Los cielos abiertos

Meditaciones sobre la epístola a los Hebreos

Capítulos 3 y 4

Como ya lo hemos señalado, una de las principales características de esta epístola es que nos presenta una vista del cielo tal como está ahora, no como estaba en Génesis 1 ni como estará en los tiempos de Apocalipsis 4 o 21. El cielo de Génesis 1 no tenía un hombre glorificado, no tenía ningún apóstol, ningún sumo sacerdote. El cielo de la epístola a los Hebreos, al contrario, tiene todo esto. Dado que ese es el carácter general de la epístola, hemos considerado al Señor Jesús como estando en ese cielo. Él se halla allí como hombre glorificado, como Aquel que hizo la purificación de nuestros pecados, como el apóstol que anuncia la salvación y como el sumo sacerdote que hace propiciación por los pecados. Cada página es fértil en la enumeración de las glorias que el Señor Jesús tiene ahora en el cielo.

Ahora consideraremos los capítulos 3 y 4. Los dos anteriores nos introdujeron en los cielos, donde Cristo está, y nos presentaron al Cristo que está en los cielos. Los capítulos 3 y 4 se vuelven un poco hacia nosotros, considerándonos con cierta severidad y diciéndonos que debemos tener cuidado ahora que estamos andando en compañía de él.

El primer pensamiento es que debemos considerarle en su fidelidad. Por lo general, esta exhortación es mal entendida. ¿En vista de qué debemos considerar al apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión? ¿Para imitarle? El sentimiento religioso dice que sí, pero ese no es, en absoluto, el significado del pasaje. Debo considerarle como fiel a Dios en lo que me atañe, fiel de tal manera que yo pueda ser salvo eternamente. Si no lo considero así, hago más que embotar el argumento del pasaje y pierdo el sentimiento de la gracia. La idea correcta no es que él fue fiel cuando anduvo aquí en la tierra, sino que es fiel ahora que está en el cielo. Elevo mi mirada al cielo y veo a Jesús desempeñando sus oficios, fiel a Aquel que lo designó. ¿Es asunto mío imitarle en su sumo sacerdocio? Lo que debo hacer es considerarle allí para mi dicha y aliento.

¡Qué abundancia de gracia hay en todo esto! La gracia de Dios que designó a Cristo, la gracia del Hijo que se encarga de la obra, y la gracia que abre el capítulo 3 son de una magnificencia infinita. ¿Podría haber una exhortación más sublime, o una doctrina más divina? Tenemos al Hijo en lo más elevado de los cielos, sentado allí como Aquel que hizo la purificación de nuestros pecados, el apóstol y sumo sacerdote de nuestra profesión. ¿Podría haber una exhortación más divina que aquella que me invita a sentarme tranquilamente y considerar a Cristo en su fidelidad allá arriba?

Seguidamente, en los versículos 3, 4 y subsiguientes, se nos corre el velo para que veamos otras glorias de Cristo en contraste con Moisés. Aquí la primera dispensación es llamada una casa. Ella era como un siervo al servicio de un Cristo venidero. En tal caso, Moisés y la casa son idénticos. Todas las actividades de aquella dispensación tenían como objetivo dar testimonio de un Cristo venidero. Por ello fue un servidor. Por otro lado, cuando el Señor vino, lo hizo como Hijo, para reivindicar lo que le pertenecía. Ahora todo se resume en esto:

¿Será fiel a Cristo la casa sobre la cual está establecido?

¿Cuál es nuestra fidelidad? Perseverar con confianza y retener firme hasta el fin la gloria de la esperanza. «¡Cristo está por mí! ¡Cristo está por mí! Solo quiero a este Cristo que es suficiente para todo». Aferrémonos a él día tras día hasta que finalice el viaje por el desierto. Somos parte integrante de esa casa sobre la cual él preside como Hijo. Y no solo preside sobre ella, ¡sino que la reclama como suya! Este es un pensamiento mucho más dulce. Estarle sujeto es perfectamente justo, pero él nos invita a descansar cerca de su corazón. La fidelidad no consiste solo en reconocer la soberana autoridad de Cristo. Ser fiel es reposar en su pecho. De manera que cuando el Espíritu nos exhorta en los capítulos 3 y 4, no abandona el elevado y maravilloso terreno de los capítulos 1 y 2. Después, al llegar a este punto, se vuelve hacia el Salmo 95. Si comenzamos a leer el Salmo 92 y seguimos hasta el final del Salmo 101, hallaremos un pequeño y hermoso volumen sobre el milenio. Se trata de exhortaciones del Espíritu, hechas con el propósito de despertar la fe en Israel e invitar a este pueblo a mirar hacia adelante, hacia el reposo de Dios.

