Capítulo 8
Tenemos tal sumo sacerdote, el cual se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, ministro del santuario, y de aquel verdadero tabernáculo que levantó el Señor, y no el hombre
(v. 1-2).
¡Qué palabras tan exquisitas! ¿Qué glorias llenaron los cielos en los días de la creación? El sol, la luna y las estrellas fueron colocados allí. Los dedos de Dios los adornaron. Pero díganme: ¿no adornan los cielos actuales también? Si hubo glorias puestas en los cielos exteriores por los dedos de Dios, también las hay, por la gracia de Dios, en los cielos interiores. Una de estas glorias es un tabernáculo que el Señor levantó allí. Cristo descendió del seno eterno para glorificar a Dios en la tierra. ¿Podía haber, para adornar a una Persona tal, alguna gloria demasiado brillante? ¡Qué visión nos es presentada así sobre las relaciones entre Dios y Cristo, entre el Padre y el Hijo! Y entre las glorias que esperaban a Jesús en lo alto había un templo levantado por el Señor mismo. El sol sale como esposo de su tálamo para recorrer su camino; el Creador puso tabernáculo en los cielos para el sol (Salmo 19). Y en la redención, Dios edificó una habitación para el sumo sacerdote, quien está sentado allí en el lugar de honor más alto. Cristo no podía ser sacerdote aquí en la tierra, pues el lugar estaba ocupado según la institución divina. Se ha dicho neciamente que Cristo no habría podido entrar en el Lugar Santísimo. Seguramente que no, pues él provenía de la tribu de Judá. Él no vino para infringir las ordenanzas de Dios, sino para cumplir toda justicia. ¿Qué tenía que hacer en el Lugar Santísimo? Si allí se hubiese hallado un sacerdote de la tribu de Leví, este habría tenido el derecho de expulsarlo. Cristo tenía derecho a todo, sin duda, pero había venido como siervo sumiso, como aquel que “se despojó a sí mismo”. ¿Se impuso por la fuerza a los dos discípulos en Emaús? Mucho menos siendo, como era, un hijo de Judá, habría entrado por la fuerza en la casa de Dios.
Detengámonos aquí un momento. En esta epístola, de principio a fin, el Espíritu toma una cosa tras otra y las pone a un lado para dar lugar a Cristo. Y cuando ha dado lugar a Cristo y lo introduce, lo fija ante nosotros para siempre. Todos debemos someternos a esto. ¿No nos ha hecho Dios a un lado para introducir a Cristo en nuestro lugar? La fe se inclina ante ello. Es lo que él ha hecho en toda alma que cree. En el primer capítulo Dios deja a los ángeles a un lado: “Pues, ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies?” (v. 13). ¡Oh, cómo la fe simpatiza con esto! ¡Cómo los ángeles condescienden a ello! Luego vemos a Moisés puesto a un lado:
Moisés a la verdad fue fiel en toda la casa de Dios, como siervo… pero Cristo como hijo sobre su casa
(cap. 3:5-6).
Podemos dejar a Moisés porque tenemos a Cristo, así como el eunuco pudo desvincularse de Felipe porque había hallado a Cristo. Después, en el capítulo 4, aparece Josué, pero él también es dejado a un lado: “Si Josué les hubiera dado el reposo, no hablaría después de otro día” (v. 8). Cristo es puesto delante de mí como el verdadero Josué que realmente me da el reposo. Seguidamente Aarón es puesto a un lado para dar entrada al sacerdocio de Cristo; mas cuando tengo este sacerdocio delante de mí, lo tengo por la eternidad. Asimismo, Cristo es el mediador de un mejor pacto; el antiguo pacto desapareció por cuanto el Señor no tiene nada que hacer con él. Al final leemos esta magnífica declaración, que podría ser el texto por excelencia de la epístola: “Jesucristo es el mismo ayer, y hoy, y por los siglos” (cap. 13:8). Una vez introducido, Jesucristo es el mismo “por los siglos”. ¡Qué magnífico pensamiento por el cual Dios desaloja todas las cosas para introducir la bendita persona de Jesús! He aquí la perfección, porque Dios reposa en él. Este es exactamente el sábado de la antigüedad, cuando Dios reposó en la creación. Ahora Dios reposa en Cristo, y esto es la perfección. Si comprendemos realmente que nuestro lugar está allí, respiramos la atmósfera de la perfección: una obra cumplida, un sábado. No hay nada más fecundo en luminares gloriosos que la epístola a los Hebreos. Es una epístola de glorias incalculables y de inestimable valor para la conciencia de un pecador despertado. Ella es el título que mi alma tiene para respirar la atmósfera del cielo mismo. Poseo este derecho. Puedo usarlo o no, pero ¿pondré una nube sobre mi título porque mi experiencia es tan pobre?
Al final del capítulo 8 todavía vemos otra cosa puesta a un lado: el primer pacto. El pacto del cual Cristo es ministro no puede envejecer jamás. “Nunca más me acordaré de sus pecados y de sus iniquidades” (v. 12). No hay una sola arruga en su rostro, ni canas sobre su frente.
El Señor toca todo y lo coloca delante de Dios para siempre; y Dios reposa en ello. Él perfecciona todo lo que toca. Mientras todo le hace lugar, él no hace lugar a nada. ¿Desearían ustedes que esto no fuese así? ¿No quiso Juan el Bautista que esto fuese así? Cuando los discípulos fueron a Juan y le dijeron: “Rabí, mira que el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú diste testimonio, bautiza, y todos vienen a él”, Juan respondió: “El que tiene la esposa, es el esposo; mas el amigo del esposo, que está a su lado y le oye, se goza grandemente de la voz del esposo; así pues, este mi gozo está cumplido” (Juan 3:26, 29). Tal debería ser la expresión instintiva de su corazón y del mío. Si el Espíritu ha actuado en nuestra alma, debemos decir: «¡Bendito sea Dios! Él me ha puesto a un lado para introducir a Jesús». Hay una maravillosa armonía entre lo que descubrimos aquí y la experiencia de nuestras propias almas. ¡Nunca agotaremos la visión de estas glorias hasta que estemos perdidos en su infinito: un océano sin ribera!