En medio de las complicadas y agobiantes condiciones de vida del presente, la práctica de la hospitalidad puede hacerse más difícil para algunos, y se hallará más de un pretexto para sustraerse a ella. Pero, ¿qué opina Aquel, quien escudriña lo más íntimo del corazón? ¿Los primeros cristianos estuvieron en mejores condiciones que nosotros para practicar la hospitalidad? Las exhortaciones formuladas en las Escrituras al respecto, ¿son menos aplicables para nosotros, en estos días de prueba, que para ellos en sus días? Examinemos de nuevo seriamente la cuestión, y seamos hallados sobresalientes en el ejercicio de la excelente virtud de la hospitalidad.

La sunamita

En hermoso contraste con los días de Jueces 19 están los hechos encomiables y hospitalarios de la mujer “importante” de Sunem, según se leemos en 2 Reyes 4:8-17. Cuando el profeta Eliseo pasó por aquel camino, ella insistió para que entrase a comer. Al verse tan cordialmente bienvenido, él volvía a comer pan allí cada vez que pasaba por aquel camino. Un día, ella propuso a su marido que hicieran un pequeño aposento para el profeta, amueblado, para que se alojara en él cuando pasara por allí. Así lo hicieron. Cuando el profeta volvió, fue conmovido por este hospitalario amor y dijo a la mujer: “Tú has estado solícita por nosotros con todo este esmero; ¿qué quieres que haga por ti?”

Nótese la sencillez del aposento de esta sunamita y de su hospitalidad. Sólo contenía lo necesario para el descanso físico, así como para la comunión y el refrigerio espirituales. Una cama para dormir, una mesa para leer o escribir sobre ella, un taburete para sentarse y un candelero para alumbrar constituían el mobiliario de aquella habitación. ¿No sirve eso para animar a aquellos que sólo cuentan con medios sencillos a practicar la hospitalidad de igual manera? Con frecuencia la vanidad de la vida, que se complace en ostentar opulencia ante los huéspedes y trata de medirse con lo que otros hacen, es la causa subyacente de la falta de hospitalidad.

Ojalá podamos todos imitar la sencillez de esta gran mujer de Sunem y manifestar “la sencillez y pureza que es en Cristo” (2 Corintios 11:3 – V. M.).

El hombre mira lo que está delante de sus ojos, pero Jehová mira el corazón
(1 Samuel 16:7).

La bondad y el amor son los que cuentan en la hospitalidad, y no las abundantes y maravillosas comodidades que uno esté en condiciones de suplir. Esto es confirmado en 1 Pedro 4:9: “Hos­pedaos los unos a los otros sin murmuraciones”. Lo que uno posea, sea poco o mucho, debe ser compartido de buen grado con otros. Cuenta más con qué intención se hacen las cosas, que lo que se hace.

En relación con esto las palabras del Señor en Mateo 10:42 son muy oportunas: “Cualquiera que dé a uno de estos pequeñitos un vaso de agua fría solamente, por cuanto es discípulo, de cierto os digo que no perderá su recompensa”. Aquí está la segura promesa de recompensa por la hospitalidad ejercida como si fuera para el Señor, aun por un hecho tan insignificante como dar un vaso de agua fría.

Es nuestro deseo que estos numerosos pasajes bíblicos y ejemplos de aquellos que mantuvieron sus hogares abiertos para el Señor y sus intereses, nos animen a abrir los nuestros por amor a Cristo. Sepamos vivir de tal manera, que dentro de ellos haya una luz celestial que alumbre “a todos los que están en casa”, “para que los que entran vean la luz” (Mateo 5:15; Lucas 11:33).

Conclusión

Al terminar nuestras meditaciones sobre este importante tema que es el hogar cristiano, rogamos que los pensamientos y el afecto del lector y del autor sean así más verdaderamente concentrados en Cristo. Él, quien es la piedra angular de la familia cristiana, el centro bendito del que debe comenzar todo, hacia el cual debe tender todo y alrededor del cual debe reunirse todo. Cristo es la Cabeza gloriosa a la que cada uno debe mirar, y de la cual debe depender, a fin de disponer de diaria sabiduría, gracia y fe para estar por encima de las dificultades y pruebas, y tener paciencia para soportarlas.

Entonces nuestros hogares serán verdaderos rayos que constantemente difunden resplandores de bendición para iluminar el oscuro mundo que nos rodea; serán los centros de todo lo que es piadoso, noble y bendecido, los sitios más sagrados en medio del mundo.

(Dios) bendecirá la morada de los justos
(Proverbios 3:33).

Que esta bendición del Señor se cumpla en cada hogar cristiano para la gloria de Aquel que ha provisto para nosotros un hogar con Él, en la gloria y dicha eternas.