Los cielos abiertos

Meditaciones sobre la epístola a los Hebreos

Capítulos 9 y 10:1-18

Para continuar el estudio de nuestra epístola leeremos ahora el capítulo 9 hasta el versículo 18 del capítulo 10. Esta es la última sección de la parte doctrinal; luego, hasta el final, tenemos exhortaciones morales. Desde el comienzo del capítulo 9 hasta el versículo 18 del capítulo 10, el argumento es uno solo.

Sin embargo, detengámonos un instante para considerar la estructura de la epístola. ¿Han imaginado alguna vez, de manera un poco distinta, las glorias que pertenecen al Señor Jesús? Hay tres formas de gloria en él: la gloria moral, la gloria personal y la gloria oficial. Desde el pesebre hasta la cruz tuvo lugar la manifestación de sus glorias morales. En “estos postreros días” el Señor está manifestando algunas de sus glorias oficiales, y pronto exhibirá más, por ejemplo, en los días milenarios. Los profetas de antaño hablaron de Sus padecimientos y de las glorias que vendrían tras ellos, pero no de la gloria (1 Pedro 1:11). Su gloria personal constituye el fundamento de cada una de las otras glorias.

Aquí tenemos un gran tema para nuestra constante meditación: las glorias del Señor Jesús desde el seno de la virgen hasta el trono de su poder milenario. En todo el curso de su vida en la tierra Jesús manifestó sus glorias morales. Ya pasó la escena en que estas tuvieron lugar, y él se sentó en el cielo mismo; pero eso no hizo sino darle pie para desplegar otras. Los cuatro evangelios nos ofrecen un cuadro de sus glorias morales aquí en la tierra. En la epístola a los Hebreos lo vemos sentado ahora en el cielo, con una constelación de glorias oficiales. Otras Escrituras nos presentan sus glorias venideras. Dondequiera lo veamos, lo vemos rodeado de un conjunto de variadas glorias.

Los capítulos 9 y 10 nos presentan la obra de Cristo en la cruz como el fundamento de cada una de sus glorias presentes. En los primeros ocho capítulos hallamos un variado despliegue de las condiciones actuales del Señor Jesús en el cielo. Ahora, como base de todo eso, en los capítulos 9 y 10 tenemos una exposición de la perfección del Cordero en el altar.

¿Hemos hecho de “estos postreros días” un tema de meditación? ¿Por qué el Espíritu Santo está habilitado para llamar “postreros días” a la época por la cual estamos pasando? Tendremos otros días después de estos. ¿Por qué, pues, habla de “postreros días”? Porque Dios –y esto es muy hermoso– reposa en lo que el Señor Jesús ha hecho, tan plenamente como él reposó en la perfección de su propia obra al final de la creación. Esto no significa que en el desarrollo de las dispensaciones de Dios no tendremos otras épocas; no obstante, el Espíritu no vacila en llamar los “postreros días” a esta en la que vivimos. El Señor ha satisfecho a Dios en todo lo que ha hecho. Él perfecciona todo lo que toca, confiriéndole un carácter eterno; y Dios no mira más allá de eso. Todo es puesto a un lado hasta que Cristo sea introducido, pero no hay nada después de él.

Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos.

Toda vez que Dios halla su reposo en alguna cosa, tenemos allí la perfección, es decir, el punto final; y dado que tenemos la perfección, estamos en los postreros días. Dios ha hallado su plena satisfacción, y lo mismo puedo decir con respecto a mí. Cristo puede ser manifestado en los días milenarios, pero es exactamente el mismo Cristo que tenemos ahora. ¿Me atendré, pues, a Moisés o a Josué? Considerados a la luz de Cristo, todos ellos son “pobres rudimentos” (Gálatas 4:9). Todos ceden el lugar, uno tras otro. Pero apenas Cristo es introducido según los pensamientos de Dios, Dios reposa en Cristo. Cuando realizamos nuestra posición, estamos en el segundo sábado de Dios, ¡que excede grandemente al primero! El reposo del Redentor es incomparablemente más bendito que el reposo del Creador. En Cristo hemos hallado la perfección –el reposo de Dios–, y así estamos en los “postreros días”.

Ahora bien, cuando llegamos a los capítulos 9 y 10 vemos a Cristo, no propia o característicamente en el cielo, sino en el altar. Las glorias que le rodean actualmente nos han sido presentadas una tras la otra: la gloria del sacerdocio, la gloria de Aquel que hizo la purificación de nuestros pecados, del predestinado heredero del mundo venidero, del apóstol de la salvación, del ministro del pacto que jamás envejece, del dador de la herencia eterna. Estas son las glorias de los “postreros días”.