¿Por qué este tema es presentado aquí? El viaje de Israel por el desierto es un bello y vivo cuadro del actual peregrinaje del creyente, desde la cruz hasta la gloria. A veces las personas, al leer el comienzo del capítulo 4, se lo dirigen a sí mismas. Pero aquí no se trata del reposo para la conciencia. Este pasaje nos asegura que estamos fuera de Egipto y que vamos hacia Canaán. El peligro no está en que la sangre no se halle en el dintel, sino en que caigamos por el camino, como sucedió con miles en el desierto. El apóstol nunca nos invita a interrogarnos otra vez para saber si hemos hallado el descanso por medio de la sangre, sino a tener cuidado de cómo viajamos a lo largo del camino. Cuando habla de reposo, el Espíritu quiere señalar el reposo del reino y no el reposo de la conciencia. Luego, al período por el cual estamos pasando, lo llama un día, un solo día: “Hoy” (v. 7). Para el ladrón moribundo fue un breve día, lo mismo que para Esteban, el mártir. En cambio, para Pablo fue un día más largo, y uno aún más largo para Juan. Pero, sea corto o largo, el viaje por el desierto no dura más que un día, y nosotros tenemos que asirnos firmemente de Cristo hasta el fin. Si estamos destinados a ser compañeros de Cristo, debemos afirmarnos incansablemente hasta el fin.

Ahora bien, ¿cómo vemos al Cristo del versículo 14? ¿Un Cristo crucificado? No, es Cristo glorificado. Si ahora nos aferramos a Cristo crucificado, seremos compañeros de Cristo en el reino. Que este “hoy” no cese de resonar en nuestro corazón y en nuestra conciencia. Asirme a un Cristo crucificado es mi garantía para compartir el reposo de un Cristo glorificado. Dos cosas luchan contra nosotros para privarnos de esta bendición: el pecado y la incredulidad. ¿No reconocemos a estos dos enemigos a medida que avanzamos? ¿Continuaré pecando? ¿Debo dar cabida a un mal pensamiento? Puede que sea sorprendido, pero debo tratar a uno u otro como a enemigos. La incredulidad es una acción del alma contra Dios. Ustedes y yo ignoramos lo que es la santidad práctica, lo que es estar entre Egipto y Canaán, si no combatimos contra el pecado y la incredulidad que se levantan cada día para estorbar nuestro paso.

El capítulo 4 prosigue con el tema. El Cristo del capítulo 3:14 es en sí mismo el reposo del que habla el capítulo 4, un Cristo glorificado, un reposo glorioso. Él nos ha sacado de Egipto. La exhortación se dirige a un pueblo que está fuera de Egipto. Hemos dejado atrás la sangre rociada en el dintel. La gloriosa Canaán está delante de nosotros. Tengamos cuidado, no sea que no la alcancemos.

Porque también a nosotros se nos ha anunciado la buena nueva como a ellos
(v. 2).

La buena nueva, no de la sangre de Cristo, sino de la gloria de Cristo. Y esta tomó cierta forma en los oídos de los israelitas, y toma otra forma para los nuestros; pero, tanto a ellos como a nosotros, el reposo ha sido predicado.

Luego el Espíritu Santo retrocede, de una manera muy hermosa, al descanso sabático del Creador. El bendito Creador descansó después de la creación. Se había prometido un descanso en Canaán, después de que Israel atravesara el desierto. Adán perturbó Su descanso en la creación, e Israel lo perturbó en Canaán. Por tales motivos, ¿está Dios contrariado con su reposo? No; lo ha hallado en Cristo. El secreto de todo el Libro de Dios es este: Dios se retira en Cristo después de haber hallado solo decepción en el hombre. Cristo es el artesano de ese reposo, es quien lo sostiene actualmente, y ese reposo permanece con él, tanto para Dios como para sus santos.

Por lo tanto… falta que algunos entren en él
(v. 6).

Ya no se trata de algo falible que dependa de Adán o de Israel; esforcémonos, pues, para no dejar de alcanzarlo.

Ahora tenemos dos maneras de aprovechar a Cristo. El final del capítulo 3 nos señaló dos enemigos; el final del capítulo 4 nos presenta dos recursos en Cristo: debemos echar mano de él como la Palabra de Dios y como el sumo sacerdote de nuestra profesión. ¿Es esta la manera en que disfruto de él? Estos dos aspectos de Cristo hacen frente al pecado y a la incredulidad. Dejemos que la Palabra de Dios discierna los pensamientos y las intenciones de nuestro corazón. En vez de dar lugar a nuestras concupiscencias y vanidades, dejemos que la espada de dos filos, que no tolera ni una pizca de pecado, penetre. Y cuando hayamos desalojado al enemigo, después de haber hallado alguna concupiscencia predilecta situada en este rincón del corazón y alguna insospechada vanidad en aquel otro, ¿qué debemos hacer con ellas? Traerlas a Cristo, y que su sumo sacerdocio disponga de ellas con la misericordia y la gracia que caracterizan a esa función.

Aquí nos detenemos por el momento. Hemos visto los cielos abiertos y hemos contemplado el interior; allí encontramos a un hombre adornado de glorias, en cada una de las cuales estamos interesados. Luego viene la exhortación. Dos enemigos nos acosan. ¡Estemos alertas! En vez de ceder a ellos, hagamos uso de la espada de dos filos y, cuando los hayamos descubierto, llevémoslos a Jesús. Hay una armonía admirable entre el Cristo que nos es presentado en lo alto en los capítulos 1 y 2, y nosotros tal como somos presentados aquí abajo con todas las características de los capítulos 3 y 4.