Los cielos abiertos

Meditaciones sobre la epístola a los Hebreos

Capítulos 1 y 2

La epístola a los Hebreos ilustra de manera notable uno de los caracteres del Libro de Dios. Se puede leer con enfoques diferentes y, sin embargo, ninguno de ellos contradice al otro. Puede ser fácilmente leída de seis o siete maneras. Ella nos abre los cielos tal como son ahora.

¡Cuánta bendición halla el corazón al considerar tal tema! Si levantamos nuestras miradas vemos el cielo físico, pero ese no es más que el cielo exterior. Esta epístola nos revela los cielos interiores, no bajo un carácter físico, sino moral. Despliega ante nosotros las glorias reservadas al Señor Jesús, a quien los cielos han recibido. Así somos hechos aptos para ver los cielos donde él se sentó, Su ocupación en los mismos y lo que seguirá a esos cielos. Cuando el Señor Jesús estuvo aquí, los cielos se abrieron para contemplarle, como lo vemos en el capítulo 3 de Mateo. Entonces había en la tierra un objeto digno de la atención de los cielos. Jesús volvió a subir al cielo, y este tuvo entonces un objeto que nunca había conocido antes: un hombre glorificado. Ahora la función de nuestra epístola es mostrarnos los cielos como la casa de este hombre glorificado. Así como el capítulo 3 de Mateo nos presenta los cielos abiertos para contemplar a Cristo aquí en la tierra, en la epístola a los Hebreos tenemos los cielos abiertos para que podamos contemplar a Cristo allá arriba.

Pero tal vez ustedes me digan: «¿Esa es toda la historia de los cielos? ¿La ha considerado usted hasta el final?». ¡Por cierto que no! En los capítulos 4 y 5 del Apocalipsis vemos los cielos preparándose para el juicio de la tierra. Luego, al final del libro, vemos los cielos no solo como morada del hombre glorificado, sino también de la Iglesia glorificada. ¡Es maravilloso que este libro pueda presentar semejantes secretos! Así es la biblioteca divina. Tomamos un volumen de nuestro propio estante y nos habla acerca de los cielos; otro volumen trata del hombre en su estado de ruina; sacamos un tercer volumen y nos presenta a Dios en su gracia; así podemos seguir, hallando indudablemente una rica y maravillosa variedad.

Fijemos ahora nuestra atención en los capítulos 1 y 2.

Habiendo efectuado la purificación de nuestros pecados por medio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas
(v. 3).

Aquí tenemos la prueba de lo que habíamos anticipado: la epístola a los Hebreos nos abre los cielos. El Señor vino a la tierra para efectuar la purificación de nuestros pecados, y ascendió a los cielos para ocupar su lugar allí como el purificador de nuestros pecados. Supongamos que yo hubiera viajado a un país lejano; podría tratar de describirlo de una manera que les encantara y despertara en ustedes el deseo de visitarlo. Pero, cuando el Espíritu Santo nos muestra los cielos, hace más que esto: nos muestra que allí se vela por nuestros intereses. Nuestro representante está sentado en el lugar más elevado, y está allí con ese mismo carácter. ¿Es posible tener un vínculo más íntimo con ese lugar? Es sorprendente que no emprendamos el vuelo para estar allí cuanto antes. ¡Pensar que Jesús está sentado allá arriba porque vino a sufrir por nosotros una muerte infame! Les desafío a tener un más rico objeto de interés en el cielo, Jesús glorificado, a quien Dios puso allí para nosotros.

Ahora bien, en el versículo 4 vemos que Cristo no solo está allí, sentado por encima de las huestes angelicales, como el purificador de nuestros pecados, sino también con una real humanidad. Ya hemos visto el gran interés que tenemos en él como Aquel que hizo la purificación de nuestros pecados. Ahora el capítulo nos lo presenta como el Hijo del hombre que está por encima de los ángeles. El hombre fue preferido a los ángeles. La naturaleza humana, en la persona de Cristo, ha sido sentada en un lugar más exaltado que la naturaleza angelical, sea la de Miguel o la de Gabriel. El primer capítulo está consagrado a presentarnos dos visiones de Cristo en el cielo. ¡Dos maravillosos secretos! ¡Aquel que hizo la purificación de nuestros pecados, un verdadero hombre, semejante a nosotros, sentado a la diestra de la Majestad en las alturas!

Leamos los primeros cuatro versículos del capítulo 2 como un paréntesis. ¿Les agradan estos paréntesis? El Espíritu Santo adopta nuestra manera de hablar. A menudo ocurre que, en el curso de una conversación, dos amigos se desvían un poco del tema para hablar el uno del otro. Así habla aquí el autor de la epístola: «Les estoy enseñando cosas maravillosas; tengan cuidado para que no caigan en oídos indiferentes». No debemos ser simples escolares; si verdaderamente estamos en la escuela de Dios, si somos discípulos de un maestro viviente, tendremos nuestras conciencias ejercitadas mientras aprendemos la lección. Esto es lo que el apóstol procura hacer aquí. Este paréntesis suena de la manera más dulce y agradable al oído.