En el capítulo 9, versículo 11 y siguientes, vemos que la cruz las sostiene a todas. ¡Cuán precioso es seguir la huella, desde Mateo hasta Juan, de una senda de tanta belleza moral! El Señor Jesús, ¿desempeñó sus funciones oficiales aquí en la tierra? No. Él estuvo aquí en forma de siervo. Pero cuando le consideré así, fui invitado a mirar hacia arriba para contemplar, no a una persona que anda con perfecta belleza moral, sino a Quien fue invitado con juramento a sentarse a la diestra de la Majestad en medio de los esplendores gloriosos, a Quien el satisfecho corazón de Dios hizo sentar allí sin posibilidad de reconsideración. Dios puso a Adán en Edén con el objeto de ponerlo a prueba. Pero en los cielos hizo sentar a Cristo y no se arrepentirá de ello.

Ahora leemos lo que revela la perfección de Su obra como Cordero de Dios, como el gran fundamento de todas esas glorias. Sus glorias morales aquí en la tierra no habrían tenido la perfección que mostraron si él no hubiese ido a la cruz para morir allí. Tampoco habría tenido sus glorias oficiales en el cielo si no hubiese ido a la cruz. Cuando el Señor Jesús fue colgado en el madero maldito como el Cordero de Dios, por encima de su frente ensangrentada se podía leer, en todas las lenguas, la inscripción:

Este es el Rey de los judíos.

Estos últimos procuraron borrarla, pero Dios no lo permitió. Él quiso que toda la creación supiese que la cruz era el título para su reinado. El título que Pilato escribió en la cruz, y que Dios conservó allí, es maravilloso.

Ahora, habiendo admitido que la cruz constituye el fundamento de la gloria, como lo afirma la inscripción de Pilato, díganme qué es lo que sostiene a la cruz misma. ¿Carece ella de fundamento? El secreto se revela en estos capítulos: como la cruz sostiene sus esperanzas, así la Persona sustenta a la cruz. La gloria personal de Cristo es el sostén de la cruz. Si él hubiese sido menos que Dios manifestado en carne, todo lo que hizo no tendría más valor que el agua derramada sobre la tierra. La cruz es el sostén de todo este inmenso misterio de glorias oficiales, milenarias y eternas, y la Persona es el sostén de la cruz. Es preciso que él sostenga su propia obra y que su obra lo sostenga todo. Este es precisamente el argumento de estos capítulos.

Un velo separaba el lugar donde los sacerdotes ministraban y el lugar simbólico de la habitación de Dios. Ese velo significaba que la época levítica no daba al pecador ningún acceso a la presencia de Dios. ¿No había sacrificios? Sin duda que sí, y el altar de Dios los aceptaba. Pero eran “ofrendas y sacrificios que no pueden hacer perfecto, en cuanto a la conciencia, al que practica ese culto” (cap. 9:9). Entonces Cristo se presenta de una manera admirable a nuestro corazón y reclama una nota de admiración.

Porque si la sangre de los toros y de los machos cabríos… santifican para la purificación de la carne, ¿cuánto más la sangre de Cristo, el cual mediante el Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, limpiará vuestras conciencias de obras muertas para que sirváis al Dios vivo?
(v. 13-14).

 

Tras examinar el antiguo tabernáculo, ver la miseria de sus elementos y comprobar que la sangre de los toros no puede introducirnos en la presencia de Dios, desviemos nuestras miradas de toda esta insuficiencia, dirijámoslas a la perfecta suficiencia de la sangre de Jesús y exclamemos a viva voz: «¡Cuánto más la sangre de Cristo limpiará nuestras conciencias!». Es así como debemos venir a la cruz, dejando a un lado toda duda y razonamiento, y sumiéndonos en admiración. Lo que el Espíritu hace es tomarnos de la mano cariñosamente para conducirnos en el altar del Calvario y decirnos quién es la víctima cuya sangre es derramada allí. Nadie más que Aquel que estaba personalmente libre podía decir: “He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad”. ¿Tienen ustedes derecho a poseer una voluntad? ¿Lo tienen Miguel o Gabriel? La ocupación de estos es hacer Su beneplácito, pero he aquí Uno que podía ofrecerse sin mancha a Dios. “Cuánto más”, pues, un sacrificio semejante limpiará nuestras conciencias y nos introducirá de inmediato en la presencia del Dios vivo. Esto me ha autorizado a decir que, cuando contemplamos sus glorias –sus glorias oficiales–, vemos que la cruz es el sostén de todas ellas. Pero el alma que no conoce la gloria personal del Señor, no conoce positivamente nada. Ese es el secreto que hallamos aquí. Aquel, para quien Dios había preparado un cuerpo, satisfizo las exigencias del altar, por el Espíritu eterno, antes de entrar en el santuario santo para desempeñar el oficio de Sacerdote de Dios. Y la expiación mana de la satisfacción. Si descubro que el sacrificio de Cristo ha respondido a las exigencias del altar de bronce, veo que mi reconciliación está sellada y arreglada eternamente.

La epístola a los Efesios dice que nos mantengamos sobre esta base y consideremos todas las glorias de nuestra condición celestial en Cristo. La epístola a los Hebreos nos muestra las glorias de la condición presente de Cristo en unos trescientos versículos. ¡Qué mundo de maravillas abren estos! Estamos fundados sobre lo que Cristo ha hecho; y lo que él ha hecho está fundado sobre lo que él es.