Capítulo 7
El paréntesis termina al final del capítulo 6, presentando a Jesús dentro del velo como nuestro precursor, “hecho sumo sacerdote para siempre según el orden de Melquisedec”. Así se vuelve a considerar el gran tema anunciado en el versículo 10 del capítulo 5. Aarón, como lo hemos visto, simplemente fue llamado a ejercer su oficio, mientras Finees lo adquirió. Ahora consideraremos el mismo sacerdocio en su nueva fase: “según el orden de Melquisedec”.
Si yo les dijera que este mundo es el escenario de una vida perdida, ustedes me entenderían. La vida terrenal no es más que una muerte en suspenso. Volver a la vida es volver a Dios. Dios no es Dios de muertos, sino de vivos. El pecado produjo la pérdida de la vida; consecuentemente, si me es posible volver a la vida, volveré a Dios. Dios visita este mundo bajo un doble carácter: como vivificador y como juez. El capítulo 5 de Juan declara que todos estamos interesados en una o en otra de estas visitas. Ahora bien, la tarea de esta epístola es hacer saber al más débil creyente en Jesús que ha vuelto a la vida y que en la actualidad tiene que ver con el Dios vivo o, dicho de otro modo, con Dios como Aquel que vivifica. “El Dios vivo” es una expresión que se repite con frecuencia en esta epístola:
Apartarse del Dios vivo (cap. 3:12), servir al Dios vivo (cap. 9:14), la ciudad del Dios vivo (cap. 12:22).
El Dios vivo ocupa así mi campo visual, tanto ahora como en la gloria. Habiendo vuelto a él, ahora debo evitar apartarme de él. He escapado de la región de la muerte y retornado a la región de la vida. Pronto, en la gloria, hallaré “la ciudad del Dios vivo”. La pregunta es: ¿Cómo he vuelto a él? Esta epístola nos da la respuesta de una manera admirable.
Es un magnífico tema moral seguir al Señor Jesús en su ministerio a través de los cuatro evangelios, y verle desde el principio hasta el final de su historia, revelándose como el Dios vivo en este mundo. Contemplarle en Getsemaní –entregando su espíritu– y luego levantándose de la tumba como el Dios vivo y dispensar el Espíritu Santo. En él vemos al Dios vivo en medio de una escena invadida por la muerte. El propósito de esta epístola a los Hebreos es particularmente presentar a Cristo como el Dios vivo. El apóstol está imbuido del pensamiento de la muerte y de la cruz de Cristo. No sería la epístola a los Hebreos si no considerase a Cristo en su carácter de sustituto.
Pero, si bien vemos al Cordero sobre el altar, igualmente vemos el sepulcro vacío. Ya hemos dicho que el Señor mismo siempre vincula la historia de su muerte con la historia de su resurrección. “El Hijo del Hombre será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas, y le condenarán a muerte… mas al tercer día resucitará” (Mateo 20:18-19). Lo mismo tenemos aquí, pero de una manera doctrinal, no histórica. La cruz es mencionada con frecuencia en la epístola, pero siempre en compañía de la ascensión. Tomemos el principio de la epístola: “Habiendo hecho la purificación de nuestros pecados”. ¿Cómo los purificó? Por la muerte. Desde el principio de esta epístola somos puestos frente a la muerte, pero en seguida leemos: “Se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas”. Y de nuevo leemos: “Para que por la gracia de Dios gustase la muerte por todos” (cap. 2:9). ¿Allí termina la historia? No, él está “coronado de honra y de gloria”. Lo que los evangelios narran históricamente, la epístola a los Hebreos lo toma como doctrina.
El Espíritu Santo considera al Dios vivo en la persona de Jesús, así como Jesús manifestaba al Dios vivo en su persona. Igualmente, en el capítulo 2: “para destruir por medio de la muerte” –la muerte es puesta de nuevo ante nosotros–, pero, ¿qué sigue?:
Al que tenía el imperio de la muerte
(v. 14).
Allí tenemos otra vez el sepulcro vacío, así como el altar y el Cordero. En esta epístola voy a encontrar una tumba vacía, pero no como “María Magdalena y la otra María”. Yo espero hallarla vacía. El error de esas queridas mujeres fue que ellas esperaban hallarla ocupada. Yo voy esperando hallarla vacía, y así la hallo. Cuando veo al Cordero sobre el altar, y el sepulcro vacío, me apodero de la vida victoriosa e imperecedera. Esta es la roca viviente de la cual el Señor habló a Pedro.
En el capítulo 5 vimos que, en Getsemaní, Jesús planteó la cuestión de su derecho moral a la vida, y que fue oído a causa de su temor reverente. Luego, y a pesar de tener este título moral, lo abandona y toma su lugar como sustituto. Desde Getsemaní, Jesús marchó al Calvario. Getsemaní fue un momento maravilloso. Allí el gran tema de la vida y de la muerte fue solucionado entre Dios y Cristo. En lugar de emprender el viaje al cielo, al cual tenía derecho, transitó por el funesto camino en el que nuestros pecados le pusieron aquí en la tierra. Todo esto es de un inmenso y precioso interés.
En el Calvario le hallamos nuevamente en la muerte; pero tan pronto entregó el espíritu, todo experimentó el poder del Vencedor. Jesús descendió hasta las regiones más tenebrosas de la muerte; pero, en el momento en que las tocó, todas sintieron este poder del Vencedor: la tierra tembló, las rocas se partieron, los sepulcros se abrieron y los cuerpos de santos que habían dormido se levantaron. Y, si consideramos el capítulo 20 de Juan, no solo vemos la tumba vacía, sino la tumba cubierta por las señales de la victoria: los lienzos en tierra y el sudario que no estaba puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Nunca lograremos leer el misterio del Cristo de Dios si no le recordamos como el Dios vivo en medio de la muerte, obteniendo victorias dignas de él. Lo vemos en la muerte rasgando el velo. En el sepulcro, el sudario enrollado en un lugar aparte proclama la historia de la conquista. Luego aparece en medio de sus discípulos, y es exactamente el Dios vivo de Génesis 1. Allí vemos a Dios soplando vida en las narices del hombre, siendo así el principio y la fuente de la vida. En Juan 20 el Señor brilla a nuestros ojos como el principio y la fuente de una vida irrevocable e infalible cuando sopla en sus discípulos y dice: “Recibid el Espíritu Santo”.
Tal es el carácter bajo el cual nos lo presenta esta epístola, como teniendo derecho a la vida y conservándola para nosotros. Ese es su sacerdocio según el orden de Melquisedec. Él no es solamente el Dios vivo. Podía haberlo sido igualmente si hubiese ido al cielo desde Getsemaní; pero Jesús fue al cielo desde el Calvario, y allí está ahora como el Dios vivo para nosotros; y Dios está satisfecho, plenamente satisfecho. ¿Cómo podría no estarlo? El pecado ha sido quitado y el Dios bendito sopla el principio de vida. Es, por así decirlo (y podemos expresarlo así con corazones postrados en adoración), el elemento propio de su naturaleza: él está satisfecho. ¿Cuándo y cómo expresó Dios su satisfacción? Cuando Cristo resucitó a la faz del mundo que exclamaba:
No queremos que este reine sobre nosotros
(Lucas 19:14),
Dios dijo:
Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies
(Hebreos 1:13).
Tal fue su satisfacción en un Cristo rechazado. Y cuando Cristo ascendió a los cielos bajo otro carácter, como habiendo hecho expiación, le colocó en lo más alto de los cielos con juramento, y edificó para él un santuario: el “verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre” (Hebreos 8:2). ¿Podría Dios mostrarnos, en una forma más cautivante, que está satisfecho con lo que Cristo hizo por nosotros?
¿Son suficientes para mí los oficios de tal sumo sacerdote? Deben serlo. Estoy en relación con la vida, y toda cuestión entre Dios y yo está totalmente resuelta. Cristo es Rey de justicia y Rey de paz; él provee todo lo que nos hace falta, en virtud de la autoridad real de su propio nombre.
En el momento en que vemos al Dios vivo desplegado en esta epístola, hallamos que comunica la vida por la eternidad a todo lo que toca.
• El trono de Cristo permanece por los siglos de los siglos (cap. 1);
• su casa es por los siglos de los siglos (cap. 3);
• su salvación es eterna (cap. 5);
• su sacerdocio es inmutable (cap. 7);
• su pacto es eterno (cap. 9);
• su reino es inconmovible (cap. 12).
No hay nada que él toque sin comunicarle eternidad. Para dar un título a la epístola a los Hebreos, podríamos decir que ella es «el altar ocupado y el sepulcro vacío».
Cristo se ha posesionado de la vida, pero no para guardarla para sí mismo. Este Jesús viviente dice en lo más alto de los cielos: «Ahora que he adquirido la vida, la compartiré con ustedes» ¡Oh profundidad de las riquezas!