Aunque es un paréntesis, nos revela una nueva gloria. ¡Qué abundancia de frutos hay en el campo de la Escritura! No se trata de un suelo que debemos cultivar diligentemente para poder recoger más que una escasa cosecha. Este paréntesis (el cual contiene una exhortación que no deberíamos necesitar) comprende otra gloria de Cristo. Él está sentado allí como apóstol, mi Apóstol. ¿Qué quiere decir eso? Que él es un predicador para mí. Dios, en otro tiempo, habló por medio de los profetas; ahora nos habla por medio del Hijo; Cristo en los cielos es el apóstol del cristianismo. Y, ¿cuál es su tema? La salvación, esa salvación que efectuó para nosotros como Aquel que hizo la purificación de nuestros pecados, y que nos la revela como apóstol de nuestra profesión. En ello vemos una verdad más concerniente a los cielos.

El versículo 5 retoma el tema del capítulo 1 y nos presenta las glorias distintivas de Cristo en su preeminencia sobre los ángeles. “Porque no sujetó a los ángeles el mundo venidero”. ¿Cuál es “el mundo venidero”? Es la época milenaria mencionada en el Salmo 8. Aquí tenemos tres características del Hijo del hombre: “Un poco menor que los ángeles”; coronado “de gloria y de honra”; puesto “sobre las obras” de las manos de Dios. De manera que el mundo venidero no ha sido sujetado a los ángeles, sino al Hijo del hombre. Ahora tenemos un interés en este Hombre glorificado. Anteriormente dije que si yo fuera a un país lejano y les describiera sus pintorescas maravillas, ustedes también sentirían el deseo de verlas. Pero esta epístola hace más: les muestra que tienen un interés personal en esas glorias que despliega ante ustedes. ¿Habrá una sola etapa del camino de este Hijo del hombre en la cual no estemos personalmente interesados? El apóstol subraya tal interés. De manera que, insisto, esta epístola nos revela los cielos invisibles, nos muestra las glorias concernientes a Cristo y nos enseña que tenemos un interés directo y personal en esas glorias.

En el versículo 10 aparece un nuevo pensamiento: “Porque convenía a aquel… que… perfeccionase por aflicciones al autor de la salvación de ellos”. Detengámonos aquí un momento. Convenía a la gloria de Dios darnos un Salvador perfecto. ¿Lo creen? ¡Qué pensamientos nacen en el alma cuando llegamos a ello! ¿Han asido a Cristo de tal manera que, ni por un momento, se verían tentados a quitar sus ojos de él para fijarlos en otro objeto? Hemos obtenido una salvación incuestionable e infalible, a prueba de los ataques que puedan sobrevenir.

A partir del versículo 11 aumentan nuestros intereses en el hombre glorificado.

Porque el que santifica y los que son santificados, de uno son todos; por lo cual no se avergüenza de llamarlos hermanos.

¡No se avergüenza! ¡Publiquémoslo para que la tierra y el cielo lo oigan! Este hombre glorificado llama “hermanos” a los elegidos de Dios. “No se avergüenza”, a causa de la dignidad de ellos. No solo debido a Su gracia, sino con motivo de la dignidad personal de ellos. Él nos ha asignado una parte en su propio trono. No se avergüenza de su propia obra, de aquellos a quienes adoptó. Cuando leamos las Escrituras, rechacemos todo pensamiento rastrero y frío. Nuestros pensamientos acerca de Cristo deberían ser tales que cautivasen todo nuestro ser, que nos llevasen en alas de águila. “En medio de la congregación te alabaré” (v. 12). ¡Cristo se levanta y conduce el canto de los redimidos, no avergonzándose de hallarse en su compañía! “Y otra vez: Yo confiaré en él”. Esto fue lo que hizo cuando estuvo aquí, y lo que nosotros hacemos ahora. “Y de nuevo: He aquí, yo y los hijos que Dios me dio”. Este es el interés que tenemos en el hombre glorificado.

Seguidamente volvemos a contemplar lo que Jesús fue en su humillación. “Porque ciertamente no socorrió a los ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham” (v. 16). Dejó a los ángeles donde se hallaban. Los ángeles eran superiores en fuerza; ellos conservaron su estado primitivo, y él los dejó así. El hombre descendió a lo más bajo en la escala de la maldad; y Cristo vino a asociarse al hombre. Luego el versículo 17 nos introduce en otra gloria que concierne a Cristo en los cielos. Allí le vemos como nuestro sumo sacerdote siempre atento a su doble servicio: el de reconciliación respecto a los pecados y el de socorro en nuestras aflicciones. La epístola rebosa de glorias divinas, acumula un infinito de gloria y de pensamientos divinos en su limitado espacio